Mataorcos (19 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataorcos
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—No se ve todos los días un puñetazo como ése —comentó un segundo, que asintió con la cabeza; Karl, posiblemente.

—Yo te mostraré uno —gruñó Galin al mismo tiempo que se volvía y alzaba un puño.

El tercer hermano, que por eliminación era Ragar, según decidió Félix, alzó las manos.

—No es una falta de respeto, primo —dijo—. No decimos que lo merecieras.

—Y, además, te lo has tomado bien —señaló el que Félix había decidido que era Arn—: ni lloriqueos ni gemidos.

—Ni te echaste atrás —convino el que, por tanto, tenía que ser Karl—. En pie y dispuesto para otro, de inmediato.

Galin los miró con suspicacia durante un momento; intentaba adivinar si estaban riéndose de él.

—Entonces, bien —dijo al fin, y se volvió.

Los hermanos intercambiaron miradas socarronas.

—Pero es verdad que fue todo un puñetazo —comentó Ragar.

—Sí —dijo Arn—. Ese puñetazo es único en la vida.

—¡Ja! —añadió Karl—. Un puñetazo así podría acabar con una vida.

Los hombros de Galin se tensaron, pero no se volvió. Los hermanos sonrieron como si hubiesen obtenido una victoria.

Félix se encontró con que se retrasaba respecto a los demás, debido al tobillo. El médico enano había hecho un trabajo notable, y ya no sentía mucho dolor, pero aún lo tenía rígido y cojeaba un poco. Gotrek, tanto para mantenerse alejado de Hamnir como para hacerle compañía a Félix, se quedó atrás con él.

—¿Qué agravio tienes contra Hamnir? —preguntó Félix, al fin—. Es obvio que fuisteis amigos en otro tiempo. ¿Qué se interpuso entre vosotros: una muchacha, un insulto, oro?

Gotrek bufó.

—Los hombres no podéis entender el sentido del honor de los enanos porque no tenéis ninguno. Rompió un juramento. Es cuanto debes saber.

—¿Qué juramento? —insistió Félix—. ¿Qué puede haber hecho que fuera tan grave? Parece un tipo bastante decente, muy razonable.

—¡Ja! —replicó Gotrek—. Te gusta porque actúa como un humano, con los modales y la manera suave de hablar de los hombres, pero también comparte la naturaleza tramposa propia de ellos. No mantiene su palabra. Para un enano, un juramento es un juramento, pequeño o grande, pero no para ése. —Miró con el ceño fruncido hacia la cabeza del grupo—. Un par de ojos bonitos o una oferta mejor, y le volverá la espalda a un hermano. Se retorcerá, se contorsionará y citará la ley para zafarse de la obligación.

—¡Ah!, así que fue por una chica —dijo Félix.

—No diré nada más.

—Muy bien —replicó Félix.

Caminaron en silencio durante un rato, pero a Félix le picaba la curiosidad.

—¿Cuándo sucedió todo eso? ¿Ya eras un Matador?

Gotrek le lanzó una mirada penetrante.

—¿Estás intentando sonsacármelo, humano?

—No, no —dijo Félix—. Sólo que, si mueres aquí, será necesario que incluya a Hamnir y los otros en la obra épica de tu muerte: «El valiente grupo que comandaba el Matador», y todo eso. Será necesario que sepa algo acerca de cómo os conocisteis y qué hicisteis, para darle a la historia un poco de cuerpo y amplitud, ¿verdad?

Gotrek pensó durante un momento, y luego asintió con la cabeza.

—Supongo que tienes derecho a conocer algo de mi historia. Todas las obras épicas que he oído contar en los salones de banquete comenzaban en la cuna, y es mejor que lo sepas por mí y no por ese perjuro de lengua sedosa. —Alzó los ojos para lanzarle a Félix otra mirada penetrante—. Aunque no voy a contártelo todo, te lo advierto; sólo lo suficiente.

—No me cabe duda de que bastará con que sea suficiente —replicó Félix, que intentó no parecer demasiado ansioso. Era infrecuente que Gotrek revelara algo de su pasado—. Adelante.

