Me llaman Artemio Furia (73 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—¡Dios mío! —masculló Furia, y se cubrió el rostro con la mano.

—Si bien no he notado que sus pulmones estén afectados, es imperioso que descanse, que tome sol (su palidez es pasmosa) y que se alimente de acuerdo con una dieta que prescribiré. Les sugeriré un tónico para abrirle el apetito. Debe de tener el estómago tan pequeño que, al principio, no podrá ingerir grandes cantidades.

—Mandaré ahora mismo comprarlo —expresó Furia.

—Insisto: tranquilidad y descanso para ella. Su cuerpo ha conocido el límite del agotamiento. Que no se agite ni emocione.

Furia volvió junto a Rafaela, y una calidez casi olvidada derritió el hielo que por años había entumecido su pecho. Ella estiraba los brazos hacia él y le sonreía. Nada era más hermoso que esa imagen. Se recostó a su lado, con la cabeza erguida sobre la almohada. Rafaela lo obligó a bajarla para hundirse en su cuello perfumado.

—Sabía que algún día volverías por nosotros —le confesó—. Sabía que no habías muerto, que era una mentira de Aarón.

—Shhh. No hables ahora. Tenemos el resto de nuestras vidas para explicar lo que ocurrió. Sólo te diré una cosa: Calvú vio tu tumba y la de Mimita en el camino hacia acá. Juvenal Romano y, después, los lugareños le aseguraron que habían muerto durante un ataque de los indios. Jamás habría cesado de buscarte si hubiese sospechado que existía la más remota posibilidad de que estuvieran con vida. Cuando Calvú me dijo que habías muerto, algo se apagó dentro de mí. No encontraba sentido a respirar, a comer, a bañarme, a salir de la cama, a salir al mundo. Traté de quitarme la vida, pero fui un cobarde y no encontré el valor para hacerlo.

—Le agradezco a Dios que, por una vez en tu vida, hayas sido un cobarde. El te preservó para mí, para que volviéramos a amarnos. Artemio —pronunció, y elevó la mano para acariciarle la mejilla; aquel simple contacto la estremeció, y supo que, desde ese momento en adelante, al redescubrir a su hombre y al amor que la unía a él, volvería a juntar los pedazos que conformaban a Rafaela Palafox. Él le devolvería la identidad.

—¿Por qué tiemblas? —su ansiedad la hizo sonreír—. ¿Te sientes mal?

—Siento tanto amor por ti, un amor tan infinito, que me atemoriza

—¡Rafaela, no temas a nada! Ya estoy aquí.

—¡Gracias, Dios mío!

Había olvidado cómo lidiar con la terquedad de su mujer. Al final, después de obligarla a beber varias cucharadas de caldo de gallina, que él mismo le dio en la boca, y enfundada en un vestido que le bailaba sobre el cuerpo, con gruesas medias de lana, un par de botines de cordobán, un abrigo de merino, guantes y un rebozo de bayeta de pellón, Furia accedió a que lo acompañara a casa de Pola. La cargó en brazos hasta el carruaje, donde Bamba aprestaba un brasero bajo el asiento. Después de indicar al cochero la dirección, Furia trepó dentro y cerró la portezuela. Buscó a Rafaela como un ciego hasta aferrarla por la cintura y acercarla a él. Sus labios se Encontraron en la oscuridad. Al principio, una timidez ganó el ánimo de los dos, y, sobrecogidos por sentir de nuevo al otro, permanecieron inmóviles. Artemio no quería agitarla ni obligarla a esforzarse, sólo deseaba probar un instante la suavidad mullida de la boca de su Rafaela, la que tantas veces había imaginado en la soledad de
Grossvenor Manor.
La besó con reverencia, apenas movía los labios, suaves caricias como si temiese romperla. La dulzura de él la conmovió.

—Rafaela, no hay palabras para describir la felicidad que me embarga. Me siento ebrio de dicha. Me siento completo de nuevo. ¡Aún me cuesta creer que te tenga entre mis brazos, amor mío! Cuando nos separamos, una parte de mí quedó contigo. ¡Oh, Dios, te deseo tanto!

