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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (2 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Vale. ¿Cuántas veces había oído aquello? En sus tiempos había conocido a varios tipos de la legión, ex militares que escapaban del punto muerto de la vida civil, desertores de divorcios y litigios por paternidad, fugitivos del aburrimiento. Todos ellos huían de algo, ninguno acababa de ser el proscrito que imaginaba ser. Desde luego Steve no lo era. Esa era la primera vez que hacían un trabajo juntos. El tipo era un poco agresivo y gilipollas, pero no estaba mal, prestaba atención. No fumaba en el coche, no quería escuchar emisoras de radio de mierda.

Algunos de esos sitios le recordaban a las casitas de chocolate y caramelo, hasta en el azúcar glas de la nieve que bordeaba tejados y canalones. Había visto una de esas casas de repostería a la venta en el mercado de Christkindl en que habían pasado la velada anterior, paseando por la Marienplatz, bebiendo
Glühwein
en tazas navideñas, con todo el aspecto de turistas corrientes. Habían tenido que dejar una fianza por las tazas, por lo que se había llevado la suya de vuelta al Platzl, donde se alojaban. Un regalo para su hija Marlee cuando volviera a casa, aunque probablemente arrugaría la nariz al verla o, peor incluso, le daría las gracias con indiferencia y no volvería a mirarla.

—¿Hiciste aquel trabajo en Dubai? —quiso saber Steve.

—Sí.

—He oído decir que el asunto acabó mal, ¿no?

—Ajá.

Un coche dobló la esquina y ambos miraron instintivamente sus relojes. Pasó de largo. No era el coche que esperaban.

—No son ellos —dijo Steve sin que hiciera falta.

Una de las ventajas era que el largo sendero de entrada describía una curva más allá del portón y estaba bordeado por un montón de matorrales, de forma que no se veía la casa desde la calle. No había iluminación de seguridad, ni luces con sensores de movimiento. La oscuridad era la amiga de los agentes encubiertos. Hoy no, estaban haciendo eso a la luz del día, pero la luz no era ni plena ni brillante, porque la tarde llegaba a su fin. El día declinaba.

Otro coche dobló la esquina, esta vez era el que esperaban.

—Ahí viene la niña —dijo Steve en voz baja.

Tenía cinco años, el cabello liso y negro y grandes ojos castaños. No tenía ni idea de lo que estaba a punto de ocurrirle. «La cría paqui», la llamaba Steve.

—Es egipcia. A medias —corrigió él—. Se llama Jennifer.

—No soy racista.

Vaya.

La nieve seguía cayendo, en copos que se pegaban durante un segundo al parabrisas antes de fundirse. Lo asaltó el repentino e inesperado recuerdo de su hermana entrando en casa, riendo y sacudiéndose flores de la ropa, del cabello. Pensó en la ciudad en que ambos crecieron, un sitio sin árboles, y sin embargo así aparecía ella en el recuerdo, como una novia, con una lluvia de pétalos como rosadas huellas dactilares contra el velo oscuro de su cabello.

El coche enfiló el sendero y desapareció de la vista. Él se volvió para mirar a Steve.

—¿Listo?

—Al pie del cañón —repuso Steve poniendo en marcha el motor.

—Recuerda, no le hagas daño a la niñera.

—A menos que no me quede más remedio.

Miércoles

—Cuidado, el dragón anda suelto.

—¿Dónde?

—Ahí. Acaba de pasar por delante de Greggs.

Grant señaló la imagen de Tracy Waterhouse en uno de los monitores. El aire en la sala de control de seguridad siempre estaba enrarecido. Fuera hacía un precioso día de mayo, pero dentro el ambiente era como el de un submarino que llevase demasiado tiempo sumergido. Se acercaba la hora de comer, el momento más ajetreado del día para los que robaban en las tiendas. La policía andaba todo el día entrando y saliendo, todos los días. En aquel instante había una pareja de agentes, muy bien provistos con los abultados cinturones, chalecos a prueba de navajazos y camisas de manga corta, «escoltando» a una mujer hacia la salida de Peacocks, con las bolsas llenas de prendas que no había pagado. A Leslie le entraba sueño cuando miraba los monitores. A veces hacía la vista gorda. No todo el mundo era un criminal estrictamente hablando.

—Vaya semana —comentó Grant haciendo una mueca—. Vacaciones de medio trimestre en los colegios y los bancos hacen fiesta. Va a ser un absoluto desastre. Una carnicería.