Gotrek continuó caminando, con el ceño fruncido como si ordenara los pensamientos.

—Conocí a Hamnir cuando acudió al clan de mis padres —dijo al fin—. Fue mucho antes de que tomara la cresta, cuando yo aún era un barbanueva. Por entonces, había paz en la fortaleza, demasiada tranquilidad para mí. Tenía ganas de luchar. —Se pasó una mano entre la barba con gesto ausente—. Hamnir también se sentía inquieto. Por eso, había deambulado todo el camino desde Karak-Hirn a las Montañas del Fin del Mundo. —Bufó—. Había leído demasiados libros. Quería ver mundo. Quería ver las maravillas sobre las que había leído. —Gotrek se encogió de hombros—. Había lucha en la mayoría de los sitios de los que habló: el Mar de las Garras, el Imperio, Bretonia…, así que le dije que lo acompañaría.

—¿Fue sólo un acuerdo de viaje? —preguntó Félix—. ¿No erais amigos?

—¿Yo? ¿Amigo de ese traidor…? —Gotrek hizo una pausa, y luego suspiró—. Eh…, bueno, supongo que lo fui. Por entonces, parecía ser un buen enano. Me mantenía apartado de los líos cuando yo buscaba meterme en ellos, y me sacaba si ya me había metido. Una vez, convenció a un conde elector de que no me ahorcara. Cualquiera que fuese el ejército en el que nos enrolábamos, lograba un buen acuerdo, y si nuestro comandante intentaba engañarnos, Hamnir siempre conseguía que le pagara, de todos modos.

Gotrek sonrió con aire presumido y lanzó otra mirada hacia Hamnir, para luego gruñir y apartar la vista.

—Pero no era un mercenario demasiado bueno. Bastante diestro en una pelea y buen estratega sobre el papel, pero se embrollaba cuando las cosas se torcían. —Gotrek bufó—. Y tampoco tenía espíritu de mercenario. Saqueábamos castillos, y lo único que él se llevaba eran libros. Una vez le dio un puñetazo a un capitán nuestro por destrozar una estatua. No le importaba matar a hombres, enanos o elfos, pero era incapaz de quemar un cuadro.

—¿Durante cuánto tiempo viajaste con él? —preguntó Félix.

Gotrek se encogió de hombros.

—¿Diez años? ¿Veinte? No lo recuerdo. Quizá fueron cincuenta. Luchamos por todo el Imperio, Bretonia, en la costa a la caza de piratas, en los Reinos Fronterizos, Estalia, Tilea… —Su voz se apagó.

—¿Tilea? —preguntó Félix para que continuara.

Gotrek volvió a la realidad y le dirigió a Félix una mirada ceñuda.

—No, humano, te he dicho que te contaría lo suficiente. No te diré nada más.

—Pero ¿cómo puede contarse una historia sin final?

—Él rompió su juramento —gruñó Gotrek—; ése es el final. Ahora, déjame en paz.

El Matador avanzó para darles alcance a los últimos enanos, y Félix siguió cojeando a solas.

Félix se maldijo por estúpido. Había estado a punto de lograrlo. Si no hubiera insistido al final, tal vez Gotrek se lo habría contado voluntariamente. No obstante, entonces tenía información sobre un período de la vida de Gotrek del que antes ni siquiera había conocido la existencia. Al menos, era algo.

* * *

A la mañana del tercer día, los enanos volvieron a girar al norte para ascender por estrechos valles serpenteantes y cañones que se adentraban en las estribaciones de las Montañas Negras, hasta que las Tierras Yermas desaparecieron detrás de una pantalla de colinas cubiertas de pinos.

Al avanzar más, Hamnir dejó que los hermanos Rassmusson encabezaran la marcha, porque en su juventud habían trabajado en Duk Grung y habían hecho ese recorrido en numerosas ocasiones. Los tres enanos ascendían con paso seguro por laderas cubiertas de laurel de montaña y ortigas, atravesando arroyos rápidos y sendas de venados, y por caminos de tierra cubiertos desde hacía mucho por malas hierbas y anémonas. No dejaban de hacer comentarios.

