—Ahora comprendo por qué les dedica tanto tiempo y les tiene tanta paciencia a esas gentes. A veces me pongo celosa —admitió Elisabetta.
—Bueno, y ahora la tiene a usted, por supuesto.
—¿Sebastiano menciona seguido a Rafaela?
—No, jamás. Cuando recobró un poco la cordura, una vez superados aquellos días de desquicio, me permitió que le refiriese en detalle lo que acabo de contarle a usted, cómo murieron Rafaela y Mimita. Después de eso, nunca más volvió a nombrarla.
—¿Usted cree que aún piensa en ella?
—Muy poco —mintió Manque, y, como Elisabetta había llegado a conocerlo y sabía cuándo le escatimaba información o la suavizaba para no lastimarla, prefirió cambiar el tema de la charla.
—Usted me ha hablado mucho acerca de esas tierras que Sebastiano posee en Morón. ¿Cree que él me llevará a conocerlas?
—Esas tierras ya no le pertenecen. Se las confiscaron cuando aquel asunto del asesinato del padre de Rafaela. Ahora posee unas mejores, más ricas y extensas, cerca de San Antonio de Areco, una localidad a unas veinte leguas de Buenos Aires.
—¿Allí llevará el ganado que trae en la bodega?
—Así es.
Como habían reaprovisionado el
Smarag
en Río de Janeiro, las comidas recuperaban el esplendor y variedad inicial, y, dada la nacionalidad de Antoine, el cocinero, los platos llevaban nombres que Manque jamás podía pronunciar. La suntuosidad de la mesa se apreciaba en cada detalle: el mantel de hilo de coco, los candelabros de plata de seis velas, la cubertería de oro y carey, la vajilla de porcelana de la fábrica de Blackraven y las copas de cristal de Baccarat. Los invitados, a tono con la mesa, lucían fraques confeccionados por los sastres de moda en Londres y París, en tanto que la única dama, ataviada con un vestido en tafetán rosa y mantilla de tul de un color similar en torno a los hombros, realzaba, su belleza con un aderezo de rubíes y brillantes, regalo de su futuro esposo.
Calvú Manque, que no se sentía parte de ese mundo de dinero y excentricidad, bebía un licor de naranja y observaba a los comensales por sobre el borde de su pequeña copa con la actitud de un científico. Artemio, medio ebrio, con el ojo velado por su párpado caído, le daba pedazos de carne de buey a Quinto, al tiempo que clavaba la vista en William de Lacy, que no perdía oportunidad de seducir a Elisabetta. Girolamo Sforza, primo y tutor de la italiana, contemplaba a su vez a Artemio, por quien, aunque intentara ocultarlo, sentía desprecio debido al origen de su madre y porque dudaba de su identidad; él pensaba que se trataba de un impostor y no del nieto del décimo conde de Grossvenor. Manque no lo culpaba; la traza de Artemio, con su parche negro, sus argollas en la oreja y su mirada aviesa, le habría inspirado miedo si no lo conociera desde los diez años.
En su opinión, se cocían varios caldos pesados en ese salón del
Smarag,
pese a que todos bebían y conversaban en un ambiente de cordialidad. Como buen conocedor de la naturaleza humana, se preguntaba cuándo se quitarían las caretas esos tres. A veces le daba por sonreír al ver a William actuar como un cachorro temerario y arriesgar el pescuezo al rozar a Elisabetta de manera innecesaria, o al demorar la mano en su cintura, o al dirigirle comentarios subidos de tono. ¿No sabía que Artemio Furia podía degollarlo con el cuchillo que estaba usando para pinchar ese pedazo de melón y que lo haría de manera tan súbita que él partiría al otro mundo sin saber qué le había sucedido?
Como acostumbraban después de la cena y antes de ir a dormir, Furia y Manque bajaron a la bodega a controlar el ganado y a ocuparse de los caballos, a pesar de que dos muchachos irlandeses los cuidaban día y noche.
