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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (19 page)

BOOK: Melocotones helados
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Luego se marchó de esa casa. Comprobó que era una victoria pírrica al ver la expresión de su madre.

—Si no me voy ahora —le confesó a su madre—, me marcharé de malas maneras, mamá. Yo no puedo soportar mucho tiempo esta situación. No aguanto a papá.

—No digas eso…

—Es que es verdad. Yo no puedo vivir controlada. No quiero dar explicaciones de lo que hago a nadie.

La tía Loreto temió que de continuar por ese camino perdiera definitivamente a su hija, y la apoyó ante Carlos.

—Déjala que se marche. No le vendrá mal un poco de responsabilidad. No puedes atar a la gente.

—Esto es una locura. Es demasiado joven.

—¿Qué edad tenías tú cuando te fuiste de casa?

Accedieron, al fin. Le hicieron prometer que comería en casa una vez a la semana, y que si se encontraba en algún apuro, el que fuera, los llamaría. Ella dijo a todo que sí.

—Lo que sea. Si es dinero, como si es apoyo, o si quieres charlar un rato con alguien. Aunque nos separemos, seguimos siendo tus padres.

—Sí —dijo ella, y trató de parecer emocionada.

No le pareció adecuado decirles que le importaba poco que fueran sus padres. No los había elegido, no sabía cuándo se había sentido alejada de ellos por primera vez. Desde pequeña, rodeada de juguetes, con una madre joven y elegante y un padre que la llevaba en palmitas, sólo había vivido la soledad.

En su mundo ya no existía sitio para otra cosa que no fuera la Orden, la venganza y el dolor punzante de las humillaciones pasadas. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza la idea de que la marejada del juicio pudiera salpicar a su familia. Ni mucho menos a su prima. No era egoísmo. Si alguien se lo hubiera señalado, se habría sorprendido de no haberlo pensado antes. Pero nadie, como después se comprobaría por la Orden, sabía que Elsa pequeña tenía una prima.

Por lo tanto, se sentía libre de dedicarse a su juicio; echó a faltar en la sala a su Guía. Le hubiera gustado verlo.

—¿Qué le dirías? —le preguntaron en la asociación,

—No sé —reflexionó—. Cuando le conocí me contó que él había vagado como yo, mucho tiempo, sin un horizonte claro; Le preguntaría que dónde está él ahora, si ha llegado a donde yo estoy.

Una pregunta muy apropiada y sensata; pero si se hubiera topado con él no hubiera tenido el coraje de preguntar nada. Se hubiera encogido, como un caracolillo, o se hubiera arrojado sobre él como una tigresa. Los otros dos Guías que declaraban se parecían. Eran escurridizos, balbuceantes, inseguros. Tal vez todos los guías del mundo se parecieran. Las víctimas, sin embargo, tenían su propia historia.

7

Si los padres de Elsa pequeña envidiaban la sensatez y la cordura de su sobrina la mayor, los padres de la otra Elsa, en cambio, hubieran preferido que su hija viviera más, que no siguiera una pauta tan marcada. Como las orugas de las procesionarias, Elsa grande parecía seguir un sendero trillado y desbrozado por otros antes; estaban seguros de que si arriesgara un poco más, su talento conseguiría grandes logros.

—Viaja, conoce mundo… ¿Cómo pretendes saberlo ya todo a tu edad? Eres pintora, debes buscar imágenes nuevas, historias no contadas que plasmar. Hace falta una gran curiosidad, deseos de no atarse a ninguna parte para ser artista.

Pero Elsa grande quería pintar retratos, casarse joven, dedicar mucho tiempo a la familia y a la casa. Y así, tranquila, estudiar y profundizar en lo que le pareciera a cada momento.

—Pero ya tendré tiempo para viajar, mamá. Cuando envejezca no tendré ya cerebro ni deseos de estudiar, pero siempre me quedará hueco para viajar.

Así vivieran cien años, sus padres no la comprenderían. Entre ellos acusaban a Rodrigo de pisotear las alas de Elsa y de colocarle primorosas orejeras de sentido común.

—La juventud pasa pronto —le advertían—. Aprovéchate de ella ahora.

—La juventud pasa pronto —se decían Rodrigo y Elsa—. Debemos aprovecharla. Es el momento de sentar bases, de tender puentes, ¿Qué será de nosotros si no cuando no podamos valemos, cuando lleguen los años débiles?

