—¡Fuera de aquí, mal nacido! ¡Fuera! ¡Maldigo la hora en que entró en nuestras vidas! ¡Y lo maldigo a usted y a su descendencia!
En la quietud de la casa, los anatemas y gritos de Clotilde, que rebotaban en las paredes y llenaban las estancias vacías, paradójicamente, acentuaban la soledad y la tristeza.
La visita a Aarón le devolvió la paz. De algún modo, se había hecho justicia; el responsable de la muerte de su mujer y de Mimita pagaba un precio muy elevado. Furia sabía bien lo que le esperaba; había visto morir a uno de sus arrendatarios de la misma enfermedad, y a él, que se jactaba de haber perdido la capacidad de asombro y que era duro como el pedernal, lo había perturbado la agonía en la que se debatió por días antes de expirar. En otro lugar y en otras condiciones, Artemio habría despenado con su guampudo al campesino, para ahorrarle tanto dolor. Por fortuna, nadie despenaría a Aarón.
Calvú Manque se ocupó de preparar el viaje a Córdoba en tanto Furia atendía a sus invitados y a sus compromisos. A todos sorprendía su buen talante; a Elisabetta la extasiaba, y comunicaba su alegría encontrándole atractivos a una ciudad que, en comparación con las europeas, debía de parecerle chata, insulsa y sin vida. Esperaba con ansias el viaje a San Antonio de Areco y a Córdoba, sobre todo este último porque deseaba conocer a Edwina. No se tomó a mal que Furia viajase solo a Montevideo para visitar a su amigo en el exilio, Juan Martín de Pueyrredón, que, presionado por el embate de los caudillos provinciales que no avalaban su gobierno centralista ni su idea de entronizar un monarca europeo en el Río de la Plata, había presentado la renuncia en enero. Un mes más tarde, Saavedra, como Jefe del Estado Mayor, le comunicó la resolución del Congreso: se juzgaba conveniente para la pacificación de las Provincias Unidas del Río de la Plata que el brigadier general don Juan Martín de Pueyrredón saliera del país.
—He llegado tarde, don Juan Martín —se disculpó Furia.
—Más bien —lo disculpó Pueyrredón—, te mandé tarde la misiva. Ya todo se me venía encima, amigo. Fue juicioso retirarme de la escena política para evitar que se despedazase al país. Aquí, en Montevideo, estoy teniendo unos días de relativa paz.
Hablaron largo y tendido, con la afabilidad y la confianza que los años de separación no habían mellado.
—¡Carajo, Artemio! —exclamó Pueyrredón—. Parece mentira, pero serás un conde. Siempre dije que había algo extraño en ti, algo que no encajaba con tu traza de gaucho.
—Ah, pero en mi fuero íntimo, siempre lo seré, don Juan Martín.
Córdoba de la nueva Andalucía
Elisabetta bendijo los días que pasaron en el campo de San Antonio de Areco, no porque el lugar poseyera grandes atractivos ni la casa fuera cómoda y hermosa —de hecho necesitaba refacciones y carecía de comodidades—, sino por el efecto que esas tierras y las personas que habitaban en ellas ejercieron en el ánimo de Artemio. Subido a lomos de Zeus, dirigía el rodeo, se ocupaba de la caballada y recorría los lindes de la propiedad con una emoción que le intensificaba el turquesa del ojo y le imprimía una sonrisa en los labios que Elisabetta tanto amaba besar.
Le gustaba verlo departir con la madre y las hermanas de Manque y con sus amigos, que se desempeñaban como peones en la estancia, porque con ellos era distinto, menos cínico, más relajado. Se mantenía atenta porque a veces Artemio explotaba en carcajadas, tan escasas en la Irlanda, que le causaban cosquillas en el estómago y la misma emoción que el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Lo amaba con pasión, aun en la Irlanda, con su talante ambiguo y taciturno; en esas tierras lejanas del sur había descubierto su verdadera esencia, y sólo pensaba en el día en que se convertiría en su esposa.