—Artemio, no ha pasado un día en que no haya pensado en ti, en que no haya añorado tu sonrisa, tu compañía, tu fuerza, la seguridad que me dabas. ¡En ocasiones tenía tanto miedo y me sentía tan sola!

—¡No me digas eso que me matas! Mi hijo y tú pasando necesidades, y yo viviendo en la más descarada de las abundancias.

—Tu hijo jamás ha pasado hambre ni frío, te lo juro.

—Pero tú sí, mi amor.

—Ya sé que estoy flaca y fea.

—Fea, jamás —expresó, con ardor, y la besó en la boca, y la obligó a separar los dientes para que su lengua la saboreara por dentro—. En cuanto a tu flacura, yo me haré cargo de que ganes peso y te sientas fuerte de nuevo.

—Oh, Artemio. ¡Me devuelves la paz!

En casa de tía Pola, Sebastián le dio a su madre el mismo recibimiento que Furia había atestiguado la noche anterior.

—¡Llegaste, mamá! —se colgó de su cuello, y Artemio sujetó a Rafaela por la cintura para evitar que el ímpetu del niño la arrojara de bruces—. ¿Tienes un abrigo nuevo? —se interesó.

—¿No vas a saludar a mi invitado, el señor Furia? —simuló enojarse Rafaela.

—Buenas noches, señor Furia.

Su vocecita le acarició el alma y le vinieron ganas de reír a carcajadas, de levantar a su hermoso hijo por el aire y hacerlo dar vueltas, y abrazarlo y besarlo. Conservó la compostura y le permitió que lo observase y se acostumbrase a su presencia. El parche negro y las argollas de plata llamaban su atención.

—Buenas noches. ¿Cómo te llamas?

—Sebastián.

Furia luchó por controlar la emoción. Sintió que los dedos de Rafaela entrelazaban los suyos y los apretaban para infundirle coraje.

—Qué lindo nombre —dijo, y carraspeó.

—Es el nombre de mi papá —expresó el niño, con orgullo.

—¿Y dónde está él?

—Mi mamá me dijo que está de viaje, pero que algún día regresará.

"Aquí estoy, hijo mío, hijo de mi corazón".

—Sebastián —intervino Rafaela—, ve a llamar a tía Pola y a Damiana. ¿Dónde está Mimita? Llámala también. Nos trasladaremos a casa de la hermana del señor Furia.

De vuelta en casa de Edwina, Furia y Rafaela comieron solos en el dormitorio mientras la anfitriona, junto con sus hijos Eduardo y Martín, sus nueras y sus pequeños nietos, se ocupaba de entretener a los invitados. Sebastián era un niño locuaz e inteligente que pronto se ganó la simpatía de sus primos y la de sus hijos. La tía Pola, a pesar de su constitución achacosa, conversó animadamente con Edwina; se mostraba tan feliz por la aparición de Artemio Furia como su sobrina.

—Cuando Rafaela y Mimita llegaron a Córdoba en el año once —explicó Pola—, decidimos que seguirían usando los nombres consignados en los salvoconductos falsos con los que habían viajado. De ahí que se las conozca por el nombre de Catalina y Etelvina López. Hemos vivido con miedo durante años. Temíamos que ese demonio de Aarón Romano viniera tras mi Rafaela.

—Todo eso ha quedado en el pasado —la tranquilizó Edwina.

Mimita, sentada entre Pandora y Damiana, la india cuñada de Pola, comía con hambre voraz. No había reconocido a Furia cuando lo vio en lo de Pola, a pesar de que vivía con su recuerdo, alimentado por Rafaela. Artemio notó que aún tenía el tiento con dijes, medio cachados y descoloridos.

Apenas llegados a lo de Edwina, Rafaela la había tomado de la mano y conducido a una sala pequeña y aislada donde se encontraba Furia. Le dijo al oído: "Es Artemio". Las pestañas de la niña se alzaron con rapidez, y sus ojitos medio estrábicos se fijaron en el señor de aspecto amenazante. Inclinó la cabeza hacia, uno y otro costado, mientras lo estudiaba. Una sonrisa se fue dibujando lentamente en sus labios hasta que lanzó un chillido y se abrazó a las piernas de Furia. El hombre la levantó en brazos y la besó varias veces en la mejilla.