En los presagios fúnebres coincidían los dos. Los ataba el convencimiento de que las desgracias, aun las más peregrinas, los acechaban tras cualquier mal paso, y que nada de lo que hicieran para prevenirlas sería poco. Cuando en su banco trasladaron a Rodrigo al departamento de seguros, su precaución se vio recompensada. ¿Sabían los otros, los despreocupados, que un meteorito, un incendio, una cosa tan tonta como un tiesto de petunias en la cabeza, podría…?

Unidos en una jocosa alianza, los padres de Elsa grande y su amiga Blanca se burlaban de ellos y los llamaban
las hormigas.
A veces se unían para enredar a Elsa y sacarla de su trabajo, en una expedición de ataque en el que se creían cigarras.

—Ven, te invito a comer. Vamos al cine… ¿Es que no piensas en otra cosa que no sea trabajar?

Elsa grande se quejaba de esas interrupciones, pero le servía de poco.

—Si al menos se te contagiara algo de la alegría de vivir de Blanca —decía mamá, mientras las dos freían pescado. Elsa enharinaba las sardinas, y la madre cuidaba de que el fuego no las arrebatara—. Algún día te arrepentirás de haber pasado tu mocedad encerrada y seria como un búho.

Elsa grande concentraba su atención en cubrir las escamitas plateadas con harina y callaba. Adoraban a Blanca. Sus padres la querían porque era cariñosa y divertida, tuteaba a la madre y mostraba un respeto sólo a medias burlesco con el padre. La querían porque, a diferencia de cuando Rodrigo iba por casa, escuchaban las risas en la habitación cuando las dos se juntaban, y porque durante años ni siquiera había avisado cuando venía a comer. La querían porque, pese a provenir de una familia acomodada, prefería a Elsa antes que a cualquier otra amiga. La querían porque había compartido con su hija regalos y situaciones que, de otro modo, hubieran estado fuera de sus posibilidades. La querían porque a veces se refería a ellos como
sus otros padres,
y porque siempre, incluso cuando ya habían montado el negocio juntas, y sus vidas tenían poco que ver con las de las niñas que fueron, Blanca continuaba abandonando la casa de mala gana, y se despedía con besos de todos.

Cuando su madre se lamentaba, con la más sarta intención de provocarla, de que no fuera como Blanca, ella callaba. Debía defender su fama de búho.

El búho. Un búho de ojos redondos, siempre a la espera de las desgracias. Blanca, el colibrí. Un colibrí centelleante, inquieto, visto y no visto. Un pajarito veloz, perseguido por la alegría y la angustia.

Blanca. A menudo su alegría, su angustia cubrían el cielo entero, y con ademán resuelto, como si firmara una sentencia de la que estuviera íntimamente convencida, abría la nevera. Las dos solas, después de una tarde de confidencias, o de estudio, o sencillamente de tumbarse sobre la cama a contemplar musarañas. Blanca comenzaba con dos yogures, con la plateada elegancia de sus tapas arrancadas.

Luego, mientras Elsa grande chupaba algún bombón, o mordisqueaba una pera, llegaba el resto. Comía un tomate; la ensalada que había troceado para la cena, con una lonja de salmón ahumado envuelta en papel aceitoso; zanahorias a las que limpiaba la tierra con un paño, de modo que a veces sus dientes rechinaban con alguna piedrita; jamón cocido; mortadela salpicada con aceitunas, y un fiambre de cerdo que llevaba pistachos.

Comía paté que comenzaba untando con parsimonia sobre pan tostado, y que terminaba devorando a cucharadas; chorizo que no se molestaba en dividir en rodajas; lomo; tallarines que habían sobrado del mediodía, mezclados con salsa de orégano; trozos de tocino blanco que reservaba para alguna fritura; queso que rayaba precipitadamente o que mordía hasta arrancarle medias lunas onduladas; latas de anchoas y sardinas que conservaba en la nevera; leche tan fría que le quemaba la garganta. Para entonces había recorrido todas las baldas de la nevera, y las había vaciado; quedaban los huevos tambaleándose en la puerta, y alguna verdura que debía cocerse.

