Me muero por ir al cielo (16 page)

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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

BOOK: Me muero por ir al cielo
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—No, no se levante, señora Shimfissle. Sólo es un momento, para darle las gracias por sus buenos deseos y su apoyo a lo largo de los años.

—Oh, cielo santo —dijo una aturullada Elner—. Bueno, me hace mucha ilusión conocerlo, señor Edison. Siempre quise darle la mano y agradecerle todo lo que hizo.

—Oh, si no fue nada.

—¡Nada! —soltó ella—. Vamos, cariño, iluminó el mundo entero; si no hubiera sido por usted, aún seguiríamos a oscuras.

—Siéntese un momento, Tom —dijo Raymond, verdaderamente encantado de verlos a los dos. Tom se sentó al lado de Elner, en la otra silla.

—Bueno, muchas gracias, señora Shimfissle.

—Llámeme Elner. Yo a la gente siempre le decía que después del Creador, aquí presente —dijo haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Raymond—, a mi modo de ver usted es el segundo más importante.

Tom se puso a reír.

—Gracias de nuevo. Pero las ideas eran de Raymond, él me permitió pensarlas.

Raymond golpeó ligeramente el cenicero con la pipa y dijo:

—No sea tan modesto, Tom. Hizo usted un gran trabajo.

—Tal vez, pero también me divertí mucho. Elner, además quería darle las gracias por haber celebrado mis cumpleaños, se lo agradezco de veras.

Elner hizo un gesto para quitarle importancia.

—Venga, después de todo lo que hizo usted por la especie humana, es lo menos que podía hacer yo. Mi sobrina Norma decía que encender los aparatos todo el día era derrochar electricidad, pero yo siempre digo que la electricidad es una ganga. Pero si por unos centavos al día tenía luz y calefacción, y escuchaba la radio. Jamás me perdía los programas de la «Vecina Dorothy», no tiene usted ni idea de lo que anima que alguien te acompañe en casa a través de la radio o la televisión… Imagínese cuánta compañía ha dado usted a todos los enfermos confinados en casa, etcétera, la gente ya no tiene por qué estar sola.

Tom asintió.

—No había pensado eso.

—Bueno, pues piénselo y dese una palmadita en la espalda —dijo Elner—; le diré una cosa, Tom. ¿Puedo llamarlo Tom?

—No faltaba más.

—Ojalá entonces hubiera cuajado su idea de que los coches funcionaran con baterías eléctricas. Macky decía que los precios de la gasolina estaban por las nubes.

Él se encogió de hombros.

—Lo intenté, pero Henry Ford sacó el modelo A y se me adelantó. ¿Qué podía hacer? A quien madruga Dios lo ayuda.

—De acuerdo, por si así se siente mejor le diré que de todos modos tendrán que volver a estudiar su idea. —De pronto ella pensó algo—. Eh, ¿sabe que hicieron un montón de películas sobre usted?

—¿Ah, sí?

—Sí, y además buenas. Vi un par de ellas en Elmwood Springs, en una trabajaba Mickey Rooney, y Spencer Tracy era usted de mayor. La verdad es que me gustaron los dos.

—Así, Elner, ¿le gusta esto? ¿Lo ha pasado bien hasta ahora? —preguntó Tom.

—¡Sí, claro! Y ahora que sé que no estoy en ningún apuro, más todavía. Precisamente iba a decirle a Raymond que no había estado nunca en un lugar tan grandioso, es mejor incluso de lo que había pensado.

—¿Y no es fantástico volver a oír bien?

—Sí, desde luego, y no sólo eso. Dentro de un ratito voy a comer tarta de caramelo casera.

—Bien —dijo Tom poniéndose en pie—. Debo irme, dejo que termine su conversación con Raymond. Pero me encantaría charlar con usted en alguna otra ocasión.

—Cuando quiera. Me alegrará verlo.

En cuanto Tom hubo salido, Elner se volvió hacia Raymond aún un tanto sobrecogida.

