—No es eso; no del todo.
—Bien, entonces, ¿qué pasa? No sucede cada día que un enano se gradúe y pase de matagarrapatos a matatrolls.
A través de la abertura que tenía la máscara de cuero a la altura de la boca, Félix vio apenas cómo las comisuras del joven Matador ascendían en una sonrisa triste.
—Me alegro de haberme ganado ese nombre, sí —dijo—, pero…, pero no he muerto. No he acabado con mi vergüenza. Por el contrario, perdí la máscara y empeoré las cosas.
Gotrek rió entre dientes; fue un sonido negro y vacuo.
—Ahora conoces el verdadero dolor del Matador, muchacho —dijo—. Cada victoria es una derrota, porque sólo si morimos cumplimos con nuestro destino; pero si no intentamos ganar, si dejamos caer el hacha y permitimos que el troll nos haga pedazos, Grungni no nos aceptará en los Salones de los Ancestros, porque no le gustan los suicidas. —Suspiró—. Yo llevo en ello ochenta años. El dolor no pasa, pero te acostumbras a él. —Se puso de pie—. La cerveza ayuda. Tómate otra.
Regresó junto a los otros, y las historias continuaron.
* * *
A la mañana siguiente —si podía hablarse de mañana en el subterráneo mundo estigio del Undgrin—, pocas horas después de que los enanos levantaran campamento, llegaron a un sitio en el que parecía que el túnel había sido golpeado por una mano gigante. El suelo estaba curvado y roto, y las paredes y el techo se habían desmoronado y habían caído hacia el interior. El suelo se veía sembrado de rocas grandes como casas, que cubrían los raíles torcidos. Sobre ellas habían caído otras rocas, y algunas se encontraban en precario equilibrio; el techo era una confusión de rajaduras y bloques de menos. En algunos puntos, se curvaba hacia abajo de modo ominoso.
—¿Sabíais que esto estaba así? —preguntó Gotrek mientras paseaba la mirada por el desastre.
—Oí decir que se habían producido algunos desperfectos a causa de un terremoto que hubo seis años después de que se cerrara la mina —replicó Hamnir—, pero me dijeron que era transitable.
—Puedo ver el otro lado —comentó Narin, que se retorcía el trozo de madera que llevaba en la barba—, pero no parece prometer un paseo agradable.
—La pesadilla del minero —dijo Galin al mismo tiempo que alzaba los ojos con inquietud hacia el techo—. Esos bloques podrían caer en cualquier momento. Si cualquiera de nosotros alza siquiera la voz o da un pisotón en el suelo…, pataplum.
—Mi padre tenía intención de hacer reparaciones aquí —explicó Hamnir, que tragó con malestar—, pero siempre había cosas urgentes más cerca de casa.
—Yo oí decir que lo dejó así a propósito —comentó Karl.
—Sí —confirmó Ragar—, para que ningún ejército pudiera pasar por aquí sin que se le cayera todo encima.
—Una trampa prefabricada —asintió Arn.
—Una trampa para nosotros —reflexionó Barbadecuero, intranquilo—. Una avalancha de piedras no es muerte para un Matador.
—Olifsson —dijo Hamnir—, mira si puedes encontrar un camino para atravesarlo.
—¿Yo? —preguntó Galin con los ojos desorbitados—. ¿Quieres que acabe muerto?
—Eres ingeniero —contestó Hamnir—. Para esto has venido. Quiero tu consejo.
Galin tragó.
—Pues mi consejo —replicó— es buscar una manera de rodearlo.
Hamnir se puso ceñudo.
—Sabes muy bien que no existe otro camino. O lo atravesamos, o volvemos por donde vinimos.
—¿Eres un cobarde, después de todo, Olifsson? —preguntó Thorgig—. Estás un poco pálido.
Era verdad. La cara normalmente arrebolada de Galin estaba de color gris fango.
