—Rafaela, por favor. Sebastián...
—¡Cállate! —Levantó la cabeza, con la velocidad de una serpiente—. ¡No me lo digas! ¡No te atrevas a decirme que no despertará jamás! ¡Sal de mi vista!
Edwina se acuclilló junto a Rafaela y volvió a sujetarla por los hombros. La besó en la sien y le susurró:
—Rafaela, no puedo imaginar cuánto duele, pero tienes que aceptar que Sebastián se ha ido.
—¡No! —Su alarido crispó los ánimos y arrancó un sollozo a Furia, que tocó el piso con la frente y se echó a llorar a moco tendido, los brazos extendidos para rozar el cuerpo de Sebastián.
—Rafaela —habló Calvú Manque—, entrégame a Sebastián. Lo llevaremos a su recámara para prepararlo.
—¡No lo toques, Calvú! ¡Nadie ose tocar a mi hijo! —El llanto de Furia arreciaba en tanto la violencia de Rafaela aumentaba—. ¡Él es mío! ¡Mío! ¡Hijo de mis entrañas! ¡No me dejes! ¡Aquí está mamá! ¡No me dejes!
—Rafaela, por favor —insistió Manque, mientras la obligaba a incorporarse y Edwina le quitaba al niño.
Rafaela sufrió un ataque de nervios. Furia la miraba sin respirar. Lo sobrecogían sus alaridos, le recordaban a los de su madre al ver degollado a su padre. Se abalanzó sobre ella y la circundó con los brazos y la apretó contra su pecho. Ella luchó por liberarse; se debatía con un vigor que a Furia le costaba sojuzgar. Y todo el tiempo Rafaela exclamaba: "¡Por tu culpa! ¡Mi hijo está muerto por tu culpa!". No tardó en desvanecerse.
Habían trascurrido cinco días desde el entierro de Sebastián, y Elisabetta deseaba olvidar la ceremonia en el campo santo de San Francisco. Rafaela, flanqueada por su tía Pola y por Edwina, se había mantenido en silencio, su expresión como una máscara de piedra blanca, sin matices; parecía muerta. Hasta que los enterradores tensaron las cuerdas e iniciaron el descenso del pequeño féretro; entonces, la joven madre actuó como si acabase de caer en la cuenta de lo definitivo del acontecimiento. Gritó el nombre de su hijo e intentó arrojarse al foso. Furia, que se mantenía alejado, la sujetó por detrás y le pegó el pecho a su espalda y le susurró con voz ardiente algo que nadie oyó. Durante el velatorio en casa de Edwina, a Elisabetta le había dado un vuelco el corazón al descubrir los ojos de Artemio fijos en Rafaela; quería olvidar esa expresión de amor infinito, sin fronteras, sin condiciones, sin límites. Los sentimientos que incitó en ella, celos y rabia, la avergonzaban.
Subió por las escaleras del patio hacia la zona de las habitaciones y se detuvo frente a la de Furia. Se había enclaustrado después del entierro, y ni siquiera admitía a Calvú Manque; tampoco permitía que le curasen la herida del brazo. Sólo abría para vociferar a las domésticas que lo proveyesen de bebidas espiritosas. Aunque tenía una llave para entrar, Elisabetta no se atrevió. Se había mostrado muy violento con su amigo, ni qué decir con Girolamo, a quien casi le rebanó la garganta cuando éste lo presionó con el viaje a Buenos Aires; los rápidos reflejos del indio consiguieron que el filo del facón se desviase e infligiese un corte superficial en el cuello de Sforza.
Elisabetta sacudió la cabeza y se alejó con un suspiro. Amaba profundamente a Sebastian de Lacy y no toleraba su dolor. La impotencia la inquietaba, no sabía cómo ayudarlo. En la sala se topó con Manque. El indio no lucía mejor que su amigo. Estaba echado en un sillón, con el antebrazo sobre el rostro. Elisabetta carraspeó para anunciarse.
—¿Sigue encerrado? —preguntó el hombre, innecesariamente.
—Sí —contestó la italiana— y no me atrevo a entrar.
