Me llaman Artemio Furia (77 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Además de su pérdida, lo que me destroza —le confesó—, es haberte causado una pena que nunca te abandonará.

—Artemio, tú no me has causado ninguna pena. Si el Señor decidió llevárselo y dejarnos a nosotros aquí, no cuestionemos su designio y tratemos de ser felices. Jamás olvidaremos a nuestro hijo amado, eso es verdad.

—Muchas veces, a lo largo de mi vida, me pregunté por qué Dios me había preservado la noche en que murieron mis padres. Estaba enojado con Él por no haberme llevado a mí también. Después de que te conocí, entendí por qué.

—¡Amor mío! —Rafaela le besó la sien y, sin apartar los labios, le prometió—: Le daré más hijos, señor Furia. Se lo juro. Y seremos felices otra vez —siguió meciéndolo y acariciándolo—. Ahora quisiera ayudarte a tomar un baño.

—Huelo a diablos, ¿no?

—Para mí hueles a gloria —lo escuchó reír quedamente—. ¿Te gustaría que después del baño te diera un masaje con mis bálsamos como aquel día en
La Larga
antes de suturarte la herida que te causó Gabino? —la afirmación sonó como un ronroneo—. Calvú —llamó, y el indio apareció de inmediato, con Elisabetta por detrás.

Los dos pusieron los ojos como platos ante el cuadro que componían Rafaela sentada en el suelo y Artemio encogido, las rodillas al pecho y la cabeza sobre las piernas de ella. Furia no se molestó en mirarlos. Quinto se introdujo con sigilo y se echó junto a su dueño.

—Elisabetta, si usted no tiene inconveniente, me gustaría pasar la noche aquí.

—Por supuesto —aseguró.

—Gracias. Calvú, envía a Juan a buscar a lo de Edwina mi caja con aceites esenciales y la otra con los elementos para realizar curaciones. Ah, y una muda de ropa. Tía Pola sabrá dónde encontrar todo —se dirigió a Elisabetta para preguntar—: ¿Podría ordenar que preparasen una tina de agua caliente? Sería mejor llevarla a la recámara de Calvú así las domésticas cambian las sábanas aquí y ordenan esta habitación.

—Así se hará.

—Mientras preparan el baño —expresó Rafaela—, me gustaría que Artemio comiese algo.

—No tengo hambre.

—Comerás un poco.

Después de una cena frugal y un largo baño, Furia caminó como ebrio hasta su habitación, se quitó la bata y se tiró boca abajo en la cama. Estaba desnudo excepto por la venda en el brazo. Rafaela admiró su cuerpo delgado y fibroso, y detuvo los ojos en su culo pequeño, blanco, respingado y con depresiones a los costados de las nalgas. Había creído que, después de enterrar a Sebastián, no se excitaría de nuevo ni sentiría deseo. Se empapó las manos con aceite esencial de lavanda y comenzó el masaje.

Más tarde, Furia se movió hacia un costado para dar espacio a Rafaela en la cama, y desprendió un intenso aroma a lavanda. Para darle gusto, se acostó desnuda, boca abajo. Él se acomodó sobre su costado y le habló al oído:

—Rafaela —pronunció su nombre de manera reverencial, mientras movía la mano sobre las nalgas de ella.

—¿Señor Furia?

—Cuéntame anécdotas de Sebastián. Dios me concedió tan poco tiempo para conocerlo...

Pese a estar muy cansada, Rafaela se concentró para saciar la curiosidad de Furia, Juzgó un buen síntoma que hablaran del hijo que acababan de perder. Le contó situaciones divertidas desde que Sebastián era pequeño hasta sus últimas fechorías. Terminaron riéndose pues, como se quejaba tía Pola, el niño había sido una fuente inagotable de travesuras y salidas ocurrentes.

—Siempre fue un niño feliz, nuestro Sebastián —dijo Rafaela—, y vivía en la ilusión de conocer a su padre. Dios le concedió su deseo más anhelado antes de llevárselo.