Grant estaba mascando un Nicorette como si su vida dependiese de ello. Tenía una mancha en la corbata. Leslie se planteó si debía mencionarle la mancha. Decidió no hacerlo. Parecía sangre, pero era más probable que fuese ketchup. Tenía un acné tan terrible que parecía radiactivo. Leslie era guapa y menuda y se había licenciado en ingeniería química por la Universidad de Queen en Kingston, Ontario, y el empleo como guardia de seguridad en el centro comercial Merrion de Leeds suponía un breve cambio de dirección, no del todo desagradable, en el viaje de su vida. Estaba inmersa en lo que su familia llamaba su «gira mundial». Había estado en Atenas, Roma, Florencia, Niza, París. No era exactamente el mundo entero. Había ido a Leeds a visitar a unos parientes, y decidió quedarse a pasar el verano después de enrollarse con un posgraduado en filosofía llamado Dominic, que trabajaba en un bar. Leslie había conocido a sus padres cuando acudió a una comida en su casa. La madre de Dominic le calentó una ración individual de lasaña vegetariana de Sainsbury's mientras los demás comían pollo. La madre se puso a la defensiva: le preocupaba que Leslie se llevara a su hijo a un continente lejano y que todos sus nietos tuviesen acento raro y fueran vegetarianos. Leslie quiso tranquilizarla, decirle «Solo es un romance de verano», pero probablemente aquello tampoco le habría sentado muy bien.

«Leslie con "ie"», tenía que recordarle a todo el mundo en Inglaterra, porque lo pronunciaban «Lesley». «¿Seguro?», preguntó la madre de Dominic, como si la misma Leslie fuese un error de pronunciación. Trató de imaginarse llevando a Dominic a conocer a su propia familia, presentándoselo a sus padres; qué poco impresionados quedarían. Echaba de menos su casa, el piano Mason & Risch en el rincón, a su hermano, Lloyd, su vieja golden retriever, Holly, y su gato, Mitten. No necesariamente en ese orden. En verano, su familia alquilaba una casita en el lago Hurón. No podía ni empezar a explicarle esa otra vida a Grant. Tampoco es que quisiera hacerlo. Grant la miraba todo el rato cuando creía que ella no lo veía hacerlo. Estaba desesperado por acostarse con ella. No dejaba de ser divertido, en realidad. Preferiría clavarse cuchillos en los ojos.

—Ha pasado de largo el gimnasio Workout World —dijo Grant.

—Tracy es buena gente —repuso Leslie.

—Es una nazi.

—No, no lo es. —Ella tenía la vista puesta en un grupo de adolescentes con sudaderas de capucha que merodeaba ante la óptica Rayners. Uno de ellos llevaba alguna clase de máscara de Halloween. Le sonrió a una anciana, que se encogió al verlo—. Siempre andamos juzgando —añadió como si se tratara de una broma privada.

—Atentos —dijo Grant—. Tracy está entrando en Thornton's. Querrá completar sus raciones del día.

A Leslie le caía bien Tracy, una siempre sabía a qué atenerse con ella. No se andaba con gilipolleces.

—Es una gorda de la hostia —añadió Grant.

—No está gorda, solo es grandota.

—Ya, eso dicen todas.

Leslie era menuda y delicada. Un pajarito, la chica más frágil que podía haber, en opinión de Grant. Era especial. No como esas putillas que rondaban por ahí.

—¿Seguro que no quieres ir a tomar una copa después del trabajo? —preguntó, siempre esperanzado—. A una coctelería en el centro, un sitio sofisticado para una damisela sofisticada.

—Atentos —dijo Leslie—. Unos chavales con mala pinta acaban de entrar en City Cyber.

* * *

Tracy Waterhouse salió de Thornton's metiendo las provisiones en el bolso feo y grande que llevaba cruzado en bandolera sobre el generoso pecho. Trufas vienesas, el lujo que se concedía a mediados de semana. Patético, en realidad. Otros iban al cine por las noches, a restaurantes, pubs o salas de fiestas, visitaban a los amigos, tenían relaciones sexuales, pero Tracy ansiaba arrellanarse en el sofá a ver
Tienes talento
con una bolsa de trufas vienesas de Thornton's. Y un pollo
bhuna
que iba a comprar de camino a casa y a zamparse con un par de latas de Beck's. O tres o cuatro, aunque fuera miércoles. Un día lectivo, aunque hacía más de cuarenta años que Tracy no asistía al colegio. ¿Cuándo era la última vez que había cenado con alguien en un restaurante? ¿Un par de años atrás, con aquel tipo de la agencia de contactos, en el Dino's de Bishopsgate? Recordaba qué había pedido ella —pan de ajo, espaguetis y albóndigas, seguidos por un flan—, y sin embargo no se acordaba del nombre del tipo.

—Eres una chica grandota —comentó él cuando se encontraron para tomar una copa en Whitelock's.

—Sí, lo soy —contestó Tracy—. ¿Buscas pelea o qué?

A partir de ahí todo fue cuesta abajo, en realidad.

Entró en Superdrug a comprar Advil para el dolor de cabeza con que despertaría al día siguiente por culpa de las Beck's. La chica de la caja ni siquiera la miró. Eso era servicio con cara de pocos amigos. En Superdrug era muy fácil robar, había montones de cosas a mano que meterse en el bolso o en un bolsillo: barras de labios, pasta de dientes, champú, Tampax; difícilmente podía culparse a la gente por robar, era casi como si la invitaran a hacerlo. Tracy echó un vistazo a las cámaras de seguridad en torno a ella. Sabía que había un punto ciego justo en la sección de esmaltes de uñas. Podías coger todo lo necesario para un año entero de manicuras y nadie se enteraría. Posó una mano protectora en su bolso. Contenía dos sobres llenos de billetes de veinte, cinco mil libras en total, que acababa de sacar de su cuenta en el Yorkshire Bank. Le gustaría ver a alguien tratando de birlarle ese dinero: estaba deseando hacerlo papilla con las manos desnudas. Se dijo que el sobrepeso no tenía sentido si una no estaba dispuesta a derrocharlo por ahí.

