Me llaman Artemio Furia (58 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Jama me he negao a servir a la Patria, don Juan Martín, y usté lo sabe mejor que naides.

—Por supuesto. Nadie conoce como yo tu valía, Artemio.

—¿Cuándo se parte?

—Lo antes posible. Debes saber que Córdoba es un hervidero de contrarrevolucionarios y que contamos con pocos amigos: el deán de la Catedral, Gregorio Funes, su hermano Ambrosio, el joven Tomás de Allende, y otros de peso, pero nadie más. Iremos a campo enemigo.

—¿Qué ha pasao con Liniers?

—Ése es un triste asunto, amigo mío. Pero Liniers ha sellado su destino al declarar que la conducta de los de Buenos Aires (por nosotros)con la Madre Patria, usurpada por Bonaparte, es igual a la de un hijo que, viendo a su padre enfermo, pero de un mal del que puede recuperarse, lo asesina en la cama para heredarlo. Además ha dicho que actuamos en nombre de los ingleses —Sscudió la cabeza, afligido—. Lo han capturado junto con otros conspiradores, y la Junta, a excepción de Alberti por ser clérigo, ha determinado que sean arcabuceados.

—Don Juan Martín, déme un par de días pa'arreglar unas cosas. A revienta caballo, estaremos en Córdoba en cuatro días, pa'mediaos de mes.

—De acuerdo.

En su cabalgata de regreso, Artemio Furia planeaba el viaje a Córdoba y confeccionaba un listado mental de las disposiciones a tomar antes de partir. El viaje era inoportuno, sobre todo porque dejaría sola a Rafaela después del traumático suceso con Gabino. Sin embargo, no podía negarse al pedido de Moreno, no después de que el secretario de la Junta hubiese mantenido su palabra, y Palafox, pese a sus antecedentes, siguiese en libertad; incluso le habían llegado rumores de que el sarraceno había recuperado parte de lo confiscado después de la asonada del año anterior.

En lo de Moreno, lo recibió su esposa, Lupe, que, después de dispensarle un largo vistazo, le indicó que aguardase en el vestíbulo. El secretario de la Junta lo recibió en su despacho y lo trató con cortesía. Le ofreció tomar asiento, lo que Furia rechazó.

—En dos días, dotor, parto pa'Córdoba, escoltando a don Juan Martín.

—Bien, bien. Es necesario que lleguéis cuanto antes. No me fío de Ortiz de Ocampo —se refería al militar a cargo del ejército de la Junta, llamado Ejército Auxiliar de las Provincias—. La defección de Liniers me tiene preocupado. Y el deán Funes… —Moreno hablaba deprisa, más bien parecía pensar en voz alta, como si Furia no se hallase frente a él. Al final de su perorata, Moreno le exigió—: Mano dura, Furia. No podemos permitirnos flaquear en esta instancia o nos devorarán.

De camino hacia la puerta, se topó con Lupe en el vestíbulo, que se dirigió a su esposo.

—Moreno, si no te importa, hablaré con este hombre.

—Adelante, mujer.

—Furia, ¿ha traído a Rafaela con usted?

—Sí, señora.

—¿Dónde se alojan? —Artemio le dijo—. ¿Podría visitarla?

—Náa me complacería má, misia Lupe.

Sin despedirse y con aire entre altanero y ofendido, Lupe dio media vuelta y regresó a los interiores de la casa.

Media hora más tarde, Artemio bebía unas ginebras en la Fonda de las Naciones en compañía de French, Pancho Planes y el gigante Buenaventura Arzac, que lo ponían al tanto de los caldos que se cocían en el seno de la Junta. Pancho, siempre vehemente y exaltado, opinaba que el presidente Saavedra no contaba con la inteligencia que su cargo requería, y se atrevió a expresar que, en realidad, el militar no aceptaba la revolución sino que la juzgaba una simple crisis que se solucionaría cuando el rey Fernando recuperase el trono.

—Es con Moreno con quien más desavenencias tiene —comentó French.