Capítulo XXXIV

Dark Boys

Londres, Blackraven Hall, residencia de los condes de Stoneville. Abril de 1821.

Melody Blackraven, condesa de Stoneville, paseó la mirada por los comensales reunidos en torno a la mesa presidida por Roger. Allí se congregaban su suegro, el duque de Guermeaux; Horatio de Lacy, conde de Grossvenor; su suegra, Isabella di Bravante; el esposo de ésta, el capitán Malagrida; su primo hermano, Sebastian de Lacy; Rafaela, su esposa, y la tía de ésta, a quien llamaban Pola.

Melody fijó la mirada en Rafaela de Lacy, por quien profesaba un gran cariño y admiración, y se preguntó de dónde obtenía la fortaleza para sonreír y comer —muy poco, eso sí— cuando había enterrado a su único hijo meses atrás. Se le erizó la piel de los brazos al pensar que un accidente o algún mal cayera sobre los suyos; ya tenía cuatro, Alexander, Rosie, Arthur e Isabella.

Artemio —Melody no se acostumbraba a llamarlo Sebastian— y Rafaela, llegados a Londres semanas atrás, se convirtieron de inmediato en parte del elenco estable de
Blackraven Hall.
Durante la primera visita, en tanto los hombres conversaban y bebían madeira, Melody, con la excusa de mostrarle la casa, apartó a Rafaela. Tomaron asiento en su gabinete y hablaron con franqueza.

—Me verás sonriente y optimista porque así quiero que me vea Artemio, para que esté tranquilo y no sufra. Fue especialmente duro para él. Se culpaba, aún lo hace, lo sé. Él le regaló a Diomed en contra de mis deseos —Rafaela se secó las lágrimas y se forzó a sonreír—. Pero estoy dispuesta a ser feliz pese a todo. Después de nueve años, haber recuperado a Artemio fue un milagro que no quiero desperdiciar.

—¡Sí, sí! Eso es, tienes que ser feliz pese a este duro golpe. No es lo mismo, lo sé, pero cuando perdí a mi adorado Jimmy —Melody hablaba de su pequeño hermano—, la vida dejó de tener sentido para mí. Pero Roger, que siempre irrumpe en mí como un vendaval, me devolvió las ganas de vivir. Supongo que en eso te has convertido tú para mí primo, en su vendaval de energía.

—Él es tan fuerte, Melody, que, al verlo quebrado después de la muerte de Sebastián, me asusté. Creí que no sería capaz de ayudarlo.

—¿Y quién iba a hacerlo si no era su Rafaela de las flores? Te adora, lo veo en el modo en que te mira. Te devora, te cela, te absorbe. Eres el aire que necesita para vivir.

—Y él, el mío.

—¿Sabes, querida prima? Nuestros hombres son parecidos en algunos aspectos. Ambos tuvieron infancias difíciles y salieron adelante forjándose una coraza de hierro para protegerse. Pero llegamos nosotras y desbaratamos su espléndida estructura y los desconcertamos bastante. Somos su debilidad, los volvemos vulnerables, y eso los enfurece.

—Sí, lo sé. Calvú me dijo algo parecido.

Melody volvió al presente a la voz de su esposo, que anunciaba que los hombres se retirarían a fumar vegueros y a beber digestivos. Como necesitaba hablar a solas con Artemio, Roger le pidió que lo acompañara a su despacho antes de unirse al resto.

—He decidido acompañarte a la Irlanda —anunció Blackraven—. Quiero ayudarte a llevar a cabo tu venganza. No conocí a tu hijo, pero era el sobrino de mi mujer y siento un deber moral para con su memoria

Artemio no ocultó su estupor.

—No tienes por qué hacerlo —atinó a manifestar—. No quiero que te comprometas. Tienes una familia a tu cargo y no me perdonaría si algo te sucediese.

Blackraven rió con soberbia antes de expresar:

—Tú no me conoces, Artemio, no sabes nada de mí. Te aseguro que saldré indemne y que mi ayuda te será muy valiosa. Tengo contactos en la Irlanda que se convertirán en piezas clave para descubrir quién se esconde tras el ataque que provocó la muerte de Sebastián. Permíteme ayudarte.

