Gotrek se volvió a mirarlos.
—No servirá de nada matar pieles verdes mientras no descubramos qué hay detrás de ellos, así que silencio.
—Pero ¿cómo vamos a descubrirlo? —preguntó Galin—. Podría estar en cualquier parte.
Gotrek alzó el hacha, en cuya hoja las runas relumbraban suavemente.
—Brillan con más fuerza cuanto más descendemos. Ella nos conducirá.
El Matador abrió la puerta y entraron en las minas de Karak-Hirn. Vieron pocos pieles verdes al avanzar por corredores y bajar por agujeros, muchos menos de los que habían visto cuando llegaron desde el Undgrin, pero a Félix le sorprendió que vieran alguno. Había esperado que estuvieran todos arriba, aporreando las puertas de las bocaminas para intentar volver al interior de la fortaleza; pero en cada forja y fundición por la que pasaban, en cada frente de arranque y pozo de desechos, había orcos y goblins que aún trabajaban para hacer armas, maquinaria y armaduras.
A Félix le causaba escalofríos pensarlo. ¿Cuántos orcos había allí si podían mantener a algunos apartados del ataque contra las puertas para que continuaran trabajando? ¿Y qué suprema confianza debía tener la mente que había detrás de esa empresa para seguir con las labores cotidianas como si la recuperación de Karak-Hirn fuese algo seguro? Aunque, por otro lado, cualquier mente que pudiera doblegar la voluntad de una fortaleza llena de enanos y volverlos contra sus hermanos tenía todas las razones del mundo para sentirse confiada. ¿Podía derrotarse a algo así, fuese lo que fuese? Si era capaz de dirigir las acciones de un ejército de orcos y enanos, ¿qué podría hacer si concentraba todo su poder sobre un solo hombre o enano?
Cuanto más descendían al interior de la mina, más a menudo se centraba la mente de Félix en esa desesperanzada línea de razonamiento. Con cada nivel que bajaban, su estado anímico se volvía más negro, y más fuerte se hacía su convicción de que no había forma de que pudieran ganar la batalla que se avecinaba. El conocimiento de que ese pesimismo era indudablemente artificial, una invasión de su conciencia por parte de la cosa que estaban buscando, no aliviaba su mente. De hecho, reforzaba su temor de que esa cosa fuese invencible. La habilidad que tenía para retorcerle la mente y hacer que se sintiera impotente era la prueba de que, en efecto, no había esperanza de vencerla. Rió lóbregamente entre dientes para sí mismo. Si el hacha rúnica no les hubiera mostrado ya el camino, ciertamente podrían haber usado su estado anímico como guía. Cuanto más negro fuera, más cerca debían estar. En el momento en que él mismo se cortara el cuello, sabrían que se encontraban en la fuente de todo aquello.
Aunque no decían nada en voz alta, Félix se daba cuenta de que los enanos también se sentían afectados por la presencia de aquella cosa. Hacían gestos espasmódicos y sacudían la cabeza como si los acosaran mosquitos, y los oía mascullar entre dientes. Galin gemía de vez en cuando, y se tapaba los ojos con las manos. Incluso Gotrek estaba afectado por el mal, aunque él lo manifestaba maldiciendo con furiosos susurros y flexionando los hombros como si intentara librarse de un yugo.
* * *
En el décimo nivel, tres más debajo de la entrada del Undgrin, el corredor se hizo más estrecho y los pasillos laterales disminuyeron en número. Era el área más nueva de la mina; muchos de los túneles eran sondeos que se adentraban en la roca para buscar nuevas vetas de mineral, y que aún no habían sido explotados a fondo ni ampliados. Las runas del hacha de Gotrek brillaban con tal fuerza que ya no necesitaban faroles para ver, y la sensación de pavor que inundaba el corazón de Félix pesaba sobre él como si lo presionara una mano gigantesca que casi lo paralizaba. Se sentía como si los huesos se le hubieran vuelto de plomo. Sólo poner un pie delante del otro constituía un supremo acto de voluntad.
Cuando avanzaban por un corredor estrecho, Gotrek se detuvo. Se veía luz más adelante, un resplandor de antorcha que procedía de una abertura que había en la pared izquierda. De ella también les llegaban algunos ruidos.
—¿Volvemos atrás y buscamos otro camino? —susurró Narin.
—¿Nos escondemos hasta que se marchen? —sugirió Galin.
Félix parpadeó, mirando a los enanos. Nunca antes había visto un miedo semejante en los de su raza. Por supuesto, él sentía lo mismo, pero él era sólo humano.
Gotrek escupió, asqueado.
—Volved atrás si queréis —dijo—. No hay otro camino. —Alzó el hacha—. Lo que buscamos está ahí adelante, y no he visto ningún otro desvío.
—Aun así —dijo Galin mientras se masticaba el bigote—, sería prudente comprobarlo, mirar un poco por los alrededores.
Gotrek se encogió de hombros.
—Sólo serán unos pieles verdes.
—Pero podrían matarnos —dijo Narin, que estaba temblando.
Gotrek se volvió a mirarlo, asqueado.
