¡Era genial! ¡Me habría puesto a aplaudir de alegría! Al final se descubre todo… solo hay que tener paciencia y observar bien.
Cuando iba a paso ligero con Cézanne por el Boulevard Saint-Germain para coger el metro en dirección a la Gare de Lyon, sonó mi móvil. Me lo llevé a la oreja y oí una voz infantil que cantaba de fondo antes de que Bruno empezara a hablar.
—
Comment ça va?
Bueno, ¿cómo te va? —preguntó.
—Estupendamente —contesté—. He dormido poco las últimas noches, pero por lo demás…
—Suena bien. Y… ¿qué hace esa misteriosa mujer?
—No te lo vas a creer, pero en este momento voy hacia Le Train Bleu…
—¿A Le Train Bleu? ¿Ese restaurante para turistas? ¿Qué vas a hacer allí?
—¡Voy a ver a la mujer misteriosa!
Bruno soltó un silbido.
—¡Enhorabuena, amigo! ¡Sí que ha sido rápido! Y… ¿quién es por fin?
Tiré de la correa de Cézanne para alejarlo de una columna de anuncios en la que quería hacer su pipí.
—Bueno, todavía no lo sé.
—¡Oh! —Bruno pareció confuso por un instante, luego añadió—: ¡Ooooh! ¿Es que tienes una cita a ciegas?
—No exactamente. Más bien juego a ser Hércules Poirot.
Le conté a Bruno en pocas palabras lo que había pasado desde nuestra conversación en La Palette. Y me di cuenta de que habían ocurrido muchas cosas. La excursión a los contenedores de basura y mi encuentro con la mancuerna de madame Vernier, mi visita nocturna a Soleil, la mujer que había preguntado por mí en el Duc, mi sospecha de que June había vuelto, las cartas que habían ido de un lado para otro, la pesadilla de la figura de pan… y mi grandiosa idea de sorprender a la Principessa en la estación.
—Da gracias de que no sea June —dijo Bruno con sequedad—. La cosa no habría funcionado entre vosotros. Acuérdate de que siempre estabais discutiendo.
—Bueno, sí —protesté—. June era un poco fogosa.
—Más bien un volcán, si me lo permites. ¡Siempre con sus explosiones y un peligro para la vida!
Sonreí.
—Tampoco era para tanto. Bruno, voy a entrar en el metro, luego te llamo.
Ya iba a retirarme el móvil de la oreja cuando todavía oí que Bruno decía algo.
—¡¿Qué?! —grité ya por las escaleras.
—¡Que me apuesto una botella de champán a que es esa pintora! —gritó Bruno.
—¿Quién? ¿Soleil? Está enamorada de un idiota que no se merece.
—¿Y si ese idiota eres tú?
—¡Qué tonterías dices, Bruno! Soleil es como una hermana para mí —dije impaciente—. Además, todo esto no le pega nada. No escribe cartas de otros tiempos. Hace hombrecitos de pan y practica el vudú.
—
Y
tú has estado por la noche en su dormitorio,
y
ella estaba desnuda,
y
no se sintió incómoda,
y
al día siguiente de pronto se le había pasado la crisis,
y
dice que la magia ha funcionado —enumeró Bruno.
—
Y
tú vuelves a ver fantasmas —repliqué.
—¿Qué apostamos? —Bruno insistía en mantener su nueva teoría.
—Está bien, si quieres pagar una botella de champán… —Me reí. Bruno también se rio.
—Ya veremos —dijo.
La Gare de Lyon es la única estación de París en la que hay palmeras de verdad en los andenes. Palmeras de gran tamaño, un poco polvorientas, no demasiado vistosas —se nota la falta de sol—, pero a pesar de todo un tímido anuncio del sur. Pues de la Gare de Lyon parten los trenes que van al sur de Francia y al Mediterráneo.