—Contaba contigo para que velases por Rafaela mientras me ausento. Había pensado pedirte que la recibieras aquí, en
Blackraven Hall.
No quiero dejarla sola, en
Grossvenor Mansión
—Artemio hablaba de la residencia de su familia en Londres—. Mi abuelo viajará conmigo a la Irlanda, y esa casa le resultará demasiado grande y solitaria. Aunque la ves muy entera, sufre terriblemente por la pérdida de nuestro hijo. Y la compañía de mi prima y de tus hijos es un bálsamo para ella. Tendrías que recibir a Mimita y a Pola también.

—Por supuesto que se quedarán acá, en
Blackraven Hall.
Somar se ocupará de la seguridad de nuestras mujeres. Te aseguro, Artemio, que él las cuidará mejor que tú y yo juntos, ¿Cuándo partimos?

—Lo antes posible. Quiero acabar con este asunto. He decidido entrar de incógnito en la Irlanda para no alertar a mi enemigo.

—Eso no es un problema. Déjalo en mis manos. Conseguiré pasaportes falsos y viajaremos en uno de mis buques. Sospechas de alguien, ¿verdad?

—Sí, del ilegítimo de mi abuelo, John Joe Fitzgerald. Ha soñado con heredar el condado desde que se enteró de que era su hijo. Estoy seguro de que intentó asesinar a mi padre y de que mató a Andrew de Lacy, el sobrino de mi abuelo que se convertiría en conde de Grossvenor a su muerte. Luego aparecí yo y volví a aguarle el estofado.

—Como te dije, cuento con espías y contactos en Dublín que nos serán de gran utilidad.

—Yo también. Mi amigo, el político Daniel O'Connell...

—He oído hablar de él. Es el que lucha para que los católicos puedan acceder al Parlamento irlandés, ¿verdad?

—El mismo. Con mi ayuda, años atrás, formó un grupo de rebeldes, llamados los
Dark Boys,
como fuerza de choque para minar el poderío inglés y protestante en la Irlanda. Ellos nos ayudarán.

—Manos a la obra, entonces.

Esa noche, de regreso en la mansión del conde de Grossvenor, en el aristocrático barrio de Belgravia, Furia le anunció a su esposa la inminencia del viaje a la Irlanda.

—Me lo dices ahora —se enojó ella—, después de que acabas de hacerme el amor, porque crees que me tomas con la guardia baja y piensas que te permitiré ir.

—No ha servido de mucho —se burló él—, puesto que estás furiosa igualmente.

—¡No quiero que me dejes! No toleraré otra separación. ¡Llévame contigo!

—Rafaela, necesito adelantarme para prepararlo todo para tu llegada.

—¡No me mientas, Artemio! Este viaje tiene que ver con Sebastián —el silencio de Furia resultó elocuente—. No vayas, te imploro. No quiero que te apartes de mí. ¡Algo ocurrirá para separarnos, lo sé!

—¡Rafaela, escúchame! —la tomó por los hombros y le clavó los dedos en la carne—. Te juro por la memoria de nuestro hijo que volveré a ti, sano y salvo, y que empezaremos una nueva vida y alcanzaremos la paz y la felicidad.

La solemnidad del voto la enmudeció. Se abrazó a él.

—¡Vuelve a mí, Artemio! No me dejes. Una vez te aseguré que soportaría cualquier pena a tu lado. No hablaba por hablar. Si no vuelves a mí, moriré.

—¡Volveré! —pronunció él, con acento feroz—. ¡Volveré a ti! Lo juro.

—¡Más vale que vuelva, señor Furia, porque voy a darle un hijo! —Rafaela sonrió ante la mueca de su esposo, que la contemplaba sin pestañear, entre pasmado y emocionado—. ¿No dirás nada? ¿Siempre guardarás silencio cuando te diga que serás padre?

—¡Oh, Dios, Rafaela! ¿Estás segura? —Rafaela asintió, y Furia se incorporó en la cama para besarle el vientre con devoción—. Bendito seas, hijo mío —susurró.