—¿Ahora tienes miedo de los orcos?
—Yo…, no —replicó Narin, y sacudió violentamente la cabeza—. No. ¿Qué se me ha metido dentro? Por supuesto que no.
—Yo sé qué se nos ha metido dentro —declaró Galin, tembloroso—. Es el Durmiente. Sabe que vamos. Hace que tengamos miedo. Puede leernos la mente. Es inútil. Es…
Gotrek lo tumbó con un gancho de izquierda.
—Domínate, Traficante de Piedra. Cualquier cosa que sea, si vive y respira, puede caer bajo una hacha.
Galin se sentó con lentitud, mientras se frotaba la mandíbula por encima de la barba.
—Lo siento, Matador. Es…, es difícil mantenerlo fuera.
—Os dije que no vinierais. Ahora, luchad contra él, o marchaos y dejadme en paz.
Gotrek dio media vuelta y avanzó con sigilo hacia la abertura iluminada por luz de antorcha. Los otros lo siguieron con las armas preparadas. A Félix le temblaban tanto las piernas que le costaba caminar. Sabía que era el Durmiente quien le inspiraba ese miedo, pero eso no hacía que el miedo resultara más fácil de anular, ni que su corazón latiera menos aprisa.
Gotrek se pegó contra la pared y se inclinó hacia adelante para asomarse a la abertura; mantuvo el hacha oculta bajo el brazo para que la luz de las runas no lo delatara. Frunció el entrecejo mientras miraba por la puerta durante un largo rato, antes de pasar silenciosamente de largo y hacerles un gesto a los demás para que lo siguieran.
Los otros enanos quedaron igualmente pasmados al pasar ante la puerta. Félix fue el último, y miró al interior con una mezcla de curiosidad y pavor, porque su mente imaginaba toda clase de horrores y cosas repugnantes. En cambio, lo que vio fue un puñado de orcos que estaban al otro lado de una cámara larga y baja, y ensamblaban un cajón de madera alrededor de un saco resinoso recorrido por protuberancias alargadas, del tamaño de un tonel de cerveza. Estaba recubierto por una brillante capa de mucosidad, y tenía la textura y el lustre translúcido de las alas de un insecto. A través de él, Félix vio algo pálido y a medio formar acurrucado en el interior. Había al menos veinte cajones montados y colocados a lo largo de las paredes de la estancia, y una cantidad similar sin montar, preparados para contener otros tantos sacos.
Cuando se hubieron alejado por el corredor hasta una distancia segura, los enanos se pusieron a susurrar entre ellos.
—¡Docenas de ellos! —estaba diciendo Narin—. ¡Docenas!
—Pero…, pero ¿qué son? —preguntó Galin—. ¿Y qué los ha creado?
Gotrek se volvió hacia el fondo del corredor.
—Lo sabremos dentro de un momento —dijo, y echó a andar.
Apenas treinta pasos más adelante, llegaron a un tosco túnel lateral excavado en la pared de la derecha, que descendía en ángulo pronunciado hacia el interior de la tierra.
El hacha ardía como una antorcha cuando Gotrek se detuvo ante la boca del túnel.
—Es aquí —dijo.
Entró. Félix intentó seguirlo, pero descubrió que no podía. Una ola de miedo y desesperación más fuerte que cualquiera que lo hubiese inundado antes le transformó las piernas en plomo. De repente, la bromita privada respecto a cortarse el cuello ya no era una broma. Estaba tan asustado y tan convencido de que cualquier cosa que hubiera al final del túnel no sólo lo mataría, sino que lo convertiría en un monstruo sin mente que se volvería contra sus amigos y extendería la influencia del Durmiente por todas partes, que tenía ganas de clavarse la daga en la garganta sólo para acabar con su desdicha y salvar al mundo. Quería arrancarse los ojos para no tener que verlo, pero las manos le temblaban demasiado violentamente. Narin y Galin también estaban paralizados.
Gotrek volvió la cabeza para mirarlos.
—Y ahora, ¿qué?
—¿No lo notas, Matador? —preguntó Narin, cuyos dientes castañeteaban—. ¿Eres de piedra?
—Sí que lo noto —replicó Gotrek—, pero lo peor que puede ocurrimos es que muramos, y así ha sido desde que salimos de Rodenheim.
—La muerte no es lo peor —lo contradijo Galin con voz estrangulada—. Se apoderará de nosotros. Hará que seamos iguales que los miembros del clan Diamantista. Nos volverá contra nuestra propia raza.
—Lo hará si os quedáis ahí, temblando —asintió Gotrek—, Dejad de pensar y empezad a andar. Es la única manera.
Se volvió y continuó avanzando por el túnel, y ya fuera por las palabras de Gotrek, o porque el mero hecho de escuchar lo había liberado momentáneamente de la espiral insondable de sus propias imaginaciones, el caso es que Félix descubrió que podía moverse otra vez. También Narin y Galin echaron a andar tras el Matador por el túnel que se adentraba en la tierra, recto como una flecha.
—Esto es obra de orcos —murmuró Narin—, pero los orcos nunca han cavado nada tan recto.