—Sólo se mantiene con vida para vengar la muerte de su hijo. Con el rechazo de Rafaela y la culpa que lo agobia por la caída de Sebastián, ya se abría descerrajado un tiro en los sesos si no fuese por la venganza.
—¿Por qué William hizo algo tan descabellado?
—Antes de morir me confesó que lo hizo por una suma muy abultada de dinero. Jacob Burke, el viejo administrador de los de Lacy, le entregó cinco mil libras antes de partir hacia acá. Y le prometió otro tanto si, durante el viaje a la Sudamérica, acababa con Artemio.
—¡Burke! ¿De dónde habrá sacado tanto dinero ese hombre? Recuerdo que tío Horatio siempre se quejaba porque, como consecuencia de sus apuestas, estaba permanentemente endeudado.
—Burke es sólo un intermediario. Nuestro verdadero enemigo no ha mostrado aún la cara.
Por la noche, Elisabetta llamó a la puerta de Furia y le preguntó si le apetecía cenar. Nadie respondió. Apoyó la oreja sobre la hoja de madera. El silencio era sepulcral. Tuvo miedo. Le tembló la mano al colocar la llave en la cerradura. Entornó la puerta con precaución, como si esperase que una jauría huyese por el resquicio. Ahogó un lamento al descubrirlo sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.
Furia levantó la cabeza que descansaba sobre sus rodillas y la observó con una intensidad que le robó el aliento. No le conocía esa mirada siniestra. El turquesa del iris resplandecía en su ojo inyectado de sangre; de seguro, no había dormido ni una hora seguida. Tenía el pelo más oscuro a causa de la suciedad, y el bozo, cubierto de una espesa barba. Llevaba la misma camisa de la mañana del entierro, y en la manga se advertía la aureola de sangre seca.
—Sal de aquí —le ordenó, y su voz le causó un repelús—. No quiero hacerte daño, pero lo haré si tengo que levantarme para sacarte fuera, Elisabetta salió y cerró con llave. Se encaminó a su dormitorio y le pidió a Mina que la ayudara a colocarse el dominó. Se cubrió la cabeza con la capucha y se calzó los guantes.
—Mina, dile a Juan que prepare el carruaje. Iremos a casa de misia Eduarda.
Les había permitido que la narcotizasen porque, cuando caía en ese sueño negro y profundo, se olvidaba de Sebastián. Al volver a la conciencia, con el corazón mortalmente herido, deseaba morir. El dolor, originado en sus entrañas, ascendía y se transformaba en pinchazos que, si bien nacían en el estómago, se desplazaban como ondas hasta las axilas y la espalda. Siempre ocurría lo mismo: abría los párpados con dificultad y enseguida pensaba en que Sebastián estaba vivo. A la comprensión de la realidad le seguía una brutal oleada de dolor. La amargura la envolvía y le oprimía el pecho como si le hubiesen colocado un yunque.
La mañana del quinto día despertó y descubrió a Mimita en su dormitorio. La niña estaba sentada en el canapé, muy quieta, con todas las muñecas que Furia le había comprado sobre la falda. La miraba sin pestañear. La llamó agitando la mano. Sonrió al ver el cuidado que empleaba para acomodar a las muñecas antes de responder a su llamado. Mimita se acomodó en el borde de la cama y le acarició la mejilla con rastros de lágrimas de la noche anterior.
—¿Batián?
—Se convirtió en ángel y se fue al cielo —le explicó, con bastante aplomo—. No volveremos a verlo.
—¿Atiemo?
—Está en su casa.
—Atiemo.
—¿Quieres verlo? —la niña asintió—. Mañana —mintió.
Le pidió a Pandora que no siguiera vertiendo en su tisana la opiata que Allende Pinto había recetado. Quería que los efluvios de la droga se diluyesen en su sangre para recuperar el control sobre sí. Pasó el día en su dormitorio. Sorbió unas cucharadas de caldo y comió unos trozos de pollo y arroz. La visitaron Edwina y, por la tarde, su tía Pola. Conversar con ellas le hizo bien. Edwina, en especial, se mostró cariñosa y no le reprochó las crueldades que le había espetado a su hermano. Aunque creyó que podría compartir la mesa a la hora de cenar, al ponerse el sol, decayó su ánimo y se metió en la cama. No dormía cuando Pola llamó a su puerta.