—Uno es demasiado viejo y conservador —apuntó Arzac— y el otro, demasiado joven y jacobino. No se entienden. Espero que esto no termine mal

—Deberíamos dejarnos de joder —se enfadó Planes—, y declarar la independencia. "A los tibios los vomitaré", dijo Cristo. Y nosotros, declarándonos leales a Fernandito y, por otra parte, enviando un ejército para
convencer
a las intendencias de aunarse a nuestra causa, estamos siendo ambiguos y tibios. Esto me da asco.

—Pancho —interpuso Arzac—, debes entender que es necesario fingir fidelidad a Fernando para ganar tiempo. Moreno asegura que si nos rebelamos abiertamente, las fuerzas españolas nos caerán encima y nos destruirán. A más, los ingleses, aliados de los maturrangos en este momento, se unirán a ellos y sellarán nuestro destino.

De regreso en la fonda Los Tres Reyes, Creóla le informó que Rafaela dormía.

—Creóla —dijo Furia—, Paolino dis que quiere llevarte con él —la cuarterona asintió—. Quiero que te esperes a que yo güelva de Córdoba. Parto pasao mañana. Cuando regrese, te irás con él, si quieres.

—Está bien, don Furia. Mi ama se va a poner triste cuando sepa que usté se va.

—No abras el pico. Yo mesmo se lo diré.

Esa noche, Artemio, con la complicidad de Peregrina, se deslizó dentro de lo de Palafox y lo esperó en su dormitorio, esta vez, con una bujía encendida, de modo que el hombre lo vio apenas traspuso la puerta. Cerró en silencio y corrió la falleba.

—¿Cómo está mi hija? —preguntó, sin animosidad, como desganado.

—Está bien. La he traído conmigo puesto que Ñuque pide verla. Le permitirá hacerlo cuantas veces ella lo desee. Nadie la molestará, ni su sobrino ni sus hermanas, ¿he sido claro? —Palafox asintió—. ¿Qué noticias me tiene de Martín Avendaño?

—He conseguido ubicarlo.

Furia avanzó, con el corazón desbocado en el pecho. Palafox levantó la tapa de su escritorio y revolvió entre unos papeles.

—Aquí tiene —dijo, y le extendió una tarjeta con una anotación—. Vive en Córdoba.

—¿En Córdoba? —Furia no logró ocultar la impresión.

—No debería sorprenderlo. Vivió gran parte de su vida en esa ciudad. Ahí tenía propiedades y parientes.

—¿Mi hermana está con él?

—Mi contacto no supo decírmelo. Eso tendrá que averiguarlo usted mismo.

Rafaela se debatía entre la rabia y la depresión. La noticia del viaje de Furia ratificaba sus sospechas: planeaba abandonarla. Se iría y nunca regresaría, no volvería a verlo. Como no lo confrontaría ni le rogaría, disfrazó el miedo y la tristeza con aires de arrogancia e impaciencia.

—No pienso ir a vivir a los Altos de Escalada. Allí vive su manceba, esa mujerzuela con la que me humilló frente a mi padre aquella noche.

—Albana no é mi manceba —insistió Furia— ni una mujerzuela. Quiero que se vaya pa'los Altos de Escalda con su amiga, Corina Bonmer. Ella 'tá felí de recibirla. Allí la dejo a güen resguardo mientras no 'toy. Adema, don José Antonio —se refería a José Antonio de Escalada, propietario de los Altos— me rentó una pieza en la planta alta pa'Calvú y pa'Torquil, que se quedarán pa'cuidarla a usté.

Se aproximó, pero Rafaela le dio la espalda. Furia suspiró, cansado de sus caprichos. Aún restaba atender varias cuestiones antes del viaje y no seguiría perdiendo tiempo. Se calzó el sombrero y salió de la habitación sin despedirse. Rafaela escuchó el chasquido de la puerta al cerrarse y se cruzó de brazos, enfadada.