—Es magnífico —expresó Manque, mientras acariciaba la quijada de Zeus, el caballo andaluz de Furia, de pelaje blanco impoluto y con las crines y la cola grises, que descollaba por su alzada, casi seis pies.
—Sí, es hermoso el bellaco, y lo sabe. También es mañero y voluntarioso. Si percibe que aflojas la rienda, hará de ti lo que se le antoje. Diomed, en cambio —hablaba de un hannoveriano de pelaje oscuro, casi negro—, es obediente y manso. Nadie salta como él. Es bueno para la caza pues conserva la tranquilidad a pesar de los disparos. ¿Verdad, Diomed? —dijo, y le acercó la mano llena de azucarillos—. Para ti también hay —le aseguró a un alazán árabe que había comprado en Tattersalls semanas antes del viaje con intención de cruzarlo con una yegua criolla que, según Manque, era preciosa.
El indio lo observaba hablar y actuar con los caballos, incluso con las vacas y los toros, y reflexionaba que sólo en ese ambiente Artemio recuperaba su verdadera naturaleza y carácter; el resto del tiempo impostaba una sonrisa y fingía; se había vuelto muy cínico con los años. De igual modo, no era feliz, ni entre los animales que tanto quería, ni entre los arrendatarios de sus tierras, ni siquiera con Elisabetta. La palabra felicidad se había borrado de su vocabulario con la muerte de Rafaela. Calvú pensó que él nunca había amado a una mujer de esa manera tan intensa, casi demencial; había experimentado un gran afecto por la madre de sus hijos, pero nada más, y a menudo se preguntaba cómo sería amar como Artemio había amado a Rafaela, o, más bien, como todavía la amaba, porque ni la muerte había acabado con el sentimiento. No se atrevía a preguntárselo a Furia.
Si bien al comienzo del viaje lo había notado más alegre, a medida que se aproximaban a la costa del Río de la Plata, Artemio caía de nuevo en su sombría melancolía y, cada vez con más frecuencia, lo encontraba solo en cubierta, la mirada fija en el horizonte.
Furia impartió instrucciones a los caballerizos antes de regresar al combés. Subieron en silencio mascullando cortos comentarios acerca del clima y de la condición de los caballos. Antes de que Manque entrase en su camarote, Furia le dijo:
—Ya sabes que mañana cerca del mediodía atracaremos en la Ensenada de Barragán. Quiero pedirte que te ocupes de mis invitados y los conduzcas a Buenos Aires. Apenas toquemos tierra, yo iré solo a la ciudad, a caballo. Tú demorarás el viaje para llegar en tres días. En cuanto al ganado, le alquilaremos una porción de tierra a don Anselmo y volveremos a buscarlo a la Ensenada más luego, antes de iniciar el viaje a San Antonio de Areco.
—¿Qué le dirás a Elisabetta?
—Que me adelanto para aprontar todo en casa de Blackraven.
—Y el verdadero motivo, ¿cuál é?
Furia caviló antes de contestar:
—Necesito estar solo porque hay un asunto del que tengo que ocuparme.
—Aarón Romano —completó Calvú Manque, y Furia asintió.
Había un obelisco en la Plaza de la Victoria, ahora 25 de Mayo, y sobre la calle del Cabildo, en esquena con la de Santísima Trinidad, estaban construyendo un pórtico con locales para tiendas que los porteños comenzaban a llamar la Recova Nueva; la vieja, entre el Fuerte y la plaza, seguía en pie, albergando a gran cantidad de comerciantes y envuelta en el mismo bullicio, fetidez y desorden de costumbre. Furia no advirtió otros cambios.
