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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (21 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—Perdona, cariño, me he distraído; me he puesto a ordenar cajones, ahora mismo voy.

«Kitty Winfield se levantó del tocador y fue al encuentro de su marido.» Antes de que lo hiciera, sonó el timbre de la puerta. Miró el reloj, una preciosa y delicada joya de oro que Ian le había regalado por Navidad. (Sin grabar.) Eran casi las nueve. Nunca recibían visitas a esas horas. Se asomó a la barandilla del rellano cuando Ian abrió la puerta, dejando entrar una gran bocanada del gélido aire de marzo.

—Dios santo —oyó decir a Ian—. ¿Qué ha pasado, Ray?

«Kitty Winfield bajó con suavidad por las escaleras.» Ray Strickland estaba de pie en el umbral, con una criaturita en los brazos.

* * *

Pasear al perro le llevó más tiempo del que esperaba. Después de volver al hotel y darse una ducha para borrar las pruebas de la noche anterior, vio que se le hacía tarde y tenía que volver a salir a toda prisa. Comprendió que tendría que llevarse al perro; difícilmente podía dejarlo solo para que lo descubriera quien entrara a hacer la habitación. Una criada, una «doncella», por utilizar un término anticuado. Una virgen. Su hermana había sido doncella. Una joven doncella. Pertenecía a otra época, en la que las muchachas guardaban su virginidad como un tesoro.

Abrió la cremallera de la mochila.

—Vamos, adentro —le dijo al perro.

No se había percatado de que los perros fueran capaces de fruncir el entrecejo.

Sentía la boca como si un ratón hubiese pasado la noche en ella. Varios ratones, posiblemente. En el ascensor había un espejo, y en el descenso al vestíbulo, contempló por segunda vez aquella mañana su cara de vicioso. No le pareció que fuera a causarle muy buena impresión a Linda Pallister. («¿Cuándo te ha preocupado en realidad causar buena impresión?», oyó decir a Julia. A la Julia que vivía en su cabeza.) Solo eran las diez menos cuarto de la mañana, y ya le daba la sensación de que era un día demasiado largo. La mujer con traje sastre tras el mostrador de recepción lo miró con suspicacia cuando salió del ascensor. Jackson la saludó con un ademán a lo reina madre. La mujer frunció el entrecejo.

Un bocadillo de beicon de un tugurio grasiento en el corto camino desde el Best Western lo reanimó un poco. Arrancó un pedazo y lo dejó caer en la mochila para el perro.

Hope McMaster había estado callada durante su noche según la hora de Greenwich, que para ella era su día en Nueva Zelanda. Si Linda Pallister no podía ilustrarlo sobre los orígenes de Hope McMaster, no tendría ni idea de qué camino seguir entonces. Un árbol genealógico era fractal, con ramas que se dividían interminablemente. Julia, de familia de clase media, era capaz de remontarse en sus orígenes hasta el arca de Noé, pero Hope McMaster no tenía ni las raíces más superficiales.

Una joven, una secretaria quizá, pues su función no quedó muy clara, apareció para decirle:

—¿Señor Brodie? Me llamo Eleanor, lo acompañaré al despacho de Linda.

Aquello suponía una mejora. El día anterior no había pasado de la recepción cuando le dijeron que Linda Pallister no podría verlo. Eleanor tenía una cara poco agraciada y el cabello muy liso, como si se resistiera a cualquier clase de peinado. Y unas piernas fantásticas, que en ella parecían un desperdicio. Me limito a observar, no a juzgar, se dijo Jackson en su defensa contra el regimiento monstruoso.

Llevaba una carpeta. La había comprado el día anterior en una tienda de todo a una libra. Hacía mucho, en sus tiempos en la policía militar, Jackson había aprendido que llevar una carpeta podía conferir cierta autoridad oficial, incluso transmitir cierta amenaza, a veces. En los interrogatorios, daba a entender que tenía un alijo de datos sobre un sospechoso, datos que se disponía a utilizar en su contra. Se recordó que Linda Pallister no era una sospechosa, en realidad. Y desde luego él ya no estaba en el ejército, se dijo mientras seguía pasillo abajo las bonitas piernas de Eleanor. La carpeta era de plástico y de un fucsia chillón totalmente antinatural que desmerecía bastante cualquier autoridad que pudiese entrañar. No contenía nada ni remotamente oficial, solo una fina guía de Sissinghurst del Patrimonio Nacional y un folleto de inmobiliaria de una casita con tejado de paja en Shropshire que había llamado su atención brevemente, muy brevemente.

A Eleanor le gustaba hablar, advirtió Jackson con cierto cansancio, pero la falta de café se estaba cobrando su precio en él. Eleanor se detuvo ante una puerta y llamó con los nudillos.

—¿Linda? —preguntó cuando no hubo respuesta—. Ha venido a verte el señor Brodie.

Ante la ausencia de Linda, Eleanor pareció no saber muy bien qué hacer con él.

—No se preocupe por mí —la tranquilizó Jackson—. Esperaré aquí fuera.