—Imagínese, yo charlando con Thomas Alva Edison, y aún no me puedo creer lo cariñoso y humilde que es. Vamos, que si yo fuera tan inteligente como él, me temo que se me subiría a la cabeza. Y usted, Raymond, fíjese, con todo lo que ha llegado a hacer, y parece una persona normal y corriente…, y me descubro ante usted porque, en serio, si yo hubiera creado todo eso…, vamos…, estaría insoportable.

Raymond soltó una carcajada.

—Elner, es usted la monda.

Ella también rio.

—¿Ah, sí? Bueno, en todo caso es cierto, y además Dorothy es práctica como ella sola… Oh, hay una cosa que siempre me ha intrigado. ¿Cómo es ser Dios? ¿Resulta divertido? ¿O da mucho trabajo y poca diversión?

Él dio una larga chupada a la pipa.

—Bien…, es como cualquier otra cosa, supongo, muy entretenido, pero también conlleva una gran responsabilidad; y mucha congoja.

—Me hago cargo, teniendo en cuenta cómo va el mundo.

—Sí, es tremendo estar aquí viéndoles cometer los mismos viejos errores una generación tras otra.

—¿Cuál diría que es el error más grave?

—La venganza, sin duda, mire…, usted me golpea, por tanto yo le devuelvo el golpe. Se lo juro, es como si el mundo entero se hubiera quedado atascado en segundo de primaria. Cuando superen esta fase y sigan adelante, me alegraré de veras.

—Le entiendo. ¿Y cuánto tardará eso?

—No mucho —dijo él, que vació el resto de tabaco en el cenicero y guardó la pipa en el cajón—. Ya sabe que a veces una idea tarda cierto tiempo en imponerse.

—¿Como el hula-hoop? —preguntó Elner.

Raymond se rió entre dientes.

—Bueno, sí, estaba pensando más bien, pongamos, en Internet. Ya sabe que, cuando cristalizó, la idea se propagó por todas partes como un reguero de pólvora.

—Oh, sí, ahora todo el mundo parece estar conectado —reflexionó Elner.

—Sí, es un ejemplo perfecto de una idea cuyo momento ha llegado; y lo mismo que Internet, vivir en paz unos con otros es una idea ya madura.

—¿En serio?

—¡Ya lo creo! —exclamó Raymond—. Cada vez hay más gente que empieza a entenderlo, no es sólo una cuestión religiosa, sino de puro sentido común, sobre todo ahora mismo, cuando existe el peligro de volar por los aires. No hay otra opción.

—No, no la hay.

—En todo caso, esto es lo que la mayoría de la gente quiere hoy en día. Veo la situación y le aseguro que en la tierra hay muchas más personas buenas de lo que parece, aunque pocas veces se habla de ellas.

—Sí, es cierto, al menos en la televisión no.

—Y no lo olvide, Elner, veo también las nuevas generaciones que vienen; y sé lo que va a pasar. —Raymond alzó los ojos hacia la pared llena de nuevos bebés y de repente pareció entusiasmado como un muchacho—. ¿Y a que no sabe otra cosa?

—¿Qué?

—Cuando pase, no habrá casi diferencia entre la tierra y aquí. La gente no se morirá de ganas de ir al cielo para ser feliz. ¿No es fabuloso?

En ese momento regresó Dorothy, secándose las manos con el delantal.

—Bueno, me la llevo conmigo, vamos a comernos la tarta. ¿Te apuntas? —dijo con tono alegre

—No, id y pasadlo bien —dijo Raymond—. Seguro que tenéis que poneros al día de muchas cosas vuestras. Hasta luego.

Elner se levantó para marcharse; se dirigía a la puerta cuando de pronto se volvió y dijo:

—Ah, se me olvidaba. ¿Y la oración? ¿Sirve de algo?

—¡Por supuesto! —dijo él—. Queremos que tenga lo que desee, y si aquello por lo que usted ruega no la perjudica a la larga, nosotros hacemos todo lo que está en nuestras manos.

Elner asintió.