Para no llamar la atención, había elegido viajar desde la Ensenada de Barragán en Diomed; pasear sobre Zeus, de alzada imponente y colores exóticos —blanco brillante y gris—, habría provocado el mismo alboroto que una mujer desnuda en el mercado. Se vistió con ropas de paisano y se requintó el sombrero sobre el lado izquierdo para ocultar el parche. Así se apareció en el convento de la Merced. Causó un revuelo. Serapio, tan niño como siempre, reía y convocaba a gritos a los sacerdotes, que lanzaban loas al cielo a la vista de un Furia tan entero cuando, nueve años atrás, lo habían cobijado débil y vulnerable como un recién nacido.
El encuentro con el padre Ciríaco fue conmovedor. El mercedario lloriqueaba y se abrazaba a Furia, que luchaba para estabilizar la voz.
—Usted, padre Ciríaco, es como un roble en mi vida, fuerte y constante. Desde que tengo diez años, es la columna donde siempre puedo apoyarme. Al llegar, supe que muchas cosas podían haber cambiado en Buenos Aires, pero tenía la certeza de que usted estaría aquí.
—¡Hijo mío!
Para serenarse después de la visita a la Merced, bebió ginebra en la pulpería del Caricaburu con la vista fija en la tienda de la Lezica. No se daba cuenta de que una sonrisa le levantaba las comisuras.
Vamos, Mimita, repite conmigo, ¡Anímate! Soy el farolero de la Puerta El Sol, cojo la escalera y enciendo el farol. A la medianoche me pongo a contar y siempre me sale la cuenta cabal.
Apretó el vaso y las mandíbulas hasta que consiguió tragar el nudo de la garganta. Era un imbécil. Podría haber elegido otro sitio para beber.
Hojeó la
Gazeta de Buenos Ayres
y se informó de la situación política, aunque la conocía gracias a Calvú Manque. Arrojó unas monedas sobre la mesa y cruzó la calle de Santo Cristo. En la tienda de Bernarda de Lezica lo atendió un hombre que confeccionaba calzado y que le contó que Bernarda se había marchado de la ciudad a fines del año once y que nadie sabía de ella. El aroma del local, a cuero y pegamento, no resultaba desagradable; sin embargo, él, que había inspirado para absorber las esencias del neroli, del espliego, del azahar, del jazmín, de las rosas, del romero, del guayacol, del muguete, sufrió una decepción. Salió deprisa y entró en los Altos de Escalada. De pie en el centro del patio principal, observó la galería de la planta alta. Se vio a sí mismo corriendo escaleras arriba, medio loco por verla después de cuatro meses de separación, temiendo no encontrarla y olvidando que el sudor le pringaba el cuerpo y que olía a mierda.
Para mí huele a gloria.
La casera, sin reconocerlo, le dijo que la Bonmer se había casado en el año doce y marchado a vivir a Asunción, en el Paraguay. Por Albana no inquirió; sabía bien qué suerte había corrido; de hecho, vivía en París, en gran parte, a sus expensas.
Regresó a la casa de Blackraven, en la calle de San José. Necesitaba descansar y prepararse para la visita con que honraría a Aarón Romano por la noche. De acuerdo con la información provista por Eddie O'Maley, Romano había desaparecido de la escena política después de la asonada del 5 y 6 de abril de 1811, o revolución de la gente de medio pelo, como se la recordaba. Un panfleto difamatorio lo había destruido. Además de ponerse en entredicho su origen y la moralidad de su madre, en el libelo se lo acusaba de poseer burdeles, garitos y de prostituir mujeres a la fuerza. Se tapó todo. No obstante, Saavedra le exigió la renuncia, y se lo desterró de la sociedad. Aún vivía en la casa de la calle Larga con Clotilde. Su hermana Cristiana había muerto el año anterior de rabia a causa de una mordida de su perra Poupée, a quien Clotilde mandó sacrificar. En el diecisiete, llamada a comparecer en la Cámara de Apelaciones —la institución que reemplazaba, a la Real Audiencia— por la causa del asesinato de su tío Rómulo, Cristiana aseguró que el gaucho Furia no era el responsable del disparo sino otro maleante que ella había visto y que no podía identificar. Con esa declaración y la del padre Ciriaco —que Artemio Furia había visitado el convento y cenado en el refectorio la noche del crimen y que le significó dormir sin jergón durante varios meses como penitencia por mentir—, se cerró la causa iniciada en 1811. Seguía pendiente la incógnita del paradero del gaucho. El rumor de que había muerto en un duelo a cuchillo terminó por cobrar visos de veracidad.
