—¿Así que no se va en tren? ¿A Niza? —insistí.
Jane me miró sin entender nada.
—Pues no, Jean-Luc, ¿por qué dice eso? —Sacudió sus rizos rojos—. Solo vamos a comer mientras admiramos un poco el restaurante, no vamos a coger ningún tren.
—Eh… bueno… ¡este sitio es precioso! —exclamé con alivio. Luego sonreí lleno de felicidad. ¡La buena de Jane! Me caía bien—. ¡Qué magnífica idea!
Debí de parecer un poco chiflado, porque Jane intercambió una mirada de asombro con su sobrina como queriendo decir: «Normalmente no es así».
Luego me tendió la carta y preguntó:
—¿Va todo bien, Jean-Luc?
Yo asentí, y di gracias a Dios por haber escuchado mi súplica. Respiré profundamente, suspiré sonriendo y miré alrededor ya más relajado.
Ante mí estaba sentada Jane, que era simplemente Jane y nada más. Estaba con su sobrina, que no era su amiga y no quería coger ningún tren a Niza. El mundo volvía a estar en orden, la Principessa no había aparecido y yo tenía de pronto un hambre canina.
—¿Por qué no viene con su sobrina a la inauguración de nuestra exposición el 8 de junio, me gustaría mucho que asistiera? —Mastiqué un trozo de mi
steak au poivre
y pinché un par de patatas fritas finas y alargadas con el tenedor.
—¡Oh, sí, Jane, tenemos que ir! —exclamó Janet entusiasmada—. Ese día estaremos todavía en París, ¿no?
Jane sonrió satisfecha ante el entusiasmo de su sobrina.
—Creo que se podrá arreglar. ¿Quién expone?
—Una artista muy interesante que se ha criado en las islas de las Indias Occidentales, Soleil Chabon, ya expuso hace dos años en la Galerie du Sud. Y esta vez hemos pensado algo muy especial, una pequeña presentación en los salones del Duc de Saint-Simon, que podríamos alquilar para la ocasión.
—¡Eso suena fantástico!
What a very special place
.
Nuestras miradas se cruzaron por un instante, y tuve la certeza de que Jane pensó en aquella mañana en el Saint-Simon en que June apareció de pronto gritando delante de su cama. Jane sonrió y tomó un sorbo del vino blanco de su copa.
—Siempre me ha gustado hospedarme allí, se tiene la sensación de estar en otro siglo —le dijo a Janet—. Te gustará.
En otro siglo
… Mientras Jane describía el hotel a su sobrina, yo empecé a pensar en otras cosas. Mi pequeña amiga de otro siglo no había venido, o al menos yo no la había visto. Pensativo, dirigí la vista hacia la enorme ventana ante la que estábamos sentados y miré hacia abajo, a las vías. En el andén 3 un tren esperaba su salida. Los últimos viajeros subían a él con sus maletas, un hombre abrazaba a una mujer, manos que se agitaban decían adiós. La nostalgia flotaba como una pequeña nube blanca sobre el andén.
¿Hay alguna imagen que describa mejor las despedidas que un tren que va a partir? Dejé vagar mi mirada hasta el final del andén y me reí de mi repentino ataque de filosofía. A diferencia de los aeropuertos, las estaciones de tren siempre me ponen un poco sentimental.
Y entonces, poco antes de que por fin saliera el tren del andén 3, vi al fondo a dos mujeres que estaban de pie junto a su equipaje. Una tenía una melena oscura que le llegaba por los hombros y llevaba un veraniego vestido rojo que el viento movía alrededor de sus esbeltas piernas. La otra estaba de espaldas a mí. Llevaba un traje de chaqueta de color claro. Y el pelo liso y rubio le llegaba casi hasta la cintura. Se giró un poco hacia un lado, le dijo algo a su amiga, y un rayo de sol deslumbrante acarició por un instante su silueta juvenil. La luz se confundió con su pelo sedoso y pareció atravesarla, y yo me quedé sin respiración.
El tiempo se detuvo. No, fue hacia atrás, voló hacia el mar azul, a través de años, meses y días, hasta llegar a ese momento del verano en que un estúpido quinceañero se enamoró de la chica más guapa de la clase.
Miré fijamente el andén, mi corazón empezó a palpitar, luego se cortó la imagen. Indignado, sacudí la cabeza.
Un empleado pasó por delante de las dos mujeres y ayudó a un señor mayor a subir su equipaje al tren. Ellas se apartaron a un lado. Entonces sonó la señal, las puertas se cerraron automáticamente, y el tren se puso en movimiento.
Las dos mujeres habían desaparecido como si nunca hubieran existido.
Pero yo estaba seguro de que durante una décima de segundo había visto a Lucille.
—¿Verdad, Jean-Luc? ¿Jean-Luc? ¿Qué le pasa? Parece que ha visto un fantasma.
Jane me miró con gesto interrogante. ¿Cuánto tiempo había estado mirando por la ventana? Daba igual.
—
Pardon
. —Dejé la servilleta junto al plato y me levanté a toda prisa—. Perdón. ¿Me disculparían un momento? Enseguida vuelvo. He… tengo que… había alguien en el andén… ¡Enseguida vuelvo! —Sonreí, y me sentí un poco estúpido.
Me dirigí hacia la puerta a toda prisa ante la sorprendida mirada de Jane y Janet. Cézanne, que había estado esperando pacientemente debajo de la mesa, me siguió, soltando alegres ladridos y arrastrando la correa por el suelo.
La cogí a la carrera y me lancé por las escaleras del restaurante con mi perro. Cézanne olisqueó brevemente una de las dos pequeñas palmeras sujetas con una cadena que había en unos tiestos de terracota al pie de la escalera.
—¡Cézanne, vamos! —grité, tirando impaciente de la correa. Cézanne dio un salto y soltó un gemido. El estúpido perro se había enganchado en la cadena, y ya podía tirar yo de la correa todo lo que quisiera que así no iba a salir de allí nunca.
—¡Quédate aquí sentado, Cézanne! ¡Siéntate! ¿Me oyes?
Cézanne lloriqueó y se sentó bajo la palmera.
—Enseguida vuelvo. ¡Siéntate!
Me abrí paso entre la gente que tiraba de su maleta y parecía tener todo el tiempo del mundo. Yo no tenía tiempo. ¡Tenía que alcanzar a la Principessa!
Al llegar al andén 3 me detuve de golpe y miré alrededor. A la izquierda, a la derecha, de frente… ¿Dónde estaba la mujer del pelo de hada que tanto me había recordado a Lucille?
Recorrí de nuevo todo el andén, observé los demás andenes y, decepcionado, decidí volver.
Una mujer mayor sin equipaje venía hacia mí, y sus ojos azul claro me miraron con compasión.
—
Vous êtes trop tard
, llega usted tarde, joven, el tren de Niza ya ha salido —dijo sacudiendo la cabeza—. Acabo de dejar en él a mi hija.
Apreté los labios y asentí con amargura.
Trop tard!
Era verdad que había llegado demasiado tarde. Y de nuevo estaba allí, con las manos vacías y un montón de preguntas.
¿Podría ser Lucille la mujer que acababa de ver? ¿Qué probabilidad había de que una chica le declare, con treinta años de retraso, su amor a un chico al que en su momento rechazó y al que ahora manda cartas de princesas?
Antes criarían pelo las ranas.
Lo único que estaba claro ese domingo era que a mediodía había salido un tren con destino a Niza.
Y que las averiguaciones de Hércules Poirot en el caso Principessa no habían llegado muy lejos.
Si Hércules Poirot hubiera prestado más atención habría visto a una joven con un vestido veraniego que le observaba sonriendo desde el fondo de la estación y salía de ella sin llamar la atención.
¡Cézanne había desaparecido!
Observé atónito la palmera que seguía allí, vacía y solitaria, con su cadena. Miré alrededor. A la derecha, a la izquierda, de frente… ¿Es que me iba a pasar todo el día igual?
—¡Cézanne! —grité, y eché a correr por la estación—. ¡Cézanne!
¡Dios mío! ¡Esperaba que no hubiera salido de la Gare de Lyon y estuviera ya bajo las ruedas de un coche!
—¡Cézanne… Cézanne… Cézanne! ¿Dónde estás, Cézanne? —En mi estado de pánico, no presté atención a las personas que me lanzaban miradas de asombro. Algunas se echaron a reír. Tal vez creyeran que mis gritos marcaban el comienzo de un
happening
artístico.
—¡Inténtalo en el Musée d’Orsay! —gritó un hombre que estaba apoyado en un quiosco con su botella de aguardiente.
Unas chicas con vaqueros y mochilas a la espalda se detuvieron y me miraron con expectación. ¿Iba a haber algo más?
—¿Qué estáis mirando? ¡Cézanne es mi perro! —solté de mal humor. Luego miré hacia arriba y vi a Jane y Janet, que estaban en el restaurante y golpeaban los cristales de la ventana.
Una hora más tarde iba sentado en el metro. Sujetaba en mis manos una correa, y al final de esa correa estaba Cézanne, tumbado a mis pies, manso como un corderito y sin dejar de mirarme.
Tras una alegre excursión por la Gare de Lyon, en la que según decían los testigos no se había privado de levantar la pata en cada una de las palmeras grandes de los andenes, de pronto había salido corriendo hacia la entrada, donde al parecer había encontrado algo interesante, y se había puesto a ladrar a los taxistas que esperaban en la calle. Uno de ellos había llamado a la policía de la estación, y allí era donde yo había recuperado a mi perro.
Jane y Janet, que desde su palco de la ventana tenían una vista privilegiada, habían visto entre atónitas y divertidas a un policía uniformado cruzando la estación con un dálmata. Minutos después apareció un loco (yo) y se puso a gesticular y dar gritos.
Y entonces las dos mujeres empezaron a golpear el cristal y yo fui corriendo al restaurante y luego a la policía.
—
C’est votre chien?
¿Es suyo este perro? —preguntó el hombre de uniforme de muy mal humor. Cézanne empezó a mover el rabo, loco de contento, cuando me vio.
—¡Sí, sí! —asentí—. Cézanne, ¿qué has hecho? Te dije que me esperaras. —Le acaricié la cabeza.
—Debe cuidar mejor de su perro, monsieur, su conducta es muy irresponsable. Los perros tienen que ir
siempre
atados por la estación. —Me lanzó una dura mirada—. Tiene suerte de que no haya pasado nada más.
Yo asentí sin decir nada. Hay que saber cuándo guardar silencio.
¿Habría tenido sentido darle alguna explicación sobre las situaciones excepcionales que a veces obligan a dejar solo al perro durante un momento porque su correa se ha enganchado en una palmera encadenada? ¡No!
Monsieur Yo-soy-aquí-el-jefe me entregó una hoja, y yo la firmé. Pagué la multa sin protestar, y Cézanne y yo quedamos en libertad.
Había tenido domingos mejores en mi vida, pero también peores, pensaba mientras salía con Cézanne de la estación de metro de Odéon a la clara luz de una soleada tarde de primavera en París.
Había que ser justo: la operación Train Bleu había fracasado, pero ahora tenía la tranquilizadora certeza de que Jane Hirstmann no era la Principessa (algo que yo antes jamás había tenido en consideración, pero que podría haber ocurrido). Y me resultaba interesante el hecho de que hubiera dos mujeres junto al tren con destino a Niza, una de las cuales tenía el aspecto que podría tener Lucille hoy, lo que ampliaba un poco más el círculo de sospechosas. Y Cézanne corría sano y alegre a mi lado, lo que podría considerarse un pequeño milagro a la vista del tráfico que hay siempre frente a la Gare de Lyon.
Decidí ser agradecido, a pesar de lo cual sentí un cierto cansancio cuando avanzaba por el Boulevard Saint-Germain y entré luego en la Cour du Commerce Saint-André.
En el pasaje lleno de pequeñas tiendas y cafés reinaba un gran bullicio, y me dejé arrastrar por él. Pasé por delante de una tienda de regalos muy especiales, donde había globos antiguos, barcos piratas y relojes de música, por delante de Le Procope, uno de los restaurantes más antiguos de París, y frente a una bonita tienda de bisutería que tenía el seductor nombre de Harem y reunía todos los tesoros de Oriente. Los adornos brillaban con colores brillantes a través del escaparate, hacia el cual miraba, como hechizada, una joven con el pelo recogido y una túnica verde esmeralda. Una pareja de enamorados se detuvo también delante del escaparate, y la chica de la túnica se apartó un poco y se volvió hacía mí.
—
Bonjour, monsieur Champollion!
Hizo un leve movimiento de cabeza y sonrió con timidez.
Debo admitir que después de los acontecimientos de ese domingo ya no me sorprendía nada. Ni siquiera que por la calle una desconocida se dirigiera a mí por mi nombre. Me sentía como el príncipe encantado de un cuento en el que me encontraba con preciosas mujeres que me planteaban enigmas y luego desaparecían, cuando y como querían.
Miré a la chica de la túnica verde.
Me resultaba familiar, aunque no sabía quién era.
¿No les ha pasado nunca que, por ejemplo, durante las vacaciones, digamos en alguna playa, ven de pronto a la profesora de primaria de su hijo? En vez de estar en su clase, como siempre, aparece en un escenario completamente diferente, compuesto de cielo y mar, y ustedes se quedan mirándola fijamente, sienten que conocen su cara de algo, pero al sacarla de su entorno habitual su cerebro ya no puede ordenar la imagen. El mejor ejemplo de nuestro pensamiento en red.
La joven se sujetó un mechón de pelo detrás de la oreja y se sonrojó.
—Hola, Odile —dije.
Mientras intercambiaba algunas palabras amables con la tímida vendedora de la boulangerie de mi barrio pensé, por primera vez en esos días, que el ojo humano, con todo lo increíble que es, solo puede ver la superficie de las cosas. Se desliza por encima de ellas guiado por una percepción subjetiva que nos permite ver los objetos solo en una realidad muy limitada, la propia, que se compone de nuestras expectativas y nuestras experiencias.
Pero a veces la luz incide desde otro ángulo y niega nuestra realidad. Y entonces la rolliza hija del panadero se convierte de pronto en la mujer que —¿por qué no?— podría ser una princesa, una encantadora chica de nuestro pasado o alguien en quien en ese momento ni siquiera pensamos.
«Me ve y no me ve», había escrito la Principessa. La sabiduría de sus palabras tenía algo universal.
¿Acaso no vemos a la mayoría de las personas sin verlas? ¿Y no es cierto que es fácil pasar algo por alto, por ejemplo, a la persona que todos buscamos?
—Esa túnica le sienta muy bien —dije al despedirme de Odile. Ella sonrió y bajó la mirada—. Sí, sí… parece una princesa oriental.
—¿De verdad… monsieur Champollion…? —Odile sacudió la cabeza, pero sus ojos brillaban—. ¡Qué cosas dice! Bueno… pues… gracias.
Vous êtes très gentil
. ¡Que tenga un buen domingo! ¡Hasta mañana!