—Soy ingeniero de minas —replicó—. Al igual que el Matador conoce su hacha y el príncipe Hamnir conoce los mercados, yo conozco las paredes y los techos, y el peso que soportarán. Ese techo se aguanta con telarañas. No lograremos atravesar la galería.
—Pero tenemos que hacerlo —insistió Hamnir—, y tú eres el enano indicado para guiarnos.
—Será la muerte —declaró Galin sin apartar en ningún momento los ojos del techo, que estaba a punto de derrumbarse.
Hamnir avanzó hacia él y lo miró a los ojos.
—Escúchame, ingeniero. Tengo que salvar una fortaleza. No volveré atrás. Tú eres un voluntario. Yo no te ordené que me siguieras. Puedes marcharte si quieres. Los demás intentaremos atravesar esta trampa mortal sin ti.
Galin negó con la cabeza.
—Jamás lo lograréis.
—Sin ti, no —reconoció Hamnir, y se apartó de él para situarse junto a Gotrek, que estudiaba el derrumbamiento.
Los otros también le volvieron la espalda. Galin se quedó detrás de ellos, con los labios apretados y la cabeza gacha. Félix se reunió con los demás, tanto para que el ingeniero no se sintiera observado como para evitarlo como el resto.
—De acuerdo, malditos —dijo Galin con voz ahogada, tras una larga pausa—. De acuerdo, le echaré un vistazo. No puedo permitir que unos estúpidos se metan ahí dando pisotones y se maten.
Pasó entre ellos a empujones, con mirada furiosa. Se detuvo al borde del desastre, se quitó la mochila y dejó el martillo en el suelo.
Hamnir le puso una mano sobre un hombro.
—Gracias, ingeniero.
Galin movió bruscamente el hombro para quitarse la mano de encima al mismo tiempo que gruñía, e inspiró profundamente. A Félix le pareció que tal vez había perdido el valor una vez más, pero al fin avanzó con gran cautela, centímetro a centímetro. Al cabo de tres pasos, se volvió a mirarlos.
—Estaos callados.
Los demás enanos aguardaron mientras él avanzaba con cuidado entre las rocas; apoyaba cada pie con precaución, y comprobaba el suelo y los escombros con las puntas de las botas y los dedos temblorosos. Al cabo de poco rato, desapareció tras un montón de rocas, y Félix y los demás contuvieron la respiración y estiraron el cuello. Tras lo que pareció una eternidad, Galin reapareció, con las piernas temblorosas y la cara bañada en sudor. Regresó hacia ellos tan lenta y metódicamente como se había alejado, y finalmente, dejó escapar un largo suspiro al abandonar el último escombro de granito.
—Bueno, hay un paso —dijo mientras se enjugaba la frente—, pero todos tendréis que pisar exactamente donde pise yo, y tocar sólo lo que yo toque. Si pateáis un guijarro o resbaláis sobre la grava, acabaremos todos enterrados. Hay zonas de ese techo que… —Se estremeció—. Bueno, no sé qué lo mantiene ahí arriba.
—¿No podríamos hacer ahora mucho ruido para que cayera antes de que pasáramos? —preguntó Félix.
Los enanos le dirigieron una mirada paternalista.
—En efecto, eso sería lo más seguro —replicó Narin con una sonrisa—, pero ¿qué nos garantiza que después podríamos pasar?
—Yo puedo garantizar que no podremos —afirmó Galin.
—¡Ah, sí!, ya veo. Por supuesto. —Félix se sonrojó. Se sentía como un estúpido.
—Bien —concluyó Hamnir mientras miraba a los demás—, todos en fila y bien juntos. Galin, irás en cabeza. Jaeger, serás el último.
El corazón de Félix dio un salto.
—¿Por qué el último?
—Porque eres el que tiene las piernas más largas para correr si empiezan a caer cosas —replicó Hamnir—, y perdóname si soy demasiado franco: tienes más probabilidades que un enano de poner un pie en el sitio equivocado.