—Voy a ver si encuentro a Linda —repuso ella escabulléndose.

Veinte minutos más tarde, no había rastro de Linda ni de Eleanor. Se dijo que no haría ningún daño echando un rápido vistazo al despacho de la misteriosa y ausente Linda Pallister. Después de todo, tenía la autoridad que le confería la carpeta.

En el despacho reinaba el desorden. El escritorio albergaba todo un batiburrillo de cosas: toscos adornos que parecían obra de niños, bolígrafos, sujetapapeles, libros, papeles, un sándwich de Marks & Spencer todavía sin abrir aunque llevaba fecha del día anterior. Había fajos de papeles y carpetas por todas partes, sin orden ni concierto. No parecía una persona muy pulcra.

El sándwich estaba al lado de una agenda abierta. Todas las citas de Linda Pallister para ese día, incluyendo la suya, estaban tachadas, lo que no parecía muy buen señal. Hojeó la agenda con gesto despreocupado, sin buscar nada en particular («¡Deja de fisgonear en mis cosas!», le había gritado Marlee cuando lo pescó curioseando en su diario.)

El día anterior, la cita con él («J. Brodie») a las dos, que había cancelado, estaba debidamente tachada, al igual que cualquier cita después de «B. Jackson» a las diez. Le pareció una extraña coincidencia. Los dos Jackson. ¿Se había confundido Linda o ese otro Jackson anterior la había perturbado tanto que empezó a cancelarlo todo?

Cuando concertó la primera cita con Linda Pallister, había hablado con ella por teléfono. No le mencionó que era detective privado, porque no lo era, se dijo con insistencia. Iba a ocuparse de ese único caso. («Un argumento engañoso», imaginó que diría Julia.)

Al principio, Linda Pallister le había parecido perfectamente normal y agradablemente eficiente, una conducta que no casaba con el estado de su despacho. La mención del nombre de Hope McMaster no cambió las cosas —Hope ya se había puesto en contacto con ella por correo electrónico con respecto a la partida de nacimiento perdida—, y tampoco los nombres de John y Angela Costello, pero cuando Jackson le mencionó al doctor Ian Winfield, Pallister pareció totalmente desconcertada.

—¿Quién?

—Ian Winfield, y su esposa Kitty. Él era médico especialista en Saint James. Ella era modelo, Kitty Gillespie. Fueron los padres adoptivos de Hope McMaster.

—Los Winfield… —empezó a decir Pallister, y se interrumpió.

Jackson se sintió intrigado, pero asumió que cualquier confusión al respecto se aclararía cuando conociera en persona a Linda Pallister. Esperaba, por ejemplo, que fuera capaz de explicarle por qué John y Angela Costello no existían.

Hope McMaster había tirado del hilo y todas sus creencias anteriores sobre la madeja de su vida habían empezado a deshilvanarse. «Pero tengo que haber salido de algún sitio —le escribió—. ¡Todo el mundo procede de alguna parte!» Jackson pensó que quizá ya era hora de acabar con aquellos signos de exclamación, que empezaban a sonar a ataque de pánico. Pese a sus derroches de simpatía, Hope parecía haber empezado a lidiar con reflexiones existencialistas sobre la naturaleza de la identidad. «¿Quiénes somos, después de todo?» Una pizca de sospecha era cuanto hacía falta, hasta que acababa por devorar en silencio todo lo que uno había creído hasta entonces.

«Muchas de esas antiguas agencias de adopción han perdido sus historiales», escribió para tranquilizarla un poco. Quizá fuera así, se dijo, pero sin duda no era el caso cuando se trataba del registro civil. Hope no había aparecido de repente en la Tierra, plenamente formada, cuando tenía dos años. Una mujer la había traído a este mundo.

«¡Es como si no existiera en realidad! ¡Estoy perpleja!»

Lo estamos los dos, se dijo Jackson. El pasado de Hope McMaster no consistía más que en ecos y sombras; era como echar un vistazo en una caja llena de niebla.

El perro estaba profundamente dormido en la mochila, en el suelo. O eso o estaba muerto. Jackson le dio un suave puntapié, y la mochila se retorció. Se acordó de la mujer junto a la que había despertado. Normalmente no tenía que comprobar que sus
inamoratas
siguiesen vivas a la mañana siguiente. Abrió la mochila y el perro levantó un cansino párpado para mirarlo con la resignación de un rehén pesimista.

—Lo siento. Después de esto iremos a dar un paseo.

El sándwich era de huevo y berros. No era su favorito, aunque tenía tanta hambre que empezaba a parecerle atractivo. El plato de pasta de la tarde anterior en Headrow le había proporcionado un cojín inadecuado para el alcohol y la conducta disoluta que vinieron después. El bocadillo de beicon de un rato antes había desaparecido en las fauces de la resaca. Oyó que un reloj daba las once. Sonó como un campanario de iglesia, incongruente de algún modo en esa zona. Por lo visto se habían olvidado de él.