Además, en la primera planta de la Gare de Lyon se encuentra el más bello restaurante de estación del mundo: Le Train Bleu.
Llamado así por el legendario Tren Azul que circuló entre París y la Costa Azul hasta los años sesenta, su gigantesca sala de casi doce metros de altura, con las suntuosas pinturas del techo que representan las distintas etapas de un viaje a la costa mediterránea, las lámparas y los adornos dorados, las estatuas y las enormes ventanas redondeadas que permiten ver las vías, respira el espíritu de la Belle Époque. Una época en la que no se hablaba de turistas, sino de viajeros, cuando el mundo era inmensamente grande y uno se acercaba a su destino rodando con tranquilidad, viendo pasar los paisajes cambiantes, y en la que había una relación entre la distancia y el tiempo que se empleaba en recorrerla, no como ahora, cuando se puede volar a casi cualquier capital del mundo en un fin de semana, un dudoso triunfo sobre el tiempo y el espacio, ya que el cuerpo y el espíritu necesitan adaptarse.
Yo no iba allí con frecuencia, en realidad solo cuando tenía invitados que habían oído hablar del famoso Le Train Bleu. Entonces los llevaba para que lo conocieran y me pedía mi
chateaubriand
con salsa bearnesa, un plato algo pasado de moda que en los restaurantes posmodernos de París ya apenas se encuentra en la carta y que en Le Train Bleu preparan muy bien.
Pero cada vez que entraba en la enorme sala me sentía impresionado por la elegancia y la belleza que reinan en ella. Observaba las pinturas murales, en las que se pueden ver las pirámides, el viejo puerto de Marsella, el teatro de Orange o el Mont Blanc, y pensaba con pena y cierta nostalgia en el increíble y ya desaparecido lujo de los viajes de otros tiempos, tan diferentes de lo que hoy llamamos «vacaciones».
Tempi passati!
El gran reloj redondo que cuelga al fondo del restaurante marcaba las doce y cuarto, y un ruido de voces ensordecedor, anacrónico, llenaba la gran sala.
Un grupo grande de turistas ocupaba las filas de bancos de cuero marrón oscuro, entre los que estaban las mesas de manteles blancos, y se lanzaban sobre el menú de mediodía que los camareros vestidos de negro les servían en enormes bandejas de plata. Era un grupo de holandeses bien alimentados y de buen humor, cuya actitud contrastaba con la plácida distinción que reinaba en el resto de la sala: gritaban, gesticulaban con los tenedores en el aire, se hacían fotos, volcaban alguna que otra copa de vino, y soltaron sonoras carcajadas cuando alguien hizo un brindis.
Fascinado, me quedé mirando el conglomerado de bocas que se abrían, cabezas que asentían y brazos que gesticulaban. Todos parecían unirse en una única molécula vibrante. Llevaban la clásica ropa de los turistas de todo el mundo: camisetas sin mangas, pantalones cortos y zapatillas de deporte Goretex que respiran y tienen triple suela reforzada. Estaban disfrutando mucho, pero aquello ya no tenía nada que ver con la elegancia de los viajeros.
Cézanne soltó algunos gemidos, dejó la lengua colgando, y yo acorté un poco la correa antes de que se lanzara a la pierna semidesnuda de algún holandés. Cézanne adora la piel desnuda.
Recorrí las distintas salas siguiendo la larga alfombra roja y observando las mesas a derecha e izquierda en busca de un rostro que me resultara conocido. Tal vez fuera demasiado pronto. Ningún francés que se precie está comiendo a las doce del mediodía.
La parte posterior del restaurante estaba más tranquila. Allí había muy pocas mesas ocupadas. Retrocedí sobre mis pasos hasta llegar al bar que da a las salas principales. Me senté en una de las mesas bajas y pedí un Martini para mí y un cuenco con agua para Cézanne. Y esperé.
¿Vendría la Principessa?