Félix cerró los puños. Más insultos.
—Es verdad, humano —dijo Gotrek—. Los enanos hemos nacido para los túneles y los hundimientos. Sabemos dónde poner los pies.
—Sí, sí, bien —replicó Félix.
Tenía ganas de darles un puñetazo a aquellos pequeños sabelotodos con ínfulas de superioridad, pero se contuvo. En caso contrario, probablemente provocaría el derrumbamiento del techo. Se quitó la capa roja y la metió en la mochila para que no se enganchara con nada.
—Seguidme de cerca —advirtió Galin— y no digáis ni una palabra.
Los enanos partieron como una oruga en marcha, caminando al paso, cada uno con una mano sobre un hombro del enano que iba delante. Parecía que lo habían hecho muchas veces antes. Félix puso una mano sobre un hombro de Gotrek e hizo todo lo posible por seguirle los pasos, con los ojos atentamente fijos en los pies del Matador.
El avance era lento. En cabeza de la fila, Galin comprobaba el terreno con el mango del martillo de guerra para asegurarse de que ninguna piedra o losa sobre la que ponía el pie iba a moverse o resbalar. Luego, avanzaba un paso y repetía la comprobación; otro paso, otra comprobación. El enano siguiente ponía entonces el pie donde Galin había apoyado el suyo, y así sucesivamente. Al principio, no resultaba difícil; pero cuando comenzaron a serpentear a través de la masa de monolíticas rocas y subir por lugares donde el suelo tenía un abultamiento que ascendía abruptamente, resultó más problemático. Los enanos afianzaban bien los pies al subir y bajar, para asegurarse de no resbalar hacia atrás o irse hacia adelante.
Mientras seguía a Gotrek, a Félix le latía tan ruidosamente el corazón que pensó que las vibraciones, sin duda, provocarían el desplome del techo. Sudaba a chorros. Cada hilo de polvo que caía, cada repiqueteo del tacón de una bota sobre la roca, lo hacía contraerse y encoger los hombros. Le dolía el cuello a causa de la tensión.
Observó cómo Gotrek pasaba por encima de un reborde saliente de roca y posaba el pie cuidadosamente al otro lado, en el sitio exacto en que lo había puesto el enano que iba delante de él. Félix pasó la pierna por encima del reborde y apoyó el pie con precisión, con los ojos atentos para retener el sitio exacto que Gotrek pisaba a continuación, y…
Se golpeó la cabeza contra un saliente bajo de roca. Se tapó la boca con una mano para reprimir un grito. El mundo se alejaba, y se volvía amarillo y negro. Se le doblaban las rodillas. Había estado tan concentrado en los pies de Gotrek que no había visto la placa voladiza de granito situada a una altura que a Gotrek le había permitido pasar por debajo, simplemente. Tenía ganas de gritar y saltar de un lado a otro, pero ambas cosas habrían constituido un suicidio. Se quedó inmóvil. El túnel le daba vueltas. Iba a caerse.
Una mano férrea lo cogió por la parte superior del brazo. Abrió los ojos y vio que Gotrek lo sujetaba con firmeza al mismo tiempo que se llevaba un grueso dedo corto a los labios. Félix asintió con la cabeza, y entonces deseó no haberlo hecho. Estuvo a punto de caerse. Miró más allá de Gotrek. Los otros enanos se habían detenido y se volvían a mirarlo con expresiones de lástima, desprecio y diversión. Galin observaba el techo con los ojos muy abiertos y movía los labios como si estuviera orando.
Pasado un momento, el túnel se quedó quieto, y se le pasó el mareo. Aún le dolía horrores la cabeza y le caía un hilo de sangre hasta la punta de la nariz, pero se había recobrado lo suficiente como para caminar. Le hizo un gesto a Gotrek para que continuara. El Matador se volvió junto con los demás y dio otro paso. Félix se agachó para pasar por debajo de la losa voladiza y lo siguió.