—¿No fue aquí donde al viejo Henrik se le cayó un lingote y nos hizo registrar los arbustos durante seis horas? —preguntó Arn cuando pasaron junto a un árbol caído.

—Sí —replicó Ragar—, y lo había tenido en la mochila durante todo el tiempo.

—Lo recuerdo —dijo Karl, riendo—. Lo encontró cuando mordió el pastel que llevaba. Se desportilló un diente.

—Siempre he pensado que Dorn tuvo algo que ver con eso —comentó Arn—, pero él nunca lo reconoció.

Un poco más adelante, Karl señaló una cornisa de granito que sobresalía sobre un pequeño lago rodeado de helechos.

—¡La roca de la luna llena! —gritó.

Sus dos hermanos rieron estrepitosamente, pero no quisieron explicar a qué se refería.

Cuando el sol llegó al cénit, vieron la entrada de un cañón cerrado por gruesas murallas almenadas, en cuyo centro había una puerta abierta flanqueada por dos torres anchas y bajas.

—Allí está —dijo Arn al mismo tiempo que señalaba—. Duk Grung.

Al mirar las antiguas murallas que se veían entre los árboles, Félix volvió a sentirse impresionado por la longevidad de los enanos. Porque aunque las murallas eran una robusta obra de enanos y habían resistido al paso del tiempo sin apenas erosión, estaban muy cubiertas de enredaderas, musgo y arbustos, y las puertas hacía tiempo que habían desaparecido a causa de la corrosión. El lugar parecía una ruina de la antigüedad, y sin embargo, Arn, Karl y Ragar habían trabajado allí cuando era una explotación activa.

—Está un poco cubierta de vegetación, ¿verdad? —comentó Ragar—. En nuestros tiempos, teníamos un jardinero humano que se encargaba de la poda.

—Lo recuerdo —dijo Arn—. Wolfenkarg, o algo así. ¿Ludenholt? Algún galimatías humano. No aguantaba la bebida.

—Me pregunto qué habrá sido de él —comentó Karl.

—Bueno, era un hombre —bufó Arn—, así que debió morir hace mucho, ¿no?

—Son como las moscas de mayo —dijo, y le lanzó una mirada de culpabilidad a Félix—. Sin intención de ofender, humano.

Félix se encogió de hombros.

—No me ofendes. —No era más que la verdad.

Al acercarse a los oxidados restos de la puerta, los enanos vieron una ancha senda que corría a lo largo de la muralla y atravesaba la puerta. Todo indicaba que era transitada con frecuencia. Se detuvieron y guardaron silencio, a la vez que posaban las manos sobre las armas. Los dos Matadores estudiaron atentamente la senda, mientras los otros lanzaban precavidas miradas hacia los árboles del entorno.

—Un troll —dijo Barbadecuero—. Y las huellas parecen recientes.

—Dos trolls —dijo Gotrek—; al menos, dos.

—Uno para cada uno —declaró Barbadecuero, de buen humor, pero con voz tensa.

—¿Han convertido la mina en su madriguera? —preguntó Hamnir.

—Vayamos a averiguarlo —replicó Gotrek.

Los enanos se descolgaron las hachas y ballestas, y en guardia, lo siguieron a través de la puerta abierta. Félix desenvainó la espada. Dentro de las murallas, el cañón ascendía y se estrechaba, apretujado entre dos abruptas montañas rocosas. Los escombros de viejos edificios anexos asomaban entre grupos de árboles jóvenes, a ambos lados de la senda de los trolls que serpenteaba por el centro.

—Establos para las mulas de los carros —susurró Karl, haciendo un gesto hacia la izquierda.

—Y la choza de Lungmolder —añadió Arn con un gesto hacia la derecha—. Es el problema que tiene la madera. No perdura.

—¿Se llamaba Lungmolder? —preguntó Ragar—. Pensaba que era Bergenhoffer, o Baldenhelder, o…

—¡Silencio, malditos! —dijo Galin, que tenía los ojos desorbitados y la cara roja y sudorosa.