Nervioso, di un trago y observé a dos hombres que estaban sentados a la mesa que había a mi lado disfrutando de un desayuno tardío. Aunque por la mañana yo solo había tomado un café, no tenía nada de hambre.
Intenté imaginar que ya estaba delante de la Principessa y le decía algo, pero no es fácil imaginar algo cuando no se tiene ni idea de qué aspecto tiene la persona con la que pretendes hablar.
Me acordé entonces de las palabras de Bruno. Tuve que pensar en la mirada que me había lanzado Soleil cuando dijo «Creo que ya ha funcionado» y, nervioso, me mordisqueé el labio inferior. Por un momento vi ante mí a Soleil dormida, echada sobre las sábanas blancas, en toda su belleza, y de pronto me sentí extrañamente bien.
¿No había dicho la Principessa en una de sus cartas que había soñado conmigo y que por la noche yo estaba delante de su cama? Me recliné en el respaldo del sillón de cuero y me quedé mirando al vacío. ¿Podría ser? ¿Tenía razón Bruno y era Soleil la que iba a parecer de un momento a otro?
En cualquier caso, yo tenía la sensación de que cada vez era menos capaz de pensar con claridad. Por mí la Principessa podía ser también madame Vernier o la cajera de la sección de alimentación de Monoprix —aunque no habría sido esta mi primera elección—, pero todo era mejor que aquella incertidumbre. En realidad, cada mujer tenía su propio encanto.
Me puse de pie, saqué algunas monedas y las dejé sobre la mesa. Luego le hice una seña a Cézanne y volvimos a dar una vuelta por el restaurante.
El grupo de holandeses había desaparecido. Solo quedaban algunas mesas ocupadas, y un suave murmullo llenaba de forma agradable el ambiente.
Miré hacia la entrada, donde una familia se encontraba ante la mesa con el libro de reservas abierto mientras la recepcionista les adjudicaba una mesa.
—
Est-ce que je peux vous aider, monsieur?
¿Puedo ayudarle en algo, señor? —Un camarero que sujetaba en la mano una bandeja con una jarra de agua y dos copas apareció en mi campo visual y me miró con gesto interrogante.
Yo sacudí la cabeza.
—No, no, solo estoy buscando a una dama con la que he quedado.
Avancé unos pasos más, pero el camarero me siguió como si fuera mi sombra.
—¿Ha reservado una mesa, monsieur?
Volví a sacudir la cabeza, confiando en que el hombre de negro me dejara de una vez en paz.
—¿Quiere dejar ya su abrigo en el guardarropa, monsieur?
Me detuve de forma tan brusca que el camarero tropezó conmigo. La jarra no aguantó el frenazo y él perdió el equilibrio. Noté algo húmedo en la espalda.
—¡Oh, Dios mío, disculpe, monsieur! —Con un rápido movimiento el camarero dejó a un lado la bandeja y sacó una servilleta de tela con la que empezó a limpiarme nerviosamente el abrigo—. ¡Gracias a Dios era solo agua!
Mon Dieu, mon Dieu!
¿No prefiere quitarse el abrigo, monsieur?
Me giré y le lancé una mirada de odio. ¡Si volvía a decir «monsieur» le iba a retorcer el cuello!
—Me quedo con el abrigo puesto —gruñí, y metí las manos en los bolsillos de mi
trench
con decisión—. Y ahora, si me disculpa,
por favor
. ¡Tengo cosas que hacer!
Di un par de pasos, miré alrededor y comprobé con satisfacción que el camarero, muy sorprendido, se había quedado parado. Sus ojos habían adquirido una expresión de desconfianza. Probablemente me había tomado por un desastrado detective privado que espiaba a esposas infieles, y yo casi empezaba a sentirme así.
El reloj marcaba la una y cinco. ¿Dónde estaba la maldita Principessa?
Volví a inspeccionar las mesas para ver si veía a alguna mujer conocida. Y entonces yo también me detuve muy sorprendido. ¡No me podía creer lo que estaba viendo!
