Me muero por ir al cielo (17 page)

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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

BOOK: Me muero por ir al cielo
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—Oh, Susie, ha muerto. He perdido a la tía Elner.

Las dos mujeres se abrazaron.

—He venido en cuanto lo he sabido.

—Me alegra de que esté aquí, pero ¿cómo se ha enterado? Todavía no he llamado a nadie.

—Me ha llamado Irene Goodnight.

—¿Ah, sí? —dijo Norma con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Y cómo lo ha sabido ella?

—Creo que alguien del hospital ha llamado a Ruby.

—Supongo que debería telefonear a la gente y decírselo.

—Eso ya se ha hecho —señaló Susie—. Todos lo saben y te mandan recuerdos. Ruby y Tot me han dicho que te dijera que ellas están cuidando de la casa de Elner, así que no te preocupes por nada.

—Oh, me olvidaba de la casa. Seguro que estaba todo abierto. Ella nunca cerraba las puertas. —A Norma se le hizo un nudo en la garganta—. Siempre tuve miedo de que le robaran y la mataran en la cama. ¡Quién iba a pensar que serían las avispas! —Soltó un gemido y se desmoronó de nuevo.

—Lo sé, es una pérdida fatal, Norma, y sé que vas a echarla de menos —dijo Susie—, pero al menos sabemos que ha ido a un lugar mejor.

—Oh, Susie, ¿eso cree? —dijo Norma con tono expectante.

—Sí, estoy segura de que ahora mismo es feliz y está en paz.

En ese momento, Macky se excusó y fue a telefonear al trabajo para avisar de que no regresaría en unos días. Aunque él no creía en eso, si a Norma pensar que la tía Elner estaba en el cielo la ayudaba, perfecto. Que pensara lo que quisiera. Hacía años que Macky había dejado de creer en ilusiones vanas. En el ejército había visto a hombres saltar por los aires justo a su lado. Había visto demasiado para tener fe en nada fuera del aquí y ahora. Sería bonito pensar que Elner estaba en algún cielo, pero para él, por desgracia, no había nada de eso.

Comiendo la tarta

Un rato después, mientras estaba con Dorothy en el porche tomando tarta y café, Elner se quedó asombrada ante la visión que se ofrecía a sus ojos. En el rato que estuvo dentro hablando con Ernest, el cielo adquirió un exquisito color aguamarina que Elner no había visto en su vida, y todo el patio delantero se llenó de bandadas de bellos flamencos rosas. Grandes cisnes azules con brillantes ojos amarillos nadaban en un estanque que daba la vuelta a la casa, mientras centenares de diminutas aves multicolores volaban sobre sus cabezas.

—¿Te gustan los pájaros? —preguntó Elner.

—Desde luego.

—A propósito —dijo Elner—, me ha sorprendido saber que Ernest vino en un Cadillac.

—Nos gusta que el viaje sea lo más placentero posible. Tu hermana llegó en el
Queen Elizabeth
, camarote de primera clase —recordó Dorothy.

—Cómo no —soltó Elner, riendo—. Seguro que Macky llegará en esa lancha motora que tanto le gusta para ir a pescar.

—Tal vez —dijo Dorothy mientras servía más café a Elner—. Raymond y yo decimos que uno ha de tener lo que desee, sea lo que sea; y todo el mundo es diferente, a unos les gustan los barcos veleros, a otros los jets privados. La semana pasada llegó una pareja montada en una Harley-Davidson.

—¿Por qué he llegado en ese ascensor que andaba como loco?

—Sabemos que en las ferias te gustaba participar en vuelos acrobáticos.

Elner soltó una carcajada.

—Es verdad. Caramba, Dorothy, tú y Raymond os desvivís para que morirse sea una experiencia verdaderamente bonita.

—Lo intentamos —admitió Dorothy.

—Jolín, si se supiera lo bien que se está aquí, todos caerían como moscas.

Dorothy rompió a reír.