La visita de Corina Bonmer le cambió el humor, y, cuando Furia regresó a la fonda por la noche, Rafaela lo esperaba con la mesa puesta para cenar. "Si quieres que vuelva a ti", le había aconsejado Corina, "no lo despidas con ladridos sino con caricias".

Artemio advirtió su mudanza. Se inclinó y la besó en los labios cuando Rafaela se aproximó con una pastilla de jabón y una toalla para que se lavase. Demoró la nariz en su cuello, mientras se embriagaba de perfume, y la suspendió luego cerca de su boca para confirmar que acábaba de tomar té de menta, y se movió después detrás de sus orejas para seguir el rastro de la fragancia hacia el escote, separando las prendas con el mentón, preguntándose qué otras partes de Rafaela estarían impregnadas con la esencia de rosas, bergamota y naranjas dulces.

—¿También se perfumó esa parte —dijo, y comenzó a levantarle el ruedo del guardapiés—, de la que yo soy l’único dueño? —Rafaela, sonrojada, esquivando la mirada, asintió—. ¿Si acuerda cuando me dijo en
La Larga
que yo era l’único dueño de esta parte? —le aflojó la jareta del calzón y le deslizó una mano dentro. Rafaela se sacudió a causa del contacto—. Dígamelo otra vé —le exigió, con los dedos enredados en su vello pubiano, mientras le tiraba un poco, contento al comprobar que ya no sangraba.

—Usted es el único —jadeó, con la frente en el torso de Furia—. El único.

Artemio se dejó caer sobre una silla, que crujió con el peso, y arrastró a Rafaela sobre sus piernas; quedaron con las miradas enfrentadas. El beso fue grandioso, conmovedor. Él la tomó por la nuca y la sujetó por la parte baja de la cintura. Rafaela se aferró a su cuello y se pegó a él, buscándolo, necesitándolo, deseándolo. Esa danza frenética desatada entre sus lenguas reflejaba el tumulto de sentimientos que los dominaba. Artemio succionaba los labios de ella para absorber sus sabores, la menta y la vainilla, y saciarse en su carnosidad. Se separaron el tiempo que les requirió deshacerse del guardapiés y de la ropa interior y liberar el pene del chiripá.

Furia la tomó por la cintura y la acomodó a horcajadas sobre él. La mantuvo suspendida sobre su falo erecto para acariciarle los labios de la vulva y el clítoris con la punta viscosa. Rafaela gemía con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente caída hacia un costado. Él la observaba desde esa posición: la blancura de los dientes que apenas se insinuaban, el corte regular de la mandíbula, el pequeño mentón, la medialuna que formaban sus pestañas sobre la piel, el enrojecimiento de los carrillos, la pequeña oreja, la piel perfecta, sin falla. Era de él. Ese tesoro era sólo de él. Se agitó, se conmovió, y la manipuló con brusquedad para que su vagina lo tragara y se deslizara sobre su pene como un guante apretado y caliente. Soltó un gemido ronco que Creóla escucharía en la habitación de al lado, y tomó aire con desesperación para controlarse. Le abrió el escote y liberó sus pechos, junto con una estela de perfume. El orgasmo de Rafaela no tardó en llegar. Su cabeza cayó hacia atrás y expuso la piel del cuello, translúcida y surcada por venas celestes. Artemio le apoyó los labios en la garganta y sintió las vibraciones que producían sus gemidos como lamentos, que al final fueron silenciados por los quejidos de él cuando se derramó dentro de ella.

Pasados unos minutos, Furia se puso de pie, con las piernas de Rafaela en torno a sus caderas. La depositó en la cama y se echó sobre ella para mirarla. Lucía extenuada por la pasión y aún respiraba de modo agitado. Había cometido una imprudencia al someterla a ese esfuerzo cuando aún convalecía. Era una bestia.

—Rafaela —susurró—, ¿'ta bien? —ella asintió, con una sonrisa—. ¿Se siente bien? —insistió, mientras le apartaba unos mechones de la cara.