—¡Mimita! ¡Mi niña adorada!

Unas criadas ayudaron a Rafaela a quitarse la ropa y ponerse el camisón. Furia lo habría hecho, pero Rafaela se negó. No necesitó preguntar el motivo; intuía que aún no estaba lista para reanudar la intimidad; además, se sentía fea y poco digna. Le había expresado que él estaba más hermoso que antes, si eso era posible, sin mencionar ni preguntar por el parche negro.

Regresó al dormitorio cuando Rafaela ya se había acostado. Lucía cómoda y a gusto sentada entre las almohadas. Colocó la bandeja con la comida sobre la mesa de noche y extendió una servilleta sobre el regazo de ella.

—Yo puedo hacerlo, Artemio —e intentó quitarle la cuchara con el caldo.

—Te suplico que me permitas alimentarte. No lo hago por ti. Es un acto egoísta. Lo hago por mí, para librarme de esta culpa que está agobiándome. Me atormento al pensar en las penurias y miserias que han soportado a causa de mi abandono.

—¡No nos abandonaste! Nos creíste muertas.

—No importa lo que haya sucedido en realidad, si yo siento culpa igualmente. Permíteme alimentarte.
Quiero
alimentarte, bañarte, vestirte, cuidarte, cubrirte de joyas, llevarte de viaje, comprarte castillos y palacios, comerte a besos, amarte, hacerte el amor. Quiero volver a estar dentro de ti, Rafaela, y oír tus gritos de placer. ¡Dios, cuánto te añoré! ¡Cuánta falta me hiciste, mi amor! —depositó la cuchara en el plato y se llevó la mano a la frente.

—¡No llores! —exclamó ella, y lo abrazó—. ¡Ya no! ¡Aliméntame, vísteme, cuídame! Haz lo que quieras conmigo, sólo te pido que no te separes de mí ni de nuestro hijo otra vez.

—Jamás. Jamás. Nunca más —repetía con pasión, sobre sus labios.

Rafaela bebió una infusión de valeriana y melisa, y se durmió al arrullo de las palabras de amor de Furia, que, como un juego, empezó a tratarla de usted y a hablarle como si los años no hubiesen pasado.

—Usté é lo más hermoso de tuita mi vida, Rafaela. Y náa ni naides me la güelve a quitar. Qué güen hijo que mi ha dao. Va sé un taita, mi pequeño, y mi anda pareciendo qu'é muy inteligente.

—Como su padre —refrendó ella—. Tía Pola está enseñándole a leer y a escribir. ¡Estoy tan orgullosa de él, señor Furia! Aprende velozmente.

—La amo, señorita Rafaela. La amo con toito mi corazón, con tuita l’alma. Pa'sempre, ¿mi oyó? Pa'sempre.

Rafaela se quedó dormida, y Furia no conjuraba la voluntad para incorporarse y salir de la habitación. No quería apartar los ojos de ella; temía que si le sacaba la vista de encima, la perdería. Le pidió a Edwina que velara su sueño mientras él se ausentaba unas horas.

—¿Adonde irás, Sebastian?

—A hablar con Elisabetta. Intuye que algo está sucediendo. Merece mi sinceridad.

—Sé suave con ella. Te ama demasiado.

En la casa ubicada en la calle de San Francisco, se encontró con que Elisabetta, Sforza, William y Calvú Manque compartían una cena tardía. Elisabetta se puso de pie y salió a recibirlo con una sonrisa. De inmediato, Furia sintió la ansiedad y el nerviosismo de su prometida, y le tuvo lástima.

—Estuvimos esperándote, Sebastiano —dijo, sin reproche—. Decidimos empezar. Lo siento —se disculpó, y Manque advirtió cómo se endurecían las expresiones de Girolamo y de William.

—Elisabetta —dijo Furia—, ¿podríamos hablar un momento a solas?