—La señorita d'Adda está aquí y pide verte.
Le tomó unos segundos entender de quién se trataba. Había obtenido atisbos de la mujer durante el velatorio y en el entierro. Tía Pola le había contado que llegó con Furia cuando éste trajo el cuerpo de Sebastián, por lo que la d'Adda había estado con su hijo cuando murió, un derecho que a ella se le había negado.
—No quiero verla.
—Lo harás. Saldrás de la cama y la recibirás. Es importante. Es acerca de Furia.
La belleza de Elisabetta d'Adda no se discutía. Era magnífica, y punto. Sin falla, sin defecto. Una condesa nata. Una criatura de fábula que atraía las miradas de hombres y mujeres por igual. Se limitó a inclinar la cabeza al entrar en la sala y le indicó, al extender la mano, que tomase asiento.
—¿Puedo llamarla por su nombre de pila? —Elisabetta le habló en un castellano fluido, de buena pronunciación. Rafaela asintió—. Rafaela, no me habría atrevido a molestarla si lo que me trajera hasta acá no fuese de naturaleza urgente y grave. Se trata de Sebastiano, o de Artemio, como vosotros lo llamáis —ante el silencio y la imperturbabilidad de Rafaela, Elisabetta dudó, hizo un silencio, carraspeó—. Creo que ha decidido dejarse morir. Hace cinco días que no sale de su recámara, no come, no duerme, no se higieniza, sólo bebe coñac y otras bebidas fuertes, y llora. La culpa está matándolo, pero, sobre todo, Rafaela, está matándolo vuestro desprecio. Le aseguro que me cuesta pedirle lo que le pediré. Necesito que venga conmigo y lo salve. Usted es la única que puede hacerlo. Sólo usted. Ni Calvú ni yo accedemos a él. Se ha encerrado en su dolor y ha decidido esperar a que la muerte lo sorprenda. Por favor, le imploro, sálvelo.
Las miradas, una de un verde esmeralda, la otra de un celeste claro, se cruzaron y quedaron suspendidas en el tenso mutismo. Rafaela se puso de pie. Elisabetta la imitó.
—Espéreme aquí. Voy por mi rebozo y mis guantes.
En el carruaje, Rafaela estudió el perfil de Elisabetta. No conseguía apartar los ojos de sus lincamientos. Su perfección la pasmaba.
—¿Por qué hace esto? —pensó en voz alta—. ¿Por qué ha ido a buscarme?
—Porque lo amo profundamente y deseo volver a verlo feliz.
—Usted es una mujer digna de él.
—Pero él no me quiere a mí. Sólo quiere a su Rafaela.
En la casa de la calle de San Francisco, Manque y Elisabetta la escoltaron escaleras arriba. Quinto caminaba a su lado y le lamía la mano. Rafaela se detuvo frente a la puerta y la miró sin verla. En realidad, estaba hablándole a Sebastián por primera vez desde su muerte: "Ayúdame a rescatar a tu padre", le pidió. Calvú Manque le puso las manos sobre los hombros y la obligó a volverse.
—Rafaela, mi
peni
'tá muy mal; mi anda pareciendo que se le han escapao algunas cabras. No te va a gustar lo que vas a encontrar ahí dentro. A mí ya me ha tocao ver esta escena muchas veces. Artemio Furia é el hombre más juerte que conozco, pero tú eres su debilidá. Jama lo vi quebrarse hasta que tú apareciste en su vida. Cuando se trata de ti, se desmorona, como si le dieran un golpe en la cabeza. Le pasó lo mesmo dispués de aquella noche en la pensión de doña Clara y tambien cuando le dije que le habías muerto. Te pido que le tengas pacencia y que lo tranquilices.
Rafaela asintió y entró llena de paz y seguridad.