Rafaela levantó los párpados y sonrió ante el gesto contrito de Furia. Le acarició la mejilla barbuda. Partiría al día siguiente, después de acompañarlas a lo de Corina Bonmer. No necesitaba que él se marchase para saber cómo la atravesaría el dolor de la nostalgia, cómo lo lloraría de noche, cómo ansiaría su cuerpo y sus besos, sus modos bruscos y su conversación poco refinada e interesante. Aunque se había prometido mostrarse entera, la pena la quebró, y sus ojos verdes brillaron en la penumbra de la habitación. El la abrazó y le pidió que no llorase. Ciego de amor y de tristeza, le buscó la boca y volvió a besarla con fervor. Mientras sus labios seguían unidos, Rafaela le suplicó:

—No me olvide, señor Furia. Por favor, no me olvide.

—Nunca —juró él, y se quitó el tiento del cuello—. Este anillo —dijo, y le mostró el
claddagh
—, era de mi madre, Emerald Maguire. Lo he conservao cerca de mi corazón dende el día en que ella se jué. Aura es mi volunta que usté lo lleve en su mano, sempre, pa'que, cuando lo vide, si acuerde de mí. Asigún la tradición, las que le han entregao su corazón a un hombre, han de usarlo en la mano derecha y con el corazón pa'dentro.

—Entonces, así lo usaré yo.

Capítulo XXIII

Misia Eduarda

En opinión de Rafaela, nada mejor que las rutinas para alejar la melancolía. Había dividido la jornada en actividades que la mantenían ocupada y la ayudaban a olvidar que Furia estaba lejos, que su vida era un caos y su futuro, un misterio. El apoyo y el cariño de Creóla, Mimita y, sobre todo, de Corina Bonmer se transformaron en sus grandes pilares. Impulsada por una fuerza de voluntad con tintes de obstinación, se levantaba tempranísimo y se zambullía en un frenesí de tareas y diligencias como si, al final del día, alguien le requiriese cuentas. Creóla, con órdenes de Furia de ocuparse de la alimentación de Rafaela y de su descanso, se enfurecía al notarla macilenta y ojerosa. "Cuando don Furia vuelva, la encontrará flaca y fea y se irá con doña Albana", la mortificaba, y así lograba que su ama se echase a descansar o tomase un tónico fabricado con cascaras de huevo, regalo de Pilar Montes, porque, a pesar de ser una baronesa y una gran dama de la sociedad porteña, y Rafaela, una paria, la señora Montes le había tendido una mano y reiniciado su amistad, lo mismo que Lupe Moreno y Melody Blackraven, de modo que se encontraban con frecuencia en la casa de alguna de ellas o en el hospicio Martín de Porres. La trataban con el cariño de siempre y se cuidaban de mencionar a Furia o a la precaria y pecaminosa relación que la unía a él.

Por Lupe y por Corina, Rafaela estaba informada de los entresijos de la política porteña, plagada de complejidades y contubernios. Resultaba evidente que Moreno no se llevaba bien con el presidente Saavedra puesto que Lupe, al referirse a la esposa del militar, la llamaba "la gato flaca de la Saturnina". A diferencia de Corina, que parecía disfrutar de la política tanto como de su amante, Buenaventura Arzac, Rafaela la detestaba, y declaraba que sólo servía para dividir a los ciudadanos, puesto que se había entablado una batalla entre revolucionarios y contrarrevolucionarios que llenaba la prisión de supuestos traidores y plagaba de denuncias las oficinas de la Junta, muchas basadas en rencores personales. Rafaela oía mentar con frecuencia el nombre de su primo, Aaron Romano, y se daba cuenta del poder que ostentaba. "Tu antiguo prometido", le comentó Corina en una ocasión, "tiene un ejército de espías no sólo en Buenos Aires sino en las intendencias. En la imprenta nos ha obligado a contratar a un negrito que sabe hasta el día de nuestro onomástico. El poder de Romano se expande y, como no es trigo limpio, me asusta".

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