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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (25 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—La verdad es que no vamos a casa, todavía no. Tenemos un par de recados que hacer.

En el banco, le llevó media hora sacar todos sus ahorros de la cuenta. Entretanto, la niña se zampó un plátano y una manzana. Tracy llevaba consigo el pasaporte, sabía qué debía hacerse para prevenir el fraude; no impidió que el cajero se comportara como si estuviera cometiendo un robo. Había cámaras de seguridad por todas partes, y ella iba a salir con treinta mil libras en efectivo en el bolso. Costaba no parecer culpable.

Después, fueron a ver al abogado y Tracy le dio instrucciones de vender la casa. Los abogados eran animales que se movían despacio, se hacía imposible salir de su despacho en menos de dos plátanos. ¿Podía uno ser víctima de una sobredosis de plátano? Oyó la voz de su madre: «Te convertirás en una patata frita con sabor a queso y cebolla, si sigues comiendo tantas». (Pues no, no se había convertido en una patata frita.) Y los plátanos eran pequeños, «de talla reducida», según la etiqueta del supermercado. Tracy se comió uno en el coche y se preguntó qué haría la gente antes de los plátanos. No acababa de entender qué significaba «de talla reducida» en el contexto de un plátano. En cierta ocasión había arrestado a un tipo que vendía ilegalmente pornografía infantil;
Lujos de talla reducida
, se llamaba uno de los vídeos. No había nada inocente. En ningún sitio.

—Y ahora, ¿vamos a casa? —quiso saber Courtney cuando estuvieron de vuelta en el coche.

La cría estaba acostumbrada a que la movieran de aquí para allá como una bola de billar. Los niños no tenían control de adónde iban, ni de con quién iban.

—Dentro de poco. Primero iremos a ver a un hombre. —A través del retrovisor vio a Courtney fruncir el entrecejo—. Un hombre simpático.

Más bien simpático al menos, si la memoria no le fallaba. O en apariencia. También era un estafador, un ladrón y un experto en amaños, pero no le mencionó eso a la niña. Vivía en una casa impresionante en Alwoodley, adquirida sin duda con las ganancias de una vida entera dedicada a delinquir, y puso una encomiable cara de póquer al abrir la puerta y encontrarse a Tracy y una pequeña hada rosa de pie ante sí.

—Inspectora —saludó cordialmente—, y una amiguita. Qué agradable sorpresa.

—Me he jubilado —repuso Tracy.

—Yo también —musitó Reynolds—. Adelante.

Era un tipo menudo y atildado: fular, pantalones de sarga beis planchados con raya, unas de esas zapatillas elegantes que pasaban por zapatos; y debía de hacer un tiempo que tenía el abono de autobús para la tercera edad, aunque Tracy dudaba que Harry Reynolds se moviera en transporte público, sobre todo porque había un Bentley aparcado en la puerta de su casa.

Las condujo a una sala de estar que se proyectaba hacia el exterior, con puertas acristaladas de gran calidad y un estanque con carpas koi justo al otro lado, como si Harry Reynolds quisiera contemplar los caros peces sin tener que abandonar la cámara estanca de su casa.

En el interior, las paredes estaban cubiertas por fotografías enmarcadas de un niño y una niña. Tracy reconoció el uniforme de una escuela elemental de pago cuyo nombre nunca había sabido pronunciar.

—Mis nietos —anunció orgulloso Harry Reynolds—. Brett tiene diez años, y Ashley ocho.

Tracy supuso que Brett era el niño y Ashley la niña, pero en aquellos tiempos ya no había forma de estar seguro. El resto de la decoración era espantosa, con grandes jarrones de vidrio que quizá se habrían considerado obras de arte en los setenta, sentimentales figuras de porcelana de payasos con globos o niños de caras tristes con perros. Un gran reloj de latón con forma de sol adornaba una pared, y en otra se estaba jugando un partido de fútbol en el televisor más grande que había visto en su vida. La delincuencia da sus frutos. Había un sorprendente aroma a pastel horneándose en toda la casa.