Artemio disparó la cabeza para soltar un ladrido y, al ver quién era, se puso de pie con dificultad, ayudándose con las palmas y el trasero a trepar por la pared. Su gesto feroz iba suavizándose hasta reducirse a una mueca lastimosa. Rafaela se acercaba, y Furia se preguntó si se trataría de una alucinación causada por la borrachera. La joven se plantó a unas varas de él y se deshizo de los guantes y del rebozo; los echó sobre la cama. A pesar de que estaba sería, no lucía enojada. De igual modo, no le importaba si lo buscaba para insultarlo. Que lo flagelara también. Cualquier castigo que Rafaela quisiera imponerle sería bienvenido pues indicaría que no lo había olvidado. Porque era su indiferencia lo que estaba matándolo.
Rafaela le habló con dulzura.
—Tienes la misma expresión de tu hijo cuando había cometido una travesura y sabía que lo reprendería.
Su sonrisa parecía real. No alucinaba. Sus labios fueron desvelando esos dientes blancos y parejos, y su ternura lo sacudió. Los primeros sollozos emergieron con sonidos raros, como espasmos convulsos, porque se mezclaban con las ansias de hablar y de reír.
Rafaela corrió hacia Artemio y lo abrazó. Él se deslizó al suelo como si perdiera vigor; se aferró a la cintura de ella y la apretó con ferocidad. Ella no esperaba lo que siguió: Furia profirió un grito estremecedor, largo y doliente, que le hizo temblar las entrañas y le cortó el aliento. Apretó los ojos; no se atrevía a mirarlo en ese instante en que el dolor lo habría transfigurado.
Terminó sentada con las piernas recogidas hacia un costado sirviéndole de almohada a la cabeza de Furia. Se inclinó para hablarle al oído.
—Shhh. No llores, amor mío. No llores. Aquí estoy para ti y no volveré a apartarme de tu lado. Perdóname por haber sido tan cruel contigo. Perdóname por hacerte sufrir en un momento tan doloroso para ambos. No sentí nada de lo que te dije. Enloquecí a causa de la rabia y del dolor, y dije cosas que no sentía. Perdóname.
Furia se ovilló como un feto y aferró aún más las piernas de Rafaela. Le empapó la saya con lágrimas y saliva. Cuando giró la cabeza y la miró a los ojos, ella le pasó las manos por la cara para arrasar con tanto dolor y culpa. Lo atrajo hacia sus labios y lo besó. El casi no podía hablar, pero ella comprendió lo que intentaba expresar.
—Dude tanto. Duele tanto. No soporto... el dolor.
—Sí, lo soportaremos. Nuestro amor lo soportará, si estamos juntos, Artemio, me siento capaz de soportar cualquier cosa. Amor mío —le susurró—, amor de mi vida, no sufras. Cálmate, por mí. Vamos, inspira profundamente y busca serenarte.
Rafaela lo meció y le cantó las canciones de cuna que había empleado primero con Mimita, con Sebastián después. No sabía si Furia estaba dormido; respiraba como si lo estuviese.
—Murió por mi culpa —su voz la sorprendió—. No quise oírte cuando me advertiste del peligro y lo perdimos por mi culpa. ¡Por mi culpa! —repitió, y se golpeó el pecho con saña.
Rafaela le detuvo la mano y siseó para apaciguarlo.
—Artemio, tienes que saber que, para una madre, todo constituye un peligro. A veces habría querido que Sebastián volviese a mi vientre para preservarlo de cualquier mal. Eso no era posible porque él tenía derecho a vivir, y a hacerlo intensamente. Nunca había sido tan feliz como desde que supo que tú eras su padre. Me decía que eras el mejor, el más valiente —Artemio rió sin fuerza—, el más bueno, el mejor jinete, el que lo sabía todo y el que le daba los mejores regalos. ¿Te acuerdas de su expresión cuando le entregaste a Diomed? —Artemio asintió sobre su pierna—. En sus ocho años de vida, te lo aseguro, jamás lo vi tan emocionado. Fue feliz nuestro Sebastián, y ahora está con el Señor.