Se rindió y escribió una nota de esas de «he estado aquí» en el dorso de una de sus tarjetas de visita. La tarjeta —JACKSON BRODIE, INVESTIGADOR PRIVADO— era una de las muchas que había encargado cuando se estableció por su cuenta varios años atrás. Había hecho imprimir mil, qué optimismo. Era probable que no hubiese entregado más de un centenar de ellas, normalmente porque se olvidaba de su existencia.

Dejó la tarjeta encima del sándwich, donde cabía esperar que Linda Pallister la vería. El emparedado de huevo y berros del día anterior estaba a su vez sobre una fotografía, que quedaba prácticamente oculta por el envase triangular. La fotografía parecía dar brincos y pedirle que le permitiera ver la luz del día. Casi le saltó a las manos cuando la destapó. Era una foto antigua, sin enmarcar y con una esquina doblada. No la había visto nunca, pero sin duda había visto recientemente a la persona que aparecía en ella. Nariz respingona, pecas, cierto deje anticuado en las rechonchas facciones: era el vivo retrato de Hope McMaster en la imagen tomada a su llegada a Nueva Zelanda. En el borde superior de la fotografía se veía la huella de un clip oxidado que la había sujetado a algo.

La fotografía sobre el escritorio de Linda Pallister se había tomado en una playa. En una playa inglesa, a juzgar por lo abrigada que iba la niña. Aunque pareciera congelada, tenía una gran sonrisa en la cara. Llevaba el cabello recogido en dos coletas torcidas. Lo primero que haría uno con una cría ilícita sería cortarle el largo cabello, disfrazarla con un nuevo corte de pelo, a lo
garçon
. Pelo nuevo, ropa nueva, un nombre nuevo, un país nuevo.

Habría jurado sobre la Biblia que tenía en la mano una fotografía de Hope McMaster. Le dio la vuelta. Nada. Ni un nombre ni una fecha, por desgracia, y aun así, Jackson experimentó un sentimiento visceral, algo que reconoció de sus días como agente de la ley. Era la reacción de un perro ante un hueso, de un detective ante una pista bien gorda. No sabía qué significaba aquella fotografía, solo que significaba algo tremendamente importante. Invirtió solo un par de segundos en considerar si era ético llevarse la foto antes de meterla en la cartera. Una prueba fotográfica, nunca se sabía cuándo podría hacerle falta.

Entusiasmado con aquel descubrimiento y siguiendo la teoría de que una pista solía llevar a otra, empezó a hurgar en el despliegue de papeles sobre el escritorio de Linda Pallister. Nada de nada. Ni una sola referencia a los Winfield o a los Costello. Probó con los cajones. Más confusión y caos. Pero ahí, en el último cajón —siempre pasaba en el último cajón, en la última puerta, en la última caja—, había otro objeto tratando de emerger a zarpazos de la oscuridad.

—Eureka —musitó para sí.

Era una carpeta, antigua y de papel manila, y en la cara anterior llevaba sujeto un clip oxidado, exactamente del mismo tamaño que la huella dejada en la fotografía de la niñita de las coletas torcidas. Instintivamente y como por arte de magia, deslizó la carpeta dentro de la suya de plástico fucsia. Se sintió como un espía que acabase de descubrir un dosier lleno de secretos. Y en el momento justo, además, pues Eleanor, la de las piernas estupendas y la cara no tan estupenda, decidió volver a aparecer al fin. Jackson advirtió la expresión de su rostro, una mezcla de desagrado y confusión que acabó por convertirse en algo más enigmático. Normalmente hacía falta que las mujeres lo conocieran un poco más para lucir aquella expresión en sus rostros.

—Oh —dijo Eleanor—. Sigue aquí. De hecho, ha entrado aquí.

—La señorita Pallister no ha aparecido —repuso él abriendo los brazos, un mago mostrando su inocencia, como si hubiese podido ocultar a Linda Pallister en su persona.

Eleanor frunció el entrecejo.

—¿Ha llegado a verla esta mañana, en realidad? —quiso saber Jackson.

La arruga en el entrecejo de Eleanor se volvió más profunda. Tenía una de esas caras que más valía dejar en una expresión neutra.

—No lo sé —respondió.

—Quizá esté enferma —sugirió él—. Quizá por culpa del sándwich que no se ha comido.

La expresión del entrecejo pasó a volverse amenazadora. Jackson se fue antes de que lo convirtieran en piedra.

Se refugió en el café más cercano, un sitio italiano y pequeño en el que asumió que sabrían preparar café, y no quedó decepcionado. Se sentó a una mesa en el rincón y, ante un expreso doble, examinó sus trofeos robados.

La fina cartulina de la carpeta manila se había vuelto suave y afelpada con el paso de los años. Así eran las carpetas antes de convertirse en plástico fucsia. Había manejado muchas de ellas en sus tiempos. Por supuesto, hasta la fucsia constituía un anacronismo en esos días de las oficinas sin papel. Linda Pallister no había oído hablar de eso, pensó al acordarse de los dickensianos montones de papeles y archivos en su caótico despacho. Se podría esconder a un niño pequeño —o un perro— allí dentro y tardarían días en descubrirlo.

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