Dos mujeres se habían sentado a una mesa bajo el reloj de la estación. Una era una joven con vaqueros y el pelo rubio recogido en una coleta —esta se movió alegremente cuando cogió la carta—. La otra era una pelirroja llamativamente voluminosa y con unos enormes pendientes de aro dorados.
Era Jane Hirstmann, y me hacía señas con gran entusiasmo.
Yo no suelo rezar a menudo. Solo cuando tengo un problema realmente grande me acuerdo de que es posible que haya un Dios que puede evitar lo peor cuando se le pide con insistencia.
Cuando vi a Jane haciéndome señas tan contenta me volví a acordar del Padre celestial.
«¡Buen Dios, por favor! —recé para mis adentros—. ¡Que no sea Jane! ¡Por favor, haz que no sea Jane la que ha escrito esas maravillosas cartas! ¡No es posible! No puede ser, pues si no…».
Bien, ¿qué pasaba si no?
Si no, se derrumbaría todo el bello castillo de fantasías que había construido en torno a la misteriosa Principessa, una mujer muy especial, una Circe seductora que era tan fascinante como erótica, inteligente y perspicaz, y que estaba perdidamente enamorada de mí.
Pero era Jane la que estaba sentada en Le Train Bleu, a mediodía, en compañía de una amiga que podría ser su hija. ¡Era inconcebible! Decepcionado, mi corazón se encogió como un globo que pierde de golpe todo el aire.
—¡Jean-Luc! —gritó Jane sin dejar de hacerme señas—. ¡Yuju, Jean-Luc! —Su cara tenía una expresión radiante—.
How are you?!
Yo asentí angustiado y me acerqué lentamente a la mesa.
—Hola… Jane. —Se me encogió el estómago, pero conseguí lanzar una sonrisa forzada—. ¡Menuda sorpresa! No… no sabía que estaba usted en París.
—Sí, ha sido una decisión repentina —dijo, y sonrió—. Pensaba llamarle.
So good to see you, my friend!
Se puso de pie y me estampó un sonoro beso en la mejilla. Yo me estremecí, pero ella no lo notó.
—Por favor, siéntese y coma con nosotras. Ayer llamé al Saint-Simon y pregunté por usted, porque no pude localizarle en la galería. Mi estúpido
mobile
no funciona, ¡han desaparecido todos los números! Pero fíjese, ¡ha salido bien! ¡Yo lo llamo «transmisión de pensamiento»! —Me miró muy contenta—. Y bien, ¿qué hace
usted
aquí, Jean-Luc?
¿Me lo imaginé o me había guiñado un ojo?
—¿Yo…? Bueno, yo… eh… —tartamudeé con insistencia—. En realidad estaba buscando a alguien…
—Pues ya puede dejar de buscar, pues nos ha encontrado a nosotras,
darling
, jajaja. —Jane se rio de su propio chiste.
¿Era un chiste?
—Esta es mi sobrina Janet. Estudia historia del arte. —Jane señaló a la joven que estaba a su lado—. Janet, este es Jean-Luc, del que te he hablado tanto. Tienes que ver su galería sin falta.
Amazing, just amazing!
Te gustarán los cuadros.
Janet me tendió la mano con una sonrisa.
—¡De eso estoy segura! El galerista también me gusta —dijo con naturalidad.
Yo sonreí abrumado. Todavía me encontraba dentro de mi propia película.
—¡Janet, no pongas a Jean-Luc en un apuro! —dijo Jane—. Mi sobrina es siempre así de directa —añadió dirigiéndose a mí.
—¿Su sobrina? —repetí yo como un idiota.
Jane asintió con orgullo.
—Sí, mi sobrina. Es la primera vez que Janet viene a Europa, llegamos hace dos días. Hemos alquilado un apartamento precioso en el Marais y le estoy enseñando los encantos de París.