Al rato, la conversación en la mesa se interrumpió cuando Elisabetta pasó corriendo y llorando hacia los interiores. William y Girolamo se pusieron de pie al mismo tiempo y, luego de seguir con la mirada a Elisabetta, se volvieron hacia Furia.

—¿Qué le has dicho, patán sin sentimientos? —se enfureció Girolamo.

—Estoy cansándome de ti, Sforza. Un insulto más y conocerás mi ira —lo previno antes de evadirse tras Elisabetta.

—¡Ábreme! —le pidió frente a la puerta de su dormitorio—. Necesito explicarte, por favor.

Elisabetta abrió y se abrazó a el. Furia la arrastró al interior y corrió la falleba. Se sentó en la cama, con ella sobre las piernas. Parecía que nunca cesaría el llanto.

—Sé todo acerca de tu Rafaela —admitió, mientras se secaba las lágrimas—. Calvú me lo ha contado. Sé que la has amado más allá del entendimiento, la has amado como me gustaría que me amases. Sé que la amabas aun cuando te comprometiste conmigo. ¡Sebastiano, qué gran embrollo!

—Lo siento, querida. No sabes cuánto me duele hacerte sufrir.

—Lo sé, sé que no quieres hacerme sufrir. Pero no puedes evitarlo. Si ella está viva, yo no tengo una sola oportunidad de retenerte.

Se quedaron en silencio. La frente de Artemio descansaba en la de Elisabetta, que le acariciaba la mejilla.

—Estás feliz, ¿verdad?

—Elisabetta, por favor.

—Dímelo, Sebastiano. Necesito saber. ¿Estás feliz?

—Sí, estoy feliz. Soy feliz. Inmensamente feliz. Rafaela está viva y tengo un hijo maravilloso llamado Sebastián.

—¡Oh! Un hijo. Sebastiano, por amor de Dios, qué impresión tan grande has debido de recibir. No logro imaginarlo. Me siento mal, me siento sucia e indigna porque estoy celosa cuando debería estar feliz por ti.

—Elisabetta, no estás hecha de piedra. Es lógico que sientas pena y celos.

Furia llamó a Mina y le indicó que trajera una tisana para su patrona y que durmiese junto a ella esa noche. Caviló acerca de la conveniencia de regresar a lo de Edwina. Le temía a su descontrol cuando Rafaela necesitaba descanso y serenidad. No obstante, preparó una muda y volvió a la calle de la Merced. Edwina se había quedado dormida en un canapé, cerca de Rafaela. La despertó y le indicó que él se ocuparía. A pesar de su costumbre de dormir desnudo, no se quitó las bragas ni la camisa. Se deslizó bajo las sábanas con delicadeza para no despertarla. Pasó la noche en vela, observándola respirar.

Capítulo XXXIII

El poder del amor

Rafaela quería saber todo acerca de Furia. Furia quería saber todo acerca de Rafaela. Si no estaban juntos, los afligía una necesidad apremiante de tocarse, olerse, mirarse, besarse, saberse vivos, saberse uno. Temían que las circunstancias los separaran de nuevo, por lo que Furia se ausentaba el tiempo necesario para atender sus compromisos y a sus invitados y resolver las cuestiones pendientes de Rafaela, como pagar sus deudas, vaciar la casa de Pola y avisarle a don Boleslao que la maestra perfumista no continuaría trabajando para él, lo que causó la reacción violenta del boticario, que exigió que, en consideración a los años que la había ayudado, Rafaela le entregara las fórmulas. Artemio le cerró la mano en torno al cuello y lo levantó unas pulgadas del suelo. Lo miró fijo, sin emitir palabra. Boleslao escupió una disculpa y tosió hasta desgañitarse cuando Furia lo soltó. También se ocupó de Pancho Sosa Loyola, el aristócrata cordobés que pretendía a Rafaela. Enterado de que vivía en casa de misia Eduarda Avendaño, fue a visitarla. Calvú avisó a Furia del visitante. A pesar de que ese extranjero con traza de pirata le llevaba una cabeza, Sosa Loyola presentó pelea y manifestó que correspondía a Rafaela decidir con quién se quedaría.

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