Jaeger no fue el único que cometió un error. A medio camino, el mango del martillo con que Galin sondeaba el terreno desprendió una roca del tamaño de un cráneo, que rodó por una sección inclinada del suelo, mientras los enanos quedaban petrificados y miraban hacia lo alto, con los hombros encogidos. Del techo cayeron regueros de polvo, pero nada más. Un poco más adelante, Thorgig se apoyó con una mano en un bloque de piedra caído para no perder el equilibrio, y la piedra comenzó a ladearse. Él retrocedió con un grito ahogado, y los otros se volvieron a mirar. El bloque, del tamaño de un carruaje, se apoyaba precariamente sobre una roca más pequeña que tenía debajo; el punto de equilibrio estaba situado directamente en el borde. Los enanos se quedaron inmóviles mientras observaban cómo se inclinaba lentamente, y luego volvía a caer con un solemne golpe sordo. Todos volvieron a respirar.
Al fin, Galin los condujo más allá de la zona medio derrumbada y salieron de debajo del agrietado techo. En ese momento, todos suspiraron de alivio.
Félix se limpió delicadamente la frente ensangrentada con un pañuelo y volvió la vista atrás. Le temblaban los brazos y las piernas debido a los nervios que había pasado.
—Espero que no tengamos que regresar por este camino. No sé si podría soportarlo otra vez.
—¿Regresar? —dijo Gotrek con el ceño fruncido.
Él y Hamnir se miraron y sonrieron. Al mismo tiempo, se inclinaron y recogieron pesadas rocas.
—No hay retroceso —dijo Hamnir.
—¡Por Chamnelac! —gritaron en el momento de lanzar las rocas hacia la sección de túnel derrumbado—. ¡Quememos el barco!
Ambas piedras rebotaron ruidosamente sobre la enorme roca inestable que Thorgig había estado a punto de hacer caer al tocarla.
Los otros enanos se quedaron mirando fijamente.
—¡Sois unos hombres locos! —jadeó Félix en el momento en que el bloque de piedra comenzaba a ladearse.
—Enanos locos —lo corrigió Gotrek.
El movimiento del bloque se enlenteció, y dio la impresión de que iba a volver a caer hasta la posición de reposo, como antes; pero, justo entonces, el borde de la piedra inferior se desmenuzó bajo el enorme peso que soportaba, y al perder el equilibrio, la roca de encima se deslizó hacia adelante unos treinta centímetros y cayó al suelo con un estruendo atronador, que hizo estremecer todo el túnel.
En lo alto se oyó un largo sonido de desgarro, como si alguien rompiera una enorme lona embreada, y toda la sección del techo se desplomó y se partió mientras caía al suelo.
—¡Corred! —gritó Galin.
Los primeros bloques se estrellaron contra los escombros como balas de cañón, y los enanos fueron derribados al suelo. Volvieron a ponerse en pie de un salto y echaron a correr para huir del derrumbamiento en loca carrera, mientras el túnel se estremecía y retronaba. Sin dejar de correr, Félix miró atrás. Caían más y más bloques que pulverizaban a los que habían caído antes. Las paredes se curvaban hacia el interior y se venían abajo. Lo golpeó en una mejilla un guijarro y el impacto le escoció como una bala. Una roca del tamaño de un queso de Marienburgo pasó rebotando junto a él y a punto estuvo de chocar contra Ragar, antes de rodar hasta detenerse.
Otra mirada. Una nube de polvo que ascendía ocultaba ya el derrumbamiento y ondulaba tras los enanos a mayor velocidad de la que ellos podían alcanzar. Félix se atragantó al ser envuelto por la nube, y el polvo de granito le cubrió la lengua y le llenó los ojos y las fosas nasales. Los faroles de los enanos eran resplandores de un tono anaranjado mortecino que se balanceaban a su alrededor dentro de la niebla gris, mientras el rugido de las rocas que caían continuaba aporreándole los oídos.