Entonces se giraba, sin apenas moverse, y abría de una patada la alacena. Allí conservaba las galletas; las tabletas de chocolate, nunca más de dos, que restallaban al romperse con un ruido particular; las magdalenas para el desayuno; la leche condensada, que dejaba en sus labios el sabor de alguien que había muerto hacía mucho tiempo; el pan, que untaba con mantequilla y azúcar, o con aceite y sal. Y así, en medio del desastre, con el suelo de la cocina cubierto de migas, los envoltorios de celofán destrozados y las uñas sucias con restos del festín, comía hasta que al final no quedaba lugar ni hueco en su cuerpo para la alegría, ni para la angustia, y durante un momento el mundo permanecía en calma, indoloro. Flotante.

Elsa grande la miraba comer sin mover un dedo, concentrada en su bombón, hasta que la amargura del chocolate le cortaba la lengua y se la entumecía. Veía cómo Blanca se ponía en pie y caminaba por el pasillo; cuando regresaba del cuarto de baño volvía a ser la misma. El colibrí. En su vientre, torturado y quemante, se albergaban las mismas emociones que le daban vida: la alegría, la angustia. Sólo en último lugar, como un resto de algo muy lejano, la comida.

De modo que en sus cartas, cartas más detalladas y frecuentes que las que destinaba a Rodrigo, no le hablaba de los dulces que traían de Virto, ni del plato típico de Duino, que la tata dominaba con una pericia casi insultante: la pava asada, con su relleno de castañas, alfóncigos, piñones y una farsa de jamón picado, pan y perejil. Allí latían infinidad de historias no contadas. Le hablaba de los naranjos con naranjitas amargas que crecían por las calles, de las cúpulas de las casas viejas, pespunteadas con azulejos, de sus paseos interminables hasta el fin de la ciudad; de una platería que había en la plaza, con unas bandejas de plata anticuadas y, por tanto, extrañamente aristocráticas, y de la crueldad de un cartel que se mantenía en la misma calle y que rezaba «Carne de potro».

Sin embargo, faltaban los olores verdaderos del barrio del abuelo: el de las almendras garrapiñadas de la churrería, que se extendía, espeso como una mancha visible, por los pisos altos; el de la parrillada de los domingos del restaurante más próximo; el olor yodado, femenino, de la mejor marisquería de la ciudad, que ostentaba sus langostas vivas y amordazadas en grandes tanques de agua ante el escaparate.

No podía separar la luminosidad de la calle con la alegría de la comida, que en Duino saltaba a los ojos a cada paso. En Desrein los edificios nuevos y sin vida, el acero y el cemento delataban acusadores a los que se entregaban a la gula. Comer una manzana por la calle resultaba tan impropio que podía ser interpretado como una provocación. Los duineses, en cambio, colocaban toldos en las terrazas para protegerse del sol, bañaban en aceite una lechuga melancólica, la salpicaban con sésamo y alcaparras y organizaban con ella un festín.

En Desrein la comida vivió épocas gloriosas. Los tiempos del hotel Camelot.

Budines de leche cuajada adornados con brevas abiertas en forma de flor. Uvas encerradas en cápsulas de hojaldre, rellenas con una avellana. Tocinos de cielo temblorosos, agobiados bajó estrellas de nata. Melocotones helados.

Cuando el hotel Camelot cerró, después de cambiar varias veces de dueño y de vender hasta las toallas con la coronita bordada, se rumoreó durante algún tiempo que el edificio sería derribado. Atrancaron con maderas la puerta y tapiaron las ventanas bajas. Entonces, de pronto, alguien recuperó las escaleras señoriales y los pasamanos encargados al extranjero, y el viejo hotel regresó a la vida.

Lo convirtieron en un banco. Las remodelaciones de la planta baja fueron mínimas. Aprovecharon los zócalos nobles. En las habitaciones instalaron las oficinas. Aquello respondía admirablemente al espíritu de Desrein; nada sobraba, todo podía utilizarse nuevamente, y la reconstrucción del Camelot fue muy admirada. En los tiempos confusos en los que ya no existían ni los buenos valores del pasado, ni el estilo y el refinamiento, aquel banco les hacía recordar las épocas en las que todas esas cosas contaban. Señoras con zapatos y bolso a juego se colgaron del brazo de los hombres importantes y acudieron a la inauguración, donde sirvieron minúsculos bocaditos con pasta de hígado y caviar plateado.

Melocotones helados.

Cuando a Elsa grande se le caían encima las paredes del piso, salía a caminar. Duino, en las tardes en las que el viento frío