El dinero era para pagar a Janek, el obrero que estaba ampliando la cocina en la casa adosada en Headingley que se había comprado con lo que sacó de la venta de la casa de sus padres en Bramley. Qué alivio que hubiesen muerto por fin, con solo unas semanas de diferencia, mucho después de que sus mentes y sus cuerpos hubiesen dejado atrás la fecha de caducidad. Ambos habían llegado a los noventa y Tracy empezaba a pensar que trataban de vivir más que ella. Siempre habían sido personas competitivas.

Janek empezaba a las ocho de la mañana, acababa a las seis y trabajaba los sábados; polaco, cómo no. A Tracy le daba vergüenza sentirse tan atraída por Janek pese al hecho de que tuviera veinte años menos que ella y midiera unas tres pulgadas menos. Era un hombre meticuloso y muy educado. Cada mañana, Tracy le dejaba té, café y un plato con galletas tapado con film transparente. Cuando volvía a casa, las galletas ya no estaban. La hacía sentirse querida. El viernes siguiente empezaba una semana de vacaciones, y Janek le había prometido que todo estaría acabado cuando volviera. Tracy no quería que se acabara; bueno, sí quería, estaba hasta las narices de aquello, pero no quería que él, Janek, se acabara.

Se preguntó si se quedaría si ella le pedía que hiciese el baño. Janek se moría de impaciencia por marcharse a su país. Todos los polacos estaban volviendo. No querían quedarse en un país en bancarrota. Antes de que cayera el muro de Berlín, daban lástima; ahora, se les tenía envidia.

Cuando Tracy estaba en la policía, sus compañeros en el cuerpo —hombres y mujeres— daban por hecho que era lesbiana. Ahora tenía más de cincuenta años, y tiempo atrás, cuando entró en la policía de Yorkshire del Oeste como cadete novata, había que ser un chico más para apañárselas. Por desgracia, una vez habías establecido que eras una arpía dura de pelar, se hacía difícil admitir que llevabas dentro una mujer dulce y tierna. De todas formas, ¿por qué iba a querer nadie admitir algo así?

Tracy se había retirado con un caparazón tan grueso que apenas quedaba espacio dentro. Vicio, delitos sexuales, tráfico de personas —el punto vulnerable del departamento de drogas y crímenes a gran escala—, ella había visto todo eso y más. Ser testigo de lo peor de la conducta humana era una buena forma de aniquilar cualquier cosa dulce y tierna.

Había pasado tanto tiempo ahí metida que era una humilde soldado de infantería cuando Peter Sutcliffe aún patrullaba por las calles de Yorkshire del Oeste. Recordaba el miedo, ella misma lo había sentido. Era la época anterior a los ordenadores, cuando el peso mismo del papeleo bastaba para empantanar una investigación.

«¿Existió una época anterior a los ordenadores? —se burló uno de sus colegas más jóvenes e impertinentes—. Guau, el jurásico.»

Tenía razón, ella pertenecía a otra era. Tendría que haberse ido antes, solo seguía allí porque no sabía cómo llenar los largos días vacíos de la jubilación. Dormir, comer, proteger, y vuelta a empezar; esa era la vida que ella conocía. Todo el mundo tenía fijación por pasar treinta años, dejarlo, conseguir otro empleo y disfrutar de la pensión. Cualquiera que se quedara más tiempo era considerado un imbécil.

Tracy hubiera preferido morir con las botas puestas, pero sabía que había llegado el momento de dejarlo. Había sido comisaria de policía; ahora era «pensionista de la policía». Sonaba dickensiano, como si tuviera que estar sentada en un rincón de un asilo de pobres, envuelta en un chal sucio. Había considerado el voluntariado en una de esas organizaciones que ayudaban a baldear después de desastres y guerras. En realidad era algo que llevaba toda la vida deseando hacer, aunque al final hubiese aceptado ese empleo en el centro comercial Merrion.

En la fiesta de despedida le habían regalado un ordenador portátil y vales por un total de doscientas libras para el Waterfall Spa en Brewery Wharf. Se sintió agradablemente sorprendida, incluso halagada, de que la creyeran la clase de mujer que acudiría a un balneario. Ya tenía portátil y sabía que el que le habían regalado era uno de esos que Carphone Waterhouse daba gratis, pero lo que importaba era el detalle.

Cuando aceptó el empleo en el centro comercial Merrion se dijo que era «borrón y cuenta nueva» e hizo algunos cambios: no solo se mudó de casa sino que también se depiló el bigote, se dejó crecer el pelo para tener un aspecto más dulce, se compró blusas con lazos y botones de perla y zapatos con un poquito de tacón para llevarlos con el consabido traje chaqueta negro. No funcionó, por supuesto. Fue consciente de que, con o sin vales para el balneario, la gente seguía considerándola una tipa vieja, hombruna y mandona.

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