—No se puede pedir más —dijo—. Bueno, hasta la vista, Raymond. Me ha encantado la charla que hemos tenido.

—A mí también —respondió él.

La señora Franks, una vieja amiga

12h 01m

La señora Louise Franks había sido vecina de Elner cuando ésta aún vivía en la granja, y a lo largo de los años se visitaron una a otra un montón de veces y cocinaron recetas del programa de la «Vecina Dorothy». Tras fallecer el esposo de Elner, Will Shimfissle, y antes de que ella se trasladara a la ciudad, se estuvieron viendo casi cada día. Louise aún explotaba una granja de diez acres y a esta hora de la mañana estaba ocupada en los quehaceres habituales. Hacia el mediodía entró en el pequeño colmado de la gasolinera a comprar un paquete de bombones de malvavisco para su hija Polly, que estaba autorizada a comerse una bolsa de ésas a la semana. Cogió también un paquete de seis coca-colas light sin cafeína y una botella de Windex. Mientras pasaba las coca-colas por el escáner, el dependiente dijo:

—¿Ha escuchado a Bud y Jay esta mañana, señora Franks?

—No, esta mañana me lo he perdido. ¿Por qué?

—Han dicho que la señora Shimfissle ha muerto.

La señora Franks quedó atónita; precisamente había hablado con Elner el día anterior sobre el asunto de los huevos de Pascua.

—¿Qué?

—Sí. Según Bud, ha fallecido esta mañana en el hospital de Kansas City. Usted la conocía bastante bien, ¿verdad?

—Sí.

El dependiente observó la afligida mirada en la cara de ella y dijo:

—Lo siento. Pensaba que a esta hora ya se habría enterado.

—No, no lo sabía. —Acto seguido, la señora Franks se volvió y se dirigió a la puerta. El hombre la llamó.

—Eh…, se deja las cosas.

«Bueno, supongo que no le hacían falta», masculló.

La señora Franks salió del aparcamiento aturdida, y aproximadamente una manzana después se acercó a la acera y se paró.

Se quedó sentada pensando en lo que el dependiente le había dicho con tanta naturalidad. «Usted la conocía bastante bien, ¿verdad?»

¿Bastante bien? Las palabras «era la mejor amiga que he tenido nunca» habrían sido insuficientes. Nadie podía saber ni imaginar lo que Elner había hecho por la señora Franks y su hija. Sus pensamientos y preocupaciones se centraron inmediatamente en su hija Polly, que ahora mismo estaba en la residencia esperando que la señora Franks fuera a recogerla. ¿Cómo le explicaría a Polly que la señora Shimfissle había muerto? Polly quería a la señora Shimfissle: era la única persona del mundo con la que podía pasar la noche sin llorar ni reclamar a su madre. Cada año, la señora Franks ponía a su hija su flamante vestido nuevo y la llevaba a la ciudad a buscar los huevos de Pascua de Elner. Aparte de la Navidad y del día en que le sacaban la foto con Santa Claus, la Pascua era el día preferido de Polly. Le encantaba jugar con los otros niños, y con independencia de los huevos que encontrara en el patio, Elner la mimaba y le daba el premio más grande. Una vez fue un cinturón de vaquera de plata enjoyado y dos pistolas de fulminantes con las que todavía le gustaba jugar.

Pobre Polly, aunque ahora tenía cuarenta y dos años, era muy retrasada; tenía la mente de una niña de seis años. Jamás entendería por qué la señora Shimfissle ya no estaría más ni dónde había ido. «No se lo diré hoy —pensó—. Sólo le daré los bombones y dejaré que sea feliz un poco más de tiempo.» Ya estaba a mitad de camino de su casa cuando la señora Franks reparó en que se había olvidado la bolsa de la compra en el mostrador de la tienda y tuvo que dar media vuelta. Aún no se lo creía. Elner Shimfissle muerta. Elner, el alma más pura y valiente que había conocido en su vida. Ya no estaba. «¿Dónde está ahora?», se preguntó.