—No queremos interrumpir el partido —dijo Tracy con educación, aunque sus años de uniforme vigilando en los sucios encuentros en casa del Leeds United significaran que habría hecho añicos a mazazos la pantalla con muchísimo gusto.

—No, no —repuso Harry Reynolds—. Es un partido de mierda, disculpa mi lenguaje —añadió dirigiéndose a Courtney—. Además, es de Sky Plus, no en directo, puedo verlo más tarde.

Tenía la clase de acento de Yorkshire que Tracy consideraba «de quiero y no puedo». El acento de Dorothy Waterhouse.

Harry Reynolds apagó el televisor y las hizo instalarse en los abultados sofás, grandes como barcazas y tapizados en piel de un tono malva pasado de moda. Parecía un final bien poco digno para una vaca. Harry se excusó y fue en busca de un «refrigerio». El sol brillaba con fuerza en el jardín pero las puertas y ventanas estaban cerradas, sellando herméticamente la casa para protegerla del mundo exterior. Tracy sintió que la blusa se le pegaba a la espalda. La cinturilla de los grandes pantalones la estaba cortando en dos. Siempre se hinchaba en el transcurso del día. Se preguntó por qué le pasaría eso.

Courtney estaba sentada en silencio, mirando por la ventana. Quizá Kelly la había drogado. No era ninguna novedad, si pensaba en los galones de láudano con que las madres solían atiborrar a los niños para tenerlos calladitos. Hoy en día se les daban tranquilizantes y pastillas para dormir a muchos más críos de los que la gente creía. De haber dependido de ella, habría esterilizado a muchos padres. No podía andar diciendo eso, por supuesto, porque hacía que pareciera una nazi. Pero eso no quitaba que fuera verdad.

Le sonó el teléfono. «Für Elise.» Hurgó en el bolso hasta encontrarlo, esperando que fuera el interlocutor misterioso. Frunció el entrecejo al ver la pantalla. «Barry», decía. La recorrió una oleada de miedo, ¿habría descubierto algo sobre Courtney? Dejó que saltara el buzón de voz.

Harry Reynolds volvió a la habitación cargado con una bandeja. Otra vez «Für Elise». Otra vez Barry. Otra vez el buzón de voz.

—¿Problemas?

—Solo un pesado que llama —repuso ella quitándole importancia.

«Für Elise» otra vez. Por el amor de Dios, se dijo, déjalo ya, Barry.

—¿Quieres que haga algo?

Tracy se preguntó qué sería «hacer algo» para alguien como Harry Reynolds.

—No —contestó—. Probablemente es una de esas llamadas generadas por ordenador. De India o Argentina o algún sitio así.

—Malditos negros —soltó Harry Reynolds—. Nos están invadiendo en todas partes. Vivimos en un mundo distinto, últimamente.

Dejó la bandeja. Una tetera, tazas y platillos de porcelana buena, zumo de naranja y un plato con bollos calientes. Con mantequilla y un poquito de mermelada. Le acercó el plato de bollos a Tracy.

—Recién salidos del horno, los he hecho yo mismo. Uno tiene que mantenerse ocupado, ¿verdad?

—Sí —repuso ella—, y tanto.

Iba a pasar de los bollos, pero no pudo resistirse. Llevaba todo el día funcionando con solo dos barritas Weetabix y medio donut endurecido. Oh, sí, y dos galletas de chocolate y naranja. Y un bocadillo de atún del picnic. Y una bolsa de patatas con sal y vinagre. Y un puñado de palitos de zanahoria, aunque eso apenas contaba. Era sorprendente, cuando se hacía la cuenta. El año anterior se había apuntado al club de adelgazamiento Slimming World y tuvo que llevar un «diario de comidas». Al cabo de un tiempo había empezado a inventárselo. «Tostaditas de centeno, requesón, palitos de apio, dos manzanas, un plátano, ensalada de atún para la hora de comer, pollo a la plancha, judías verdes para cenar.» No podía admitir toda la basura que se metía entre pecho y espalda el día entero. La primera semana ganó peso, y nunca más volvió.