Avanzaron por la senda de los trolls hasta el final del cañón, un estrecho embudo entre las laderas convergentes. En la ladera occidental, había una abertura negra, casi oculta por una espesa pantalla de frambuesos. Los enanos se aproximaron a ella con cautela. Al estar más cerca, Félix vio que la abertura era un agujero tosco abierto a través de lo que parecía ser una puerta grande que había sido tapiada, cuyo contorno era apenas discernible a través de la densa capa de vegetación.

—Es una brecha —dijo Karl.

—Es mala cosa, eso es —comentó Ragar.

Arn se encogió de hombros.

—Está agotada, de todos modos.

—Puede ser que no fuera hierro lo que buscaban —dijo Narin.

—Puede ser que estuvieran intentando llegar hasta Karak-Hirn —comentó Thorgig, ceñudo.

Galin bufó.

—Si lo intentaron, muchacho, fue hace cien años, y Karak-Hirn sobrevivió. —Señaló los bordes de la brecha—. Cualquier enano, con los ojos que Grungni le ha dado, puede ver que ese agujero lo abrieron hace mucho. Todo el borde está erosionado.

—Vuelve a llamarme «muchacho», y te haré tragar la lengua que Grungni te ha dado —respondió Thorgig, que miraba al ingeniero con ferocidad.

—Hasta que puedas meterte la barba debajo del cinturón, te llamaré como quiera —contestó Galin.

—Yo te meteré la barba por el…

—¡Basta! —susurró Hamnir con enojo—. Los dos.

Barbadecuero señaló la desgastada senda de los trolls. Describía un rodeo en torno a los frambuesos y continuaba hacia la derecha, hasta el agujero.

—Puede ser que la brecha sea vieja, pero el lugar aún está ocupado.

—Al menos, nos evita tener que buscar la palanca oculta —dijo Ragar.

—Cierto —replicó Hamnir, inspirando profundamente—. Encended las lámparas y entremos; los Matadores, delante.

Los enanos descolgaron robustos faroles de cuerno de las mochilas, los encendieron con yesqueros y se los colgaron del cinturón para tener libres ambas manos. Gotrek encendió una antorcha, que sujetó como si fuera una arma con la mano libre. Cuando todos estuvieron preparados, se abrieron paso a través de la maleza hasta la brecha. Aunque era pequeña comparada con la puerta tapiada, doblaba la altura de Félix y era el doble de ancha que Gotrek. Se asomaron al interior, donde reinaba la negrura más absoluta.

Gotrek entró al mismo tiempo que echaba la antorcha atrás y la situaba a un lado para que no lo cegara. Barbadecuero lo siguió, y los otros entraron cautelosamente tras él. Un viento frío que salió del interior les llevó un hedor pasmoso, una mezcla saturada de excrementos, carne putrefacta, moho y un acre almizcle animal aún más penetrante que el de los orcos.

Narin arrugó la nariz.

—Nada huele peor que un troll.

—¿Dos trolls? —sugirió Arn, o posiblemente Ragar.

Al otro lado de la puerta, el agujero se abría a una cámara amplia. Cuando los ojos de Félix se adaptaron a la oscuridad, distinguió entradas monumentales en cada una de las paredes, y gigantescos pilares que daban soporte al alto techo. Debajo de esa grandiosa arquitectura de enanos, había montones de basura: altas pilas de huesos, muebles y maquinaria destrozados, cadáveres putrefactos, leña quemada, así como montones de hojas marchitas y ramas, llevadas por el viento o arrastradas desde el exterior.

En un rincón, excavado en el suelo de piedra, había una depresión para hacer fuego, y sobre él pendía una abollada olla de hierro más grande que la bañera de un noble. Bancos y taburetes rústicos hechos con troncos rodeaban el fuego, y en las proximidades había dos nidos de helechos. Unas formas laxas pendían de púas clavadas en la pared: dos hombres, un orco, una vaca y un lobo, todos desollados y colgados allí para que se desangraran. Los huesos y prendas de vestir de festines anteriores estaban colocados al alcance de la mano, para alimentar el fuego con ellos. Las pieles se hallaban extendidas en el suelo, sujetas con rocas para que permanecieran planas.

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