También descubrió que Artemio Furia era letal. La primera noche en el campo de San Antonio de Areco, Girolamo Sforza, secundado por William de Lacy, se negó a compartir la mesa con los hombres de Furia y con la madre y las hermanas de Manque. Artemio, que ya ocupaba su sitio en la cabecera, permitió que Sforza despotricara hasta saciarse. El italiano se quejó de que esas gentes no se habían cambiado para cenar, que vestían las mismas camisas con que habían trabajado todo el día y, para peor, las llevaban abiertas hasta la mitad del pecho. Furia levantó la vista para verificar que el italiano hubiese acabado y, de pronto, Sforza se encontró con su cuchillo en la garganta. Contuvo el respiro. Si movía la nuez de Adán, se la cercenaría.
Furia introdujo la punta del facón bajo el cuello de seda y, de un golpe seco, cortó la chorrera de encaje y, a continuación, los dos primeros botones de la camisa.
—Ahora estáis todos iguales —dijo, y volvió a sentarse—. Agradece haber hablado en una lengua que no pueden comprender, Girolamo. De lo contrario, estarías muerto por haberlos agraviado tan profundamente. Ellos son mi familia, como lo serás tú cuando despose a Elisabetta. Tú, William, mi padrino Belisario, mi
ñuqué y
todos ellos sois iguales para mí.
—¿Iguales? ¡Nunca! —clamó el italiano, y abandonó el comedor.
"Las caretas", pensó Manque, "comienzan a caer".
Debido a que Calvú Manque envió un chasque a Córdoba con una nota para Bamba, cuando llegaron a la ciudad, el marucho les había alquilado una casa frente a la iglesia de San Francisco, incluso había contratado domésticas y caballerizos y colmado la despensa de provisiones, y de embutidos y quesos, las fresqueras del sótano.
Bamba se había convertido en un hombre, y a Furia lo complació el temperamento sólido y sereno que había adquirido; no quedaba vestigio del niño atemorizado e inseguro. Ya no vivía en lo de Dolores García, aunque seguía visitándola porque a la viuda de Santos le gustaba que le calentara la cama. Desde hacía unos meses, Bamba había pasado a formar parte de la servidumbre de la casa de Edwina, donde desempeñaba diversidad de tareas, y a él lo enorgullecía pensar que era el guardián de misia Eduarda, ya que, desde la muerte de su esposo y las bodas de Eduardo y Martín, se había quedado sola, salvo por Pandora, la mulata a quien Edwina quería como a una hija y que había manumitido a la muerte de Avendaño.
Edwina y Elisabetta congeniaron desde un principio. La italiana se hallaba en una buena disposición para querer a su futura cuñada, y Edwina poseía el carácter de quien estima y justifica a todos; la amistad nació entre ellas de manera natural. Elisabetta cubrió de regalos a Edwina, que le arrancaban exclamaciones de azoro. Nunca había poseído sedas ni brocados ni organdíes, tampoco artículos suntuosos. Conversaban a diario, y ambas tenían la impresión de conocerse de toda la vida. Les gustaba recorrer la ciudad por las tardes y, pese a la compañía de Girolamo y de William, que las escoltaban mascullando ácidos comentarios acerca de la monotonía de Córdoba, que si bien contaba con una extensa variedad de conventos e iglesias, carecía de sitios para entretenerse, Edwina y Elisabetta se enfrascaban en sus charlas y no les prestaban atención.
Furia advirtió que la muerte de Avendaño no había entristecido a su hermana, por el contrario, ella había florecido, y su carácter se oponía al de la mujer medrosa que había citado en el interior del templo de la Merced, en el año diez. Era patrona de su hogar y dueña de su vida. Hacía y decía lo que quería, aunque con sensatez y criterio, y ni siquiera sus hijos se atrevían a contradecirla cuando tomaba una decisión, como por ejemplo, la de despedir a Adelfa, la cocinera, quien, por años, se había desempeñado como espía de Avendaño.
—No me he alegrado de su muerte —admitió Edwina a Furia una tarde en que paseaban por la Plaza Mayor, en compañía de Pandora—. Pero si he experimentado algo de tristeza no ha sido por él ni por la forma brutal en que murió sino porque vi sufrir a mis hijos. Ellos lo querían.
