Me encontrarás en el fin del mundo (17 page)

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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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—¡Toma! Esto estaba esta mañana en la puerta. —Me tendió un sobre azul claro con gesto interrogante, y a mí me dio un vuelco el corazón.

Las cartas que trae el cartero caen por una ranura directamente en la entrada. Pero esta carta no había llegado por correo. No tenía sello ni dirección.

En el sobre solo había tres palabras escritas con la letra que yo ya conocía tan bien:

Para el Duc
.

—¿Para el Duc? —dijo Marion—. ¿Qué significa eso?

Le arranqué el sobre de las manos.

—Nada que le importe a una chica curiosa —dije, y me giré para alejarme.

—¡Oh! ¿Tienes una admiradora secreta? ¡Enséñamelo! —Marion me siguió riéndose e intentó arrebatarme la carta—. ¡Yo también quiero ver la carta del Duc! —exclamó.

—¡Eh, Marion, estate quieta! —La agarré por la muñeca y me guardé la carta en el bolsillo interior de la chaqueta—. Bien —dije, dándome golpecitos en el pecho—. ¡Es mi carta!


Oh là là!
¿Es que monsieur Champollion se ha enamorado? —Marion soltó una risita.

A mí me daba igual.

Me fui al baño y me encerré dentro. ¿Por qué me mandaba de pronto la Principessa una carta de verdad? Palpé el sobre y creí notar algo más duro que el papel. ¿Era una foto? ¡Sí, estaba seguro de que era una foto! En pocos segundos podría ver el retrato de la mujer que había puesto en marcha la maquinaria de mi fantasía, que ahora trabajaba a máximo rendimiento.

Impaciente, abrí el sobre y miré con incredulidad lo que tenía en las manos.

—¡Maldita sea! —dije. Y luego tuve que echarme a reír.

La Principessa me había mandado una tarjeta. Y en esa tarjeta se veía a una mujer joven, casi una niña, echada boca abajo en una especie de diván, en una postura provocativa. Se apoyaba en los brazos y dejaba a la vista del observador su preciosa espalda desnuda, ¡y qué decir de su pequeño trasero verdaderamente adorable! Parecía felizmente agotada tras un juego amoroso que acababa de finalizar, y se repantingaba en unos cómodos cojines.

La joven desnuda miraba hacia delante, su delicada carita con el pelo rubio recogido se veía de lado. Y tenía la nariz más encantadora que se pueda imaginar.

Yo conocía el famoso cuadro del siglo
XVIII
,
Louise O’Murphy
, de François Boucher, que mostraba a la joven amante de Luis
XV
. Había estado delante de esa pintura, que cuelga en el Wallraf-Richartz-Museum de Colonia. Una escena femenina que no puede ser más fascinante y atrevida.

En la parte posterior de la tarjeta la Principessa solo había escrito dos frases:

¿Sería esta nariz un estorbo para sus besos?

Si no es así, le espero… ¡muy pronto!

—¡Pequeña bruja! —murmuré extasiado—. ¡Esta me la vas a pagar!

—¡Jean-Luc, Jean-Luc, abre! —Marion golpeó con fuerza la puerta del cuarto de baño—. ¡Te llaman por teléfono!

Hice desaparecer la tarjeta en mi bolsillo y abrí. Marion me hizo un guiño y me tendió el teléfono.


Pour vous, mon Duc
—dijo sonriendo—. Parece que hoy estás muy solicitado.

Sonreí y le quité el teléfono de la mano.

Al otro lado de la línea estaba Soleil Chabon, muy contenta, que llamaba desde una zapatería de Saint-Germain y quería quedar a mediodía en la Maison de Chine para «tomar algo» y hablar sobre la exposición. Naturalmente, acepté.

Por la tarde me sonaban las tripas mientras estaba en la larga cola de la caja de Monoprix con un carrito de supermercado lleno hasta arriba.

La Maison de Chine, un elegante restaurante minimalista de la Place Saint-Sulpice, es un pequeño templo oriental de la tranquilidad en el que se bebe té verde en tacitas enanas y con unos palillos de madera se pescan pequeños bocaditos selectos servidos en fuentes de porcelana blanca. No es un restaurante en el que un hombre europeo quede realmente saciado.

Con cierta fascinación e incredulidad había visto cómo Soleil Chabon cogía hábilmente con sus palillos un par de rollitos de primavera diminutos y algo de ensalada de col y poco después decía:

—¡Uf, estoy llena!

Yo no podía decir lo mismo. Pero, como pasa tantas veces en la vida, la comida no lo era todo.

Soleil me dijo que quería exponer quince cuadros en vez de los diez previstos. No podía dejar de trabajar, había pintado otro cuadro más, estaba de muy buen humor, y cuando Soleil estaba de buen humor podía ser muy divertida.