—Bueno, no queremos que la gente venga antes de estar lista, pero desde luego no hay nada que temer.

—No, desde luego.

Entonces Dorothy señaló hacia donde montones de diminutas rosas níveas y brillantes glicinas de púrpura intenso caían en cascada por encima de la cerca.

—Mira, qué bonitas son en esta época del año, ¿no?

—Sí, sobre todo aquí, me siento como si estuviera en un dibujo de una revista —dijo Elner mientras atacaba su segundo trozo de tarta—. Dorothy, te aseguro que no había comido una tarta casera como ésta desde que te moriste —comentó tras el primer mordisco—. No sé cómo lo haces para que te salgan tan ligeras y esponjosas; las mías no salen igual.

—¿Aún guardas la receta que di por la radio? —preguntó Dorothy.

—Sí, en tu libro de cocina, y la seguía al pie de la letra, pero nunca era lo mismo.

—La próxima vez precalienta el horno a ciento noventa grados, Elner; quizá no está lo bastante caliente. A veces pasa.

—Lo haré, y gracias por el consejo. —Elner la miró—. Por cierto, me ha gustado mucho conocer a Raymond, parece muy majo.

—Sí, lo es —dijo Dorothy mientras se servía otra taza de café—. Es un encanto, y muy atento.

—Eso me ha parecido.

—Sufre cuando ve que la gente no se lleva bien.

—Me hago cargo —dijo Elner.

—Según Raymond, los que provocan la mayoría de los problemas son los fanáticos y los radicales. Dice que se toman a sí mismos demasiado en serio, consiguen ponerse frenéticos y a todos los demás también.

—Puede que esté en lo cierto. Fíjate, el fanático corriente no parece tener mucho sentido del humor, ¿verdad?

—No —dijo Dorothy—, me temo que no se ríen ni en broma. Y no puedes estar feliz y furioso a la vez.

—Desde luego que no —admitió Elner.

—Pero comienzo a sospechar que podría haber algo más.

Dorothy echó un vistazo a la puerta por si a Raymond se le ocurría salir y luego susurró:

—Me pregunto si Raymond cometió algún pequeño error con la mezcla de hormonas. ¿Puso en los hombres demasiada testosterona? Piensa en ello, Elner…, son los hombres los que empiezan la mayoría de las guerras, no nosotras.

—Una cuestión interesante —observó Elner antes de tomar otro bocado de la tarta.

Dorothy exhaló un suspiro.

—Pero el pobre hizo todo lo que pudo, y doy gracias al cielo que me dejara ayudarlo, porque todo lo que había hecho, los mares, los árboles, todo, era de un gris sucio.

—¿En serio?

Dorothy asintió.

—Como te lo digo. Es daltónico perdido; todavía hoy tengo que emparejarle los calcetines, si no, acaba poniéndose uno azul y otro marrón.

—Me alegro de que lo pillaras a tiempo —dijo Elner—. Si no hubiera habido ningún color, habría sido un sitio muy aburrido.

—Gracias, pero fíjate, Elner —dijo Dorothy, pensativa—, hablando de colores, me parece que tuve un fallo.

—¿Cuál, cariño?

—En la gente. No sé si habría sido mejor hacerla de un solo color. No tenía ni idea de que habría tantos problemas, y esto me hace sentir fatal.

—Oh, yo no me preocuparía mucho de eso. En este apartado se están produciendo cambios, Dorothy. Mi sobrina Linda acaba de adoptar una niña china que tiene un color precioso, todo el mundo lo dice.

—Bueno, me gustaría pensar que la cosa mejora, y debo decir que, pese a todos los problemas, Raymond es muy optimista de cara al futuro.

—Ya lo sé; después de hablar con él me he sentido mucho mejor —dijo Elner—. Y eso que antes ya me sentía bien.

En aquel preciso instante, Raymond salió al porche y señaló su reloj.

—Señoras, lamento interrumpir, pero Elner ha de reemprender su camino.