—¿Cómo murió? —se atrevió a preguntar Furia.
—Le asestaron muchas puñaladas. El médico de la Policía que revisó el cadáver contó más de sesenta. Lo encontraron a orillas del Suquía —hablaba del río que partía a la ciudad en dos.
—No parece que lo hicieran para asaltarlo.
—No —ratificó Edwina—. De hecho, llevaba un reloj de oro y algo de dinero y no le robaron nada.
—¿La Policía sospecha de alguien?
Edwina negó con la cabeza, y un silencio cayó sobre ellos.
—Se hizo justicia, Sebastian —expresó la mujer, al cabo—. Quien haya asesinado a Avendaño y cualquiera haya sido el motivo, vengó a nuestros padres.
Furia echó un vistazo a Pandora y luego a su hermana; sabía que la mulata comprendía el inglés, pues Edwina se lo había enseñado.
—Habla con libertad frente a Pandora, Sebastian. Ella está al tanto de todo. Sabe cuál es mi verdadero nombre y cómo y quién asesinó a nuestros padres.
Furia no realizó ningún comentario y juzgó lógico que, en medio de tanta desolación y secretos, Edwina hubiese compartido con alguien sus angustias.
—
Qui in gladio occident, gladio penbit
—sentenció un rato después, y, ante las miradas inquisitivas de su hermana y de Pandora, tradujo—: Quien a hierro mata, a hierro muere.
Para Calvú Manque significó un impacto conocer a Edwina. Artemio le había hablado de ella, aunque nunca se la había descripto ni él se la había imaginado, Edwina de Lacy era sólo un nombre, sin cara ni cuerpo ni voz ni perfume, una entidad que a veces parecía más una invención de su amigo que una persona de carne y hueso.
Debió de resultar evidente para Edwina el efecto que había causado en él porque sofrenó una risita y lo contempló con ironía. Hasta el movimiento de su mano para taparse la boca lo cautivó. Esa noche, incapaz de conciliar el sueño, se avergonzó de su insensatez; había procedido como un mozalbete sin experiencia cuando, en realidad, era un hombre de cuarenta años. Cesó de torturarse y conjuró la imagen de Edwina. Cerró los ojos para estudiarla de la cabeza a los pies; sobre todo lo atraían su cabello de hada, de esa tonalidad inverosímil, parecida a la de misia Melody, y el turquesa de sus ojos.
Furia lo contemplaba con suspicacia cada vez que se refería a Edwina o cuando los hallaba a solas conversando, y Calvú Manque intentaba descifrar su disposición. No deseaba pelear después de tantos años de amistad, pero sabía que por fin había encontrado el amor y no tenía intenciones de perderlo. Ni siquiera por lealtad a Artemio Furia.
Fue Elisabetta la que le marcó la preferencia de Bamba por Pandora. Furia la recordaba de aquellos días en el año diez, cuando acompañaba a Edwina al Cabildo. Los años no la habían cambiado mucho; aún conservaba el mismo aire retraído y frágil, y un cuerpo menudo, aunque de buenas formas.
Cuando le habló a Bamba acerca de Pandora, Furia advirtió un brillo feroz en sus ojos oscuros y una inquietud que contradecía el temperamento estable del marucho.
—¿Quieres casarte con ella?
—Yo, sí. Ella, no.
—¿Se lo has pedido? —insistió Furia—. ¿Ella te ha dicho que no te quiere?
—No quiere a los hombres —contestó Bamba—. No le gusta lo que los hombres les hacen a las mujeres. Y no quiere que, ni siquiera yo, que la amo con tuito mi corazón, la toque —Furia permaneció callado y, tras una pausa, Bamba le contó—: Tuita la culpa la tiene ese hijoputa, mal nacío y que en el infierno esté, don Martín Avendaño.
—¿De qué estás hablando, Bamba? —se alarmó Furia.