Así que charlamos mucho, nos reímos mucho, y cuando al final de nuestro agradable encuentro, que incluso me hizo olvidar por un momento la tarjeta de la Principessa, le pregunté si había novedades con respecto a la figura de pan, me llevé una sorpresa.

—¡Ah… ese! —dijo Soleil, haciendo un movimiento despectivo con la mano—. ¡Un calzonazos! No ha sabido aprovechar su oportunidad. —Me miró, sacudió con desgana sus rizos negros, y yo me revolví incómodo en la silla. De pronto ya no estaba tan seguro de que la teoría de Bruno no tuviera algo de cierto.

—Vino el sábado a verme… —Soleil lanzó una sonrisa muy reveladora—. Pero luego… cuando… cómo debo decirlo… estuvimos juntos… de pronto la magia se desvaneció. —Sonrió—. ¡Una catástrofe!

—¿Y el hombre de pan? —Le devolví la sonrisa muy aliviado. Bruno había perdido la apuesta, eso estaba claro.

—Ahora flota en las alcantarillas de París.

Cuando Soleil se despidió de mí con un abrazo me quedé mirándola mientras se alejaba, hasta que su esbelta figura desapareció por una callecita detrás de la iglesia de Saint-Sulpice.

Era como en la vieja canción infantil de los diez negritos. En algún momento solo quedaría uno.

Cargué con las bolsas de la compra hasta mi casa. Me preparé un trozo grande de
boeuf
en una sartén y lo compartí fraternalmente con Cézanne. Llamé a Aristide y le conté cómo había reaccionado la Principessa a la «pregunta de narices».

—¡Deliciosa! —exclamó Aristide—.
Cette dame est trop intelligent pour toi!
Es demasiado lista para ti.

Llamé a Bruno y le expliqué por qué Soleil
no
era la mujer que estábamos buscando.

—¡Lástima! —dijo Bruno—. Pero entonces… ¿quién es?

Le conté excitado lo de la tarjeta de Boucher, lo de Cyrano de Bergerac y la cuestión de la nariz.

—Bueno, ¿y? —dijo Bruno sin terminar de entender nada—. ¿Qué es lo que te resulta tan excitante? Sigues sin saber quién es. ¿O es que esa joven desnuda se parece a alguien que conoces?

Observé por enésima vez la tarjeta que estaba sobre mi escritorio al lado del portátil abierto. Cogí mi copa y di un sorbo de vino tinto. ¿Conocía a alguna mujer que se pareciera a la modelo de François Boucher? ¿Había sido elegido ese cuadro de forma arbitraria? La escena era atrevida y sin duda quería provocarme, pero… ¿había además alguna señal oculta? ¿Algún detalle que pudiera darme una pista?

Mis ojos se deslizaron una y otra vez por la descarada joven desnuda del cuadro tras la que se escondía la Principessa, y debo admitir que no era su bien formada nariz la que encendía mi imaginación.

Me serví otra copa de vino, y luego recibió la Principessa la carta que se merecía.

Asunto:
¡La verdad desnuda!

Mi bellísima Principessa:

¡Debo decir que ha sido toda una sorpresa!

¡Qué golpe tan osado! ¿Cómo puede mandarme una imagen así? ¡¿Cómo se atreve?!

Cuando esta mañana temprano abrí con febril impaciencia la carta que usted me hizo llegar tan deprisa, no podía dar crédito a lo que estaba viendo. ¡Es monstruoso lo que usted está haciendo! Veo que se está burlando de mí. Le pone al hambriento la comida delante de las narices.

¡A propósito! ¿Cree usted que yo podría pensar por un segundo en su nariz si usted me ofrece el cuerpo más tentador que se ha visto jamás de un modo tan atrevido y lleno de encanto?

Pero respondiendo a su pregunta, que en realidad no es tal, sino el culmen de la provocación, porque con ella usted se está burlando de mí, ¡no, una nariz así no sería un estorbo para mis besos!

Y al margen de que se parezca a la dama del cuadro o no, ahora sé que usted me va a gustar. Alguien que elige y envía tales imágenes promete ser cualquier cosa menos una horrible rana. ¡Así que le tomo la palabra!

Y dado que la cuestión de la nariz está resuelta a la más completa satisfacción, debo suponer que me recibirá pronto, muy pronto, en sus aposentos para mostrarme la verdad desnuda.

¿O es que tiene miedo?

Yo por mi parte apenas puedo esperar a tenderme a su lado y susurrar cosas malas en su dulce oído mientras mis manos se deslizan lentamente por su espalda hasta esa parte innombrable del cuerpo que usted me ofrece con descaro.

Y entonces, bellísima Principessa, pagará por haberme impedido pensar en otra cosa que no sea usted.