No asociaba a Rafaela con la casa de la calle Larga, por lo que entrar y recorrerla no le provocó nada. Se movía por las estancias sin arrancar un crujido a las tablas del piso, con el sigilo que los indios le habían inculcado para cazar. El silencio era sepulcral, ni siquiera llegaban voces de esclavos o domésticas, y un sutil olor a humedad y los muebles cubiertos con grandes piezas de tela blanca conferían la idea de que se trataba de una casa abandonada. Sin embargo, gracias a la información obtenida por un espía de O'Maley, sabía que Romano estaba en Buenos Aires. Se ubicó en el vestíbulo, donde tomo asiento y se dispuso a esperar.
Oyó pasos y se dijo que eran dos; caminaban despacio y arrastraban los pies, como ancianos. El chirrido de los goznes acompañó el movimiento de la puerta principal al abrirse. Se perfiló en la penumbra la figura de un hombre encorvado, que caminaba con dificultad, guiado, o más bien, sostenido por una mujer.
—Espera aquí, Aarón —escuchó decir a la mujer, cuyo timbre de voz pertenecía a una persona de sesenta años o más.
Aarón, que respiraba con esfuerzo, descansó su cuerpo en la pared y aguardó a que la mujer encendiera la palmatoria. La luz bañó esa esquina de la habitación, y Furia lo vio con claridad. Aarón continuaba apoyado, con la espalda tan encorvada que el torso estaba paralelo al piso; mantenía la vista baja; un hilo de saliva escurría por su boca y caía al piso; balbuceaba sin captar la atención de la mujer, a quien Artemio reconoció como la madre de Romano. Se movió para darse a conocer.
—¡Dios bendito! ¿Quién anda ahí? —exclamó Clotilde, y elevó la palmatoria—. ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
—Me llaman Artemio Furia —dijo, y advirtió que Aarón mantenía la misma posición, sin alterarse, como si no lo hubiese escuchado—. He venido a saldar cuentas con el hijoputa de su hijo.
—Artemio Furia —repitió Clotilde, y su voz no vaciló, su gesto no se alteró; no tenía miedo—. Un fantasma del pasado a quien debemos nuestras desgracias.
—Ustedes no me deben nada a mí, ni sus desgracias ni sus dichas. Pero su hijo sí me debe mucho. Por su culpa, Rafaela murió y yo lo perdí todo. Es hora de que pague.
—Adelante —dijo Clotilde, y se hizo a un lado, y, con un amplio movimiento del brazo, lo invitó a acercarse a Aarón—. Acabe con él. Será una bendición, tanto para él como para mí. ¿Acaso no advierte el estado en que se encuentra? La sífilis lo ha despojado de todo, desde la vista hasta el entendimiento. La demencia lo consume, sus músculos no lo sostienen, tiembla como una hoja y sangra cuando orina. Ha quedado completamente ciego. No reconoce ni a su propia madre, menos se acordará de usted. ¡Adelante! —exclamó, con una cólera que no había empleado hasta el momento—. Acabe con él y libéreme a mí del castigo de ver sufrir a mi hijo esta agonía.
Furia guardó silencio, mientras contemplaba el despojo en que se había convertido Aarón Romano.
—He venido hasta aquí para matar a Romano y pensaba hacerlo padecer. Padecer mucho. Pero veo que la Naturaleza me ha ahorrado el trabajo. No intervendré en su tarea y le permitiré seguir adelante porque sé que el final que le tiene reservado a este hijoputa es cruento. Deseo que sufra la peor agonía y que se retuerza de dolor hasta que el Diablo venga a llevárselo.