Artemio Furia, Roger Blackraven y Daniel O'Connell sorbían cerveza en una fonda de la ciudad portuaria de Dún Laoghaire, ubicada a siete millas al sur de Dublín. Los tres vestían como marineros.

—Alguien alertó a nuestro pájaro de que estás vivo y pisando suelo irlandés —informó O'Connell a Furia— y nuestro
pájaro
echó a volar. Nadie sabe dónde se esconde.

—Hay un soplón entre nosotros —dictaminó Blackraven.

—Su actitud —habló Furia—, la de esconderse, habla de su culpabilidad. De todos modos, antes quiero atrapar a Burke y ratificar la identidad del cerebro de todo esto —giró para mirar a Roger—. ¿Te refieres a un soplón entre los
Dark Boys?

—No lo sé, podría ser. Confío en mi gente. He trabajo con ellos desde la época de la Revolución en la Francia. No me traicionarían, por lo que, al descartarlos, no quedan muchas posibilidades excepto los
Dark Boys.

—Blackraven podría tener razón, Sebastian. Hay un miembro nuevo, Kieran.

—Sí, lo conocí en la última reunión —aseguró Furia.

—Se nos unió hace poco, antes de que tú partieses para la Sudamérica. La verdad es que no me inspira confianza. Podríamos apartarlo y después ocuparnos de él.

—Mejor sería utilizarlo —sugirió Roger—. Podría guiarnos hasta nuestro pájaro. Si, como sospechamos, este tal Kieran es el que ha alertado a Fitzgerald para que se oculte, resulta evidente que hay trato entre ellos.

—Tal vez —conjeturó O'Connell—, el propio Fitzgerald lo haya infiltrado para asestarnos un golpe. Es un conocido aliado de los ingleses, ese mal parido —masculló.

—Pues bien —dijo Furia—, vigilémoslo y veamos adonde nos conduce.

—Si descubro que es un traidor-juró O'Connell—, deseará no haber nacido.

Un cuarto de hora más tarde, un muchacho entró silbando y caminó hasta la mesa de Furia. Se quitó la boina y tomó asiento.

—¿Qué noticias nos traes, Aidan?

—Ya lo ubicamos, señor O'Connell. La pista que seguíamos era buena. Se esconde aquí, en Dún Laoghaire —Pronunció
den lere,
con un pesado acento irlandés—. Alquila unas habitaciones cerca del Ayuntamiento. Sean y Liam quedaron de guardia. Hasta que me fui, no había llegado.

—En marcha —dijo Furia, al tiempo que arrojaba unos peniques sobre la mesa.

Se embozaron en largas capas negras, con cuellos que les cubrían hasta las orejas, y se calzaron sombreros de ala ancha que requintaron sobre sus frentes. Caminaron flanco a flanco por los oscuros y húmedos senderos del puerto. Los transeúntes los rehuían pues sus figuras negras y altas inspiraban terror; semejaban un paredón que avanzaba con la intención de arrollar todo a su paso. Subieron al coche y se alejaron a gran velocidad. Aidan, que acompañaba a Brian, el cochero —otro de los
Dark Boys
—, en el pescante le indicó dónde detenerse. Marcharon por una calle tranquila y mal iluminada.

—Ésta es la pensión —informó Aidan, y silbó.

En la otra esquina, se asomaron Liam y Sean y elevaron sus manos para indicar que se encontraban bien. Furia y los demás se mimetizaron en las sombras de un callejón. Menos de media hora después, un hombre se paró frente a la puerta de la pensión y hurgó en el bolsillo hasta sacar una llave.

—Burke —la voz enronquecida de Furia inundó la callejuela y afectó aun a sus amigos—. ¿Me recuerdas?

Burke no dudó: echó a correr. Furia desanudó las boleadoras de su cinto y las arrojó a las piernas de su antiguo administrador, que cayó de bruces con un quejido. Liam y Sean le ataron las manos y lo arrojaron al interior del coche.

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