—La mermelada de frambuesa también la he hecho yo —comentó Harry Reynolds—. Hay un sitio donde puede recogerlas uno mismo junto a la A65, justo pasado Guiseley. ¿Lo conoces?

—No, me parece que no.

Como si fuera a conocerlo. No había recogido nada en la vida aparte de arañazos y algunas margaritas, y lo de estas últimas era más una suposición que un recuerdo propiamente dicho. Mordisqueó un bollo. Lo notó caliente y mantecoso en la boca, y la mermelada le supo dulce y ácida a un tiempo. Se comió el resto, tratando de no parecer glotona.

—Un pecado muy rico —dijo Harry Reynolds entre risas, y mordió un bollo.

Los bollos hicieron que cobrara conciencia del montón de cosas que podía haberse perdido en la vida. Como desviarse en la A65 para ir a un sitio donde podías recoger tú mismo la fruta. Una vez había acudido allí por un asesinato, al sur de Otley. Una prostituta a la que habían llevado a dar su último paseo para luego arrojarla a una zanja. Le habían llegado rumores de que Harry Reynolds había tenido los dedos en esa masa en particular, negociando con chicas y pornografía en los años sesenta, pero a Tracy no le parecía esa clase de hombre. Un pecador pero una ricura. Pensó en la madama en su casa de Cookridge repartiendo jerez y frutos secos. Eso fue en los setenta, por supuesto. No había nada inocente. Norah, así se llamaba; Norah Kendall.

—¿Conociste a Norah Kendall? —le preguntó a Harry Reynolds.

—Oh, Norah —contestó él riendo—. Vaya mujerón. —Y añadió con tono de admiración—: Tenía buena cabeza para los negocios. Desde luego era un mundo distinto, ¿no crees, inspectora? Libros sucios en la trastienda y tipos con gabardina exhibiéndose ante alguna que otra colegiala. Qué inocencia. —Exhaló un suspiro nostálgico.

Tracy se mordió la lengua. De la inocencia no se acordaba.

—Hoy en día no hay quien diferencie a una prostituta de una buena chica —prosiguió Harry Reynolds—. Todas se visten como si hicieran la calle, y también se comportan así.

—Lo sé —contestó, sorprendida por estar de acuerdo con alguien como Harry Reynolds.

Pero era verdad, cuando una veía a las jovencitas con esos taconazos, vestidas como fulanas con serrín en la cabeza dando tumbos por ahí una noche de sábado en el centro de Leeds, pensaba ¿para esto nos arrojamos bajo los caballos, tuvimos arcadas por culpa de los tubos con los que nos obligaban a comer, padecimos el ridículo, la humillación y el sufrimiento, solo para que las mujeres pudiésemos comportarnos peor que los hombres?

—Hoy en día son peores que los tíos —dijo Harry Reynolds.

—Es biológico —explicó Tracy—, no pueden evitarlo: tienen que atraer a un macho, aparearse y morir. Son como cachipollas.


O tempora o mores
—recitó él.

—No te tenía por un clasicista, Harry.

—Soy como un iceberg, inspectora, llego muy hondo. —Le hincó los dientes falsos y relucientes a un bollo y rumió un momento—. Hay demasiada gente en el planeta. Se sacrifican ciervos, pero no está permitido sacrificar a la gente.

Fue como un eco desafortunado de lo que Tracy estaba pensando unos instantes antes. Sonaba más fascista de labios de Harry que en sus pensamientos.

¿Habría hecho asesinar a gente Harry Reynolds?, se preguntó. Posiblemente. ¿La perturbaba que así fuera? No tanto como debiera.

—He visto que nuestro amigo Rex Marshall encontró por fin el agujero dieciocho —dijo Harry Reynolds.