Dorothy miró la hora y dijo:

—Vaya por Dios. Estaba tan a gusto que te he entretenido demasiado.

Elner no salía de su asombro.

—¿No me quedo?

—No —dijo Raymond—, nos encantaría tenerla con nosotros, pero por desgracia hemos de mandarla de vuelta a casa.

—O sea, que no veré a Will.

—No, cariño, esta vez no —dijo Dorothy.

Elner dejó despacio la taza de café en la mesa.

—Bueno…, me sabe mal, claro. Tenía muchas ganas de verlo. Pero supongo que no debo hacer preguntas. En todo caso, ha sido muy agradable estar otra vez contigo, Dorothy, y charlar con usted, Raymond.

—Ha sido fabuloso conocerla, querida —dijo él.

Dorothy envolvió un trozo de tarta con una servilleta.

—Toma, cariño, llévate esto.

—¿Seguro que no lo querrás más tarde? —inquirió Elner.

—No, cógelo, tengo media tarta en la cocina que probablemente no terminaremos nunca.

—Pues muy bien —dijo levantándose y guardándose el trozo de tarta en el bolsillo—. Ya sabes que me gustará. —Entonces miró a los dos y se dirigió a Raymond—. ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Quiere que lleve algún mensaje?

Raymond pensó unos instantes y luego dijo:

—Puede decirles que en realidad las cosas no están tan mal como parece, cada día hay más gente que va a la escuela, más mujeres que votan, nuevas tecnologías, nuevos descubrimientos médicos…

—Un momento, espere, Raymond —dijo Elner, mirando alrededor en busca de un lápiz—. ¿No debería apuntarme todo eso?

—No, no hace falta —dijo él—. Dígales tan sólo que los amamos, que tienen nuestro aliento, que perseveren, porque las cosas buenas están a la vuelta de la esquina. ¿Algo más, Dorothy?

—Quizá quieras recordarles que la vida es lo que uno hace, que sonrían, y que el mundo es maravilloso y que todo está en sus manos.

—Muy bien —dijo Elner tratando de recordarlo todo—. Están llegando cosas buenas y la vida es lo que hace cada uno. ¿Algo más?

Dorothy miró a Raymond, y éste negó con la cabeza.

—No, creo que básicamente es esto.

De pronto, Elner notó que la bata se le llenaba de aire caliente que se expandía a su alrededor; después empezó a elevarse lentamente del suelo y salió flotando en el aire como un globo, desde el porche al patio. Mientras ascendía, miró hacia abajo y vio a Raymond y Dorothy, rodeados de flamencos rosas y cisnes azules, sonriendo y diciéndole adiós con la mano.

—¡Adiós, Elner!

—Bueno, adiós…, gracias por la tarta —respondió mientras subía cada vez más alto, superaba el depósito de agua y ponía rumbo a Kansas City.

Un último adiós

2h 46m de la tarde

Cuando Norma levantó la vista y vio a su hija Linda acercándose por el pasillo, se puso a llorar de nuevo. Después de serenarse las dos, hablaron de la cuestión de la autopsia y acordaron que no se hiciera. Tal como dijo Linda, si no podían hacerla volver, ¿qué sentido tenía? La cruda realidad de la muerte era inapelable, irreversible. La dejarían en paz y no prolongarían lo inevitable. Respetarían los deseos de la tía Elner y organizarían la incineración de sus restos. Norma se deshizo otra vez en llanto. Al oír la palabra «restos», no le cabía en la cabeza que una persona que estaba tan viva por la mañana fuera ahora sólo «restos». La pastora Susie Hill dijo:

—Sé que es duro, Norma, pero creo que es lo que ella habría querido.

Macky y Linda se mostraron de acuerdo. Al cabo de un rato, él se levantó y le dijo a la joven enfermera que estaban ya listos para ver a su tía y despedirse. Norma preguntó a Susie si quería acompañarlos, y ésta contestó:

—No, esto es para la familia, creo que es mejor que vayáis los tres; esperaré aquí en el vestíbulo.