Cien pasos más adelante, el túnel acabó ante una pared de bloques de basalto pulimentado como un espejo, que encajaban tan bien que resultaba casi imposible ver las junturas. Una ancha puerta, más estrecha en la parte superior que en la inferior y rodeada por un reborde de símbolos extraños, se abría a una cámara negra como la brea.
—Esto es antiguo —dijo Galin entre maravillado y horrorizado—, más antiguo que la raza de los enanos. ¿Quién lo construyó?
—Ni los enanos, ni los hombres, ni los elfos —afirmó Narin—. Eso es seguro. —Señaló los símbolos—. ¿Esas protecciones están destinadas a impedir que algo entre o que algo salga? ¿Es un templo o una tumba?
—Sea lo que sea —dijo Gotrek—, debería haber permanecido enterrado. —Después, atravesó la puerta negra.
Félix, Galin y Narin siguieron a Gotrek al interior de la estructura de basalto enterrada. Félix tuvo que inclinarse para no golpearse la cabeza contra el bajo dintel. La luz roja del hacha rúnica se reflejó oscuramente en las pulimentadas paredes negras y les permitió ver una gran sala octogonal, con más puertas trapezoidales que se abrían a la oscuridad. Félix se estremeció. Del lugar radiaba una aura de insondable antigüedad que le recordó los túneles de los Ancestrales, donde él y Gotrek habían estado a punto de perderse durante sus viajes con Teclis. Lo hacía sentir muy joven, pequeño e insignificante.
Algo relativo a la escala de las puertas, hizo que se diera cuenta de que aquel sitio no había sido construido para ningún ser que caminara sobre dos piernas. Por un momento, intentó imaginar cómo podría ser ese ser, pero luego se detuvo. Si seguía esa línea de especulación, acabaría volviendo a subir por el túnel, gritando como loco.
Casi resultó reconfortante hallar señales de ocupación de orcos en aquel extraño lugar. Quizá los orcos fueran horribles monstruos malignos, pero eran unos horribles monstruos malignos que le resultaban familiares. Sobre un amplio agujero circular que se abría en el centro de la habitación, habían colocado tablones para hacer un puente, y vieron un rastro de polvo, guijarros y huellas de orco que iba desde la puerta por la que habían entrado Félix y los enanos hasta otra situada en el lado opuesto. En la sala también había la familiar fetidez de los orcos, un áspero olor animal mezclado con hedor a muerte y basura putrefacta.
—¿Cómo supieron los orcos que esto estaba aquí? —preguntó Félix mientras miraba el entorno—. ¿Cómo lo encontraron?
—No lo sabían —replicó Gotrek—. El Durmiente los llamó.
—Gurnisson —dijo Narin—, oculta el hacha por un momento. Creo que veo luz.
Gotrek se metió la hoja del hacha bajo un brazo para cubrir la luz de las runas y sumió la sala en la oscuridad. Cuando los ojos se le acostumbraron a la falta de luz, Félix vio una fosforescencia verde pálido que llegaba a través de la puerta opuesta, tan mortecina que resultaba difícil tener la certeza de que existiera realmente. Entonces, algo la bloqueó. Unas sombras enormes avanzaban rápidamente hacia ellos por el corredor.
—¡Viene algo! —dijo Galin.
Gotrek descubrió el hacha mientras Félix, Narin y Galin se ponían en guardia. Por la puerta del otro lado, pasaron, agachados, seis enormes orcos mutantes, cada uno del tamaño del jefe de guerra con el que se habían enfrentado en el gran salón, cuyos negros ojos facetados destellaban en rojo a la luz de las runas. Un sofocante olor a huevo podrido manaba de ellos como una nube.
Félix y los enanos sufrieron arcadas y se taparon la boca, mientras los orcos se desplegaban para rodearlos y alzaban las armas.
—¡Grungni! —dijo Narin—. Éstos ya no son orcos. Están transformándose en otra cosa.
—Mutantes —precisó Galin—, contaminados por el Caos.
Era verdad. Las mutaciones que habían deformado al jefe de guerra se habían desarrollado plenamente en las monstruosas criaturas con que entonces se enfrentaban. Si el jefe de guerra había sido pálido, éstos eran blancos como peces muertos y brillaban a causa de una película pegajosa. Si aquél había estado cubierto de bultos y tumores, éstos lucían púas y cuernos translúcidos que les crecían en los hombros y la cabeza como carámbanos lechosos. En el centro del pecho de uno de ellos había un círculo de diminutos tentáculos en torno a un orificio supurante. Tenían brazos largos y deformes que les llegaban casi hasta el suelo, y los antebrazos estaban recubiertos por corazas vidriosas llenas de espinas, como las conchas de cangrejos cavernícolas albinos. Alrededor de sus cuellos destellaban el oro y el ónice.
Gotrek pasó un dedo pulgar a lo largo del filo del hacha e hizo que saliera sangre. Sonrió.
—Esto sí que será una pelea.
—¡Esto será una carnicería! —gimió Galin—. Llevan collares. Todos llevan collares. Son todos invencibles. Esto es el fin.