Mientras seguía conduciendo, Louise pensó que si existía una cosa llamada cielo, seguro que ahora mismo Elner estaba allí.

Vaya sorpresa, ¿eh?

Mientras andaban por el pasillo, Dorothy dijo:

—Podemos comer la tarta en el comedor o en el porche delantero, ¿qué prefieres?

—En el porche —dijo Elner.

—Estupendo, hace un día precioso; esperaba que dijeras eso.

Elner la siguió y de súbito oyó un ruido procedente del salón desde donde Dorothy solía emitir su programa, y se dio cuenta de que era alguien tocando
You are My Sunshine
con la tuba.

—Parece Ernest Koonitz —dijo.

—Lo es —dijo Dorothy—. ¿Por qué no lo saludas mientras yo voy a por la tarta? Estoy completamente segura de que le encantará verte.

Elner se acercó y asomó la cabeza en la habitación, y allí estaba, con su feo postizo y todo, luciendo el mismo traje blanquinegro de siempre y la pajarita roja.

—¡Hola, Ernest! Soy Elner Shimfissle.

Él alzó la vista y pareció muy complacido y contento de verla.

—¡Hola! ¿Cuándo ha llegado? —Se le acercó y le estrechó la mano a través de la tuba.

—Hace sólo un rato. Me han picado un montón de avispas y me he caído de un árbol, así que disculpe por la bata. ¿Y usted?

—Yo iba camino del dentista cuando me dio un ataque al corazón en el aparcamiento. Pero fue un momento oportuno, pues estaba a punto de gastarme un dineral en prótesis dentales.

—Ah…, bueno, ¿y cómo se encuentra, Ernest?

—Oh, ahora bien. Antes siempre estaba enfermo, pero ahora estoy mejor que nunca. Es la primera vez en años que soy capaz de tocar. La verdad es que éste es el sitio ideal… Dentro de unos minutos veré a John Philip Sousa, el gran director de orquesta, que ha accedido a darme algunas clases. ¿No es fantástico?

—Sí, por supuesto —respondió Elner—. Opino que nunca es demasiado tarde para aprender, aunque uno esté muerto.

Él miró alrededor.

—Y también es bonito volver a ver la vieja casa. Cuando la derribaron, pensé que había desaparecido para siempre. También pensé que al morirme yo desaparecía para siempre, pero aquí estoy. Vaya sorpresa, ¿eh?

—Una agradable sorpresa. Y además esas escaleras de cristal, ¿son bonitas, verdad?

Él la miró sin comprender.

—¿Qué escaleras de cristal?

Elner se dio cuenta de que él seguramente no había llegado por ese camino y preguntó:

—¿Cómo llegó aquí?

—¡En un flamante Cadillac descapotable con asientos térmicos!

—Ah, bueno…

—¿Ha visto ya a alguien? —preguntó Ernest.

—No, todavía no. Hasta ahora sólo a Ida, pero creo que estoy aún en la fase de registro y control. Si la supero, supongo que seguiré y conoceré a todos los demás; me muero de ganas de ver otra vez a mi esposo Will.

Elner oyó un portazo de la puerta de la calle.

—Bien, me tengo que ir. Sólo quería saludar… y buena suerte con sus clases.

—Gracias. Hasta luego. Que lo pase bien.

—Gracias —dijo ella.

Mientras Elner se dirigía al porche, ahogó una risita. Antes Ernest jamás le había dado la impresión de ser una persona especialmente entusiasta, pero es que ahora parecía contentísimo de estar muerto. ¿Quién lo hubiera dicho?

Un mensaje de consuelo

Aproximadamente una hora después, Macky estaba sentado con Norma, sosteniéndole la mano e intentando pensar en cosas que pudieran ayudarla, pero llegó un momento en que ya no se le ocurría nada y se alegró mucho de ver a Susie Hill, la pastora de Norma de la Iglesia de la Unidad, acercándose por el pasillo. Norma levantó la vista y al verla rompió a llorar.

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