—No era amigo mío —musitó ella con la boca llena de carbohidratos—. Y habría dicho que tuyo tampoco.

—Éramos miembros del mismo club de golf. Es como estar con los masones. Lomax, Strickland, Marshall, a todos les gustaba hacer un recorrido con uno. Incluso a Walter Eastman en sus tiempos.

—No sé por qué me sorprendo. —Tracy se tragó el último pedazo de bollo y preguntó—: ¿Harry?

—¿Inspectora?

—¿Te acuerdas de 1975?

—La copa mundial de críquet se celebró en Headingley en junio. Los australianos jugaron contra nosotros. Inglaterra quedó eliminada por noventa a tres. Los de las Indias Orientales los derrotaron, al final. Di lo que quieras de los negros, pero saben jugar al críquet.

—Sí, bueno, aparte de eso. ¿Recuerdas el asesinato de una mujer llamada Carol Braithwaite?

—No —contestó él mirando sus peces a través del ventanal—. Me temo que no. ¿Por qué?

—Por nada. Solo me lo preguntaba.

La niña se había zampado ya el zumo y dos bollos y se la veía un poco más animada. La diadema plateada se le había torcido y tenía la boca manchada de mermelada de frambuesa. La varita estaba en el sofá, a su lado. Apretó los puños y luego los abrió como estrellas. Por lo visto aquella era la señal de aprobación definitiva. Volvió a coger la varita y a encarnar su papel.

—Ten cuidado con eso —advirtió Harry Reynolds con una sonrisa indulgente—. No vayas a echarnos algún hechizo.

Courtney lo miró fijamente.

—Esta cría habla por los codos, ¿eh? —comentó Harry Reynolds—. Está bien de la azotea, ¿no?

—Por supuesto que sí —repuso Tracy con irritación.

Con un pañuelo de papel, trató de limpiar la mermelada de frambuesa de la cara de Courtney, sin conseguirlo. Había también restos arqueológicos de bocadillo de atún, donut y chocolate. Comprendió que cuando volviera al supermercado tendría que pasar al siguiente nivel: las toallitas húmedas.

—Bueno…, llevábamos mucho tiempo sin vernos, inspectora —comentó Harry Reynolds—. Ahora los dos somos civiles, ¿eh? ¿Otro bollo?

—No, gracias. Bueno, igual sí. Venga. ¿De verdad estás fuera del circuito, Harry?

—Tengo más de setenta años —repuso él—. Desde la última vez que nos vimos, mi mujer murió, de cáncer. La cuidé hasta el final, murió en mis brazos. Pero no puedo quejarme, tengo una hija maravillosa, Susan, y me deja aquí a mis nietos constantemente. Los malcrío terriblemente, pero ¿por qué no? En mis tiempos era distinto, un buen sopapo en la oreja y pan untado con manteca con el té si tenías suerte…

Tracy notó que cabeceaba. Se preguntó si a Harry Reynolds le importaría, o si lo advertiría siquiera, si se tendía en su sofá grande como una vaca y echaba un sueñecito.

—… y, por supuesto, vienen todos los domingos a tomar un buen asado, con toda su guarnición. Me gusta preparar postres como Dios manda: pastel de frutas, bizcocho, brazo de gitano. Ya casi nadie hace esas cosas, ¿verdad? Postres de Yorkshire…, ¿quién los prepara hoy en día?

Tracy casi pudo oler el aroma de la carne asada y las verduras demasiado hechas. Durante un instante estuvo de vuelta en la casita de Bramley, con el aire mortecino de las mañanas de domingo, y su madre «dando cuenta» de una copa de jerez de las grandes.

—Uno habría jurado que la comida del domingo era un festín inamovible —prosiguió Harry Reynolds—. Una costumbre inmemorial; nunca se me habría ocurrido que podría verse reemplazada por una pizza o comida para llevar de los chinos. No es de extrañar que este país se haya ido a la porra.

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