—El hijoputa de Avendaño abusaba de la Pandora, lo hacía dende que ella tenía má o meno trece años. Como ella dormía juera, lejo de la casa, misia Eduarda no escuchaba sus alaridos. Esa víbora de la Adelfa, la cocinera, no decía náa, porque veneraba al amo Martín; los otros tampoco, por miedo. Pero el día en que lo supe… —Bamba se mordió el puño, a Furia lo sorprendió la energía violenta que manó de su cuerpo—. Los vengué, Artemio, a tus padres y a Pandora.
—¿Qué dices?
—Pandora me contó lo que ese hijoputa le hizo a tus padres y a tu hermana. Lo maté, lo hice pa'vengarlos a ellos y pa'que ya no lastimara a la Pandora. Mientras le clavaba el facón, le gritaba por quién estaba haciéndolo. Murió sabiendo que sus maldades lo mataban.
No dijo nada. Se limitó a mirar a los ojos a Bamba y darle un apretón en el hombro.
Días más tarde, Furia se incorporó con un movimiento brusco en el asiento del carruaje y se asomó por la ventanilla. En la calle del Cabildo, frente a la Catedral, le pareció ver a Rafaela.
Catalina de la botica
—¿Qué ocurre, querido? ¿Qué has visto? —se preocupó Elisabetta, sentada a su lado.
—¡Juan, deténgase! —antes de que el coche frenara por completo, Furia abrió la puerta y saltó—. He recordado un compromiso importante —explicó a su prometida.
—Pero...
—Juan, lleva a la señora de regreso a la casa. Nos vemos más tarde —le prometió a la italiana y cerró la portezuela.
Elisabetta corrió el visillo y lo observó avanzar con paso decidido por la calle de los Plateros, en el sentido contrario al que llevaban momentos atrás, y doblar a la izquierda en la del Cabildo, que corría frente a la Catedral. Lo perdió de vista.
Furia alcanzó la esquina y frenó. La muchacha cruzaba la calle de los Plateros y se dirigía hacia el pórtico conocido como Portal de Valladares. La siguió, conservando una distancia que le permitiera estudiarla y, al mismo tiempo, pasar inadvertido. Iba pobremente vestida y se arrebujaba en la mantilla como si tuviera frío. Él, que llevaba un gabán de cachemira, guantes de cuero forrados con piel de visón y botas hessianas, no había advertido lo gélido del viento sur. La vio entrar en uno de los comercios del pórtico, la botica, y, antes de que pudiera evitarlo, un hombre echó llave y colocó un cartel con el mensaje "Cerrado". La joven apartó un cortinado y desapareció tras él, mientras el hombre se ocupaba de apagar las bujías; la tienda quedó inmersa en la oscuridad, apenas iluminada por la luz del fanal del pórtico. No se atrevía a llamar a la puerta porque no quería descubrir que se trataba de un juego macabro de su imaginación ni que su mente lo había inducido a creer que se trataba de ella. ¿Acaso no estaba pensando en Rafaela al avistar a la muchacha?
Sacó su reloj del chaleco: seis de la tarde. Pronto sería noche cerrada. El frío y la inminente oscuridad ahuyentaban a los transeúntes; las calles quedarían desiertas en una hora. La muchacha no saldría de nuevo. La muchacha no era Rafaela. Su mujer y su hijo estaban muertos y enterrados. Maldijo entre dientes. A punto de emprender la vuelta a su casa, se detuvo. Un hombre joven, atildado y perfumado —la estela de su colonia, Agua de Hungría, se dijo, le bailoteaba bajo la nariz desde esa distancia—, llamó a la puerta. Le abrió una mujer mayor y lo hizo pasar. Encendió una palmatoria antes de desaparecer tras el cortinado. Apareció la joven, y el semblante del hombre —bastante atractivo en su estilo morisco— se iluminó. La muchacha permanecía fuera del círculo de luz; resultaba difícil distinguir sus lineamientos; destacaban el blanco de un pañuelo en la cabeza y el de un mandil. ¿Se trataría de la sirvienta, de la cocinera tal vez? El hombre salió minutos después, con un ceño y los labios apretados, y se alejó en dirección a la calle Ancha de Santo Domingo, con trancos largos que denunciaban su frustración.