Los tres se dirigieron a la habitación de Elner, la enfermera abrió la puerta, entraron y se acercaron a la cama sin hacer ruido. Macky rodeó a Norma con el brazo y tomó a Linda de la mano, y se quedaron mirando a la tía Elner. La enfermera se apartó de la cama mientras la familia pasaba los últimos momentos con la mujer antes de que se la llevaran abajo. Para Linda, contemplarla no fue tan espantoso como había imaginado. Como decía su padre, parecía que la tía Elner estuviera simplemente dormida. Norma se apoyó en Macky mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Elner tenía un aspecto tan dulce y tranquilo que a Norma le resultaba difícil creer que estaba de veras muerta. No habló nadie, y la estancia estaba tan silenciosa que incluso escuchaban su propia respiración. Permanecieron allí de pie, guardando un silencio sepulcral, cada uno despidiéndose de ella a su manera, cuando Elner dijo:

—Sé que estás enfadada conmigo, Norma, pero si aquellas avispas no me hubieran atacado, no me habría caído.

Macky saltó literalmente medio metro hacia atrás.

—¡Dios santo! —exclamó.

Tras ver que Elner abría los ojos, la joven enfermera, que estaba al pie de la cama, soltó un grito espeluznante y se precipitó fuera de la habitación chillando a voz en cuello. Linda gritó a su vez, tiró el bolso al aire y salió corriendo tras la enfermera. Macky tenía los pies pegados al suelo con cola y no podía moverse, de lo contrario habría salido disparado. Pero por una vez en la vida, Norma, que estaba demasiado perpleja para desmayarse, dijo:

—¿Tía Elner? ¿Qué demonios estás haciendo? ¿Qué es esto de fingirte muerta? ¿Tienes idea de lo que nos has hecho pasar? ¡Hemos llamado a Linda y todo!

Elner miró y se disponía a responder, pero antes de tener la oportunidad de hacerlo, una voz histérica de mujer sonó a todo volumen en el interfono:

—¡Pruebas de urgencias! ¡Pruebas de urgencias! ¡Habitación 212, pruebas de urgencias!

Y al instante siguiente, como una manada de búfalos salvajes, médicos y enfermeras trotaron por el pasillo como alma que lleva el diablo e irrumpieron en la habitación arrastrando diversas máquinas y tres o cuatro aparatos intravenosos, dejando a Macky y Norma contra la pared. Cuando el joven médico de la sala de urgencias entró corriendo en la habitación, se quedó blanco como la cera al ver a Elner incorporada en la cama, apoyada en los codos y hablando, y se puso a gritar órdenes desesperadamente. Cuando la habitación estuvo llena de gente y máquinas, Macky y Norma fueron empujados al pasillo; y fue en ese momento cuando Norma cayó en la cuenta de lo que había pasado. Y se desmayó.

En la habitación, Elner se hallaba ahora rodeada de médicos y enfermeras que no paraban de chillar y la conectaban a varias máquinas a la vez; luego la sacaron de la cama y se la llevaron a toda prisa por el pasillo en una camilla. Cuando pasó junto a Linda, apoyada en la pared en estado de shock, Elner gritó:

—¡Eh, si es mi sobrina! ¡Eh, Linda!

Para entonces, la joven enfermera que había sido la primera en salir corriendo de la habitación ya había bajado seis tramos de escaleras, había corrido gritando frente a la enfermera Boots Carroll, a la que casi derriba, había cruzado el vestíbulo, había salido por las puertas de vidrio de doble hoja, y ahora atravesaba el aparcamiento y seguía manzana abajo sin abandonar en ningún momento su velocidad punta. En cinco minutos, el hospital entero fue un hervidero de noticias. ¡Una mujer muerta que habla! Cuando Elner pasó zumbando junto a la pastora Susie Hill, gritó:

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