Pero eso es lo que usted quería, ¿no? ¡Que yo solo piense en usted!

¡Principessa! Ante mí se abre una larga noche que debo pasar solo en mi cama, y como no puedo tocarla, llego hasta usted con mis palabras. ¡Venga a mis brazos y respóndame!

Sentado ante la pantalla con gran impaciencia,

Su Duc

Mandé mi carta por la noche y me recliné en el sillón de mi escritorio. Debo decir que fui el primer sorprendido de lo que había escrito. Animado por el vino, ya creía ser el famoso Cyrano que manda una carta tras otra a Roxanne, ansiosa por oír palabras de amor. Aunque mi efusión verbal no tuviera la misma calidad literaria, en cuanto al apasionamiento mis cartas no tenían nada que envidiar a las del gran maestro.

Si unos días antes alguien me hubiera dicho que iba a tener un intenso intercambio de cartas con una desconocida, habría pensado que estaba loco.

Al principio había sido el juego lo que me había atraído. Pero poco a poco —por muy increíble que suene— mis frases insinuantes se habían independizado, se habían alejado de mi cabeza, habían adquirido una desenfrenada vida propia, se habían llenado de emociones, y llegó un momento en el que
sentía
las palabras que escribía.

Inquieto, me puse de pie y me dirigí hacia la estantería. En la parte baja estaban mis viejos álbumes de fotos. Los saqué, me senté en el sillón y hojeé las páginas amarillentas. No estaba seguro, pero tal vez confiaba en encontrar una vieja foto de clase en la que apareciera Lucille. Dos años después de aquel desafortunado verano, Lucille, de la que ni siquiera sabía el apellido, se había mudado a otra ciudad con su familia. Pensativo, cerré el álbum. ¿Me había atrapado mi pasado? Y si pudiera elegir, ¿sería realmente Lucille mi primera opción? ¿Y qué Lucille sería entonces, la de entonces o la de hoy? Bruno tenía razón, las personas cambian, y los recuerdos no son siempre el mejor consejero.

El vino tinto me había puesto filosófico.

Creo que fue esa tarde cuando decidí darle otro enfoque al asunto. Claro que sentía curiosidad por la mujer que me escribía esas cartas, claro que estaba ansioso por descubrir quién era, qué aspecto tenía, que se sentía al tocarla. Pero al verme inquieto y extrañamente excitado, dando vueltas en el tiempo y entre las paredes enteladas de mi habitación, por primera vez me di cuenta de que era la autora de aquellas cartas la que de verdad me interesaba, sí, a la que deseaba, ¡daba igual cómo se llamara!

Había pasado una hora desde que mandara mi última carta y ya había mirado el correo treinta y cinco veces.

Cuando me paré por trigésimo sexta vez delante del ordenador, la Principessa había contestado.

Asunto:
Ya voy

Mi querido Duc:

Si está tan ansioso delante de su ordenador esperando una respuesta mía, no puedo hacer otra cosa que escribirle cuanto antes.

Yo también me alegro de que la cuestión de la nariz esté ya aclarada, y me gustaría disipar cualquier resto de duda que pueda tener todavía: ¡no tengo nada que ver con una horrible rana! Si su mirada no hubiera estado tan desviada se habría dado cuenta hace tiempo. Algunas cosas solo se captan en una segunda mirada, que a veces es más profunda que la primera.

Me encanta que mi «osado golpe» haya surtido efecto. Y, como usted supondrá, no es casualidad que haya elegido precisamente a miss O’Murphy. Ya sé que debo dar un poco de alimento no solo a sus oídos, sino también a sus ojos, mon Duc, y debe disculparme por haber elegido un motivo que aviva sus fantasías eróticas, a pesar de que proteste por «la comida del hambriento».

Y no, no tengo miedo. Ni de la placentera venganza que me promete en su última carta ni de cumplir la dulce promesa que le mandé con el cuadro de Boucher.

Espero impaciente las dos.

Ahora voy con usted, mi dulce Duc, sus deseos son órdenes para mí. ¡Esta noche es solo nuestra!

Deje que su mano se deslice por todos los sitios permitidos y no permitidos, y luego, en el momento que me parezca adecuado, cogeré esa mano y la pondré entre mis muslos…

¡Duerma bien!

La Principessa

No sé dónde se me había acumulado toda la sangre cuando llegué al final de esa carta. Me aparté del borde del escritorio, me recliné en el sillón y solté con fuerza todo el aire que tenía en los pulmones. ¡Era increíble! Esa carta era mucho peor que la imagen más atrevida de cualquier pintor, se llamara Boucher o no. Agarré la copa y la vacié de un trago. No podía pensar en dormir. Pero me juré a mí mismo que la Principessa tampoco iba a pegar ojo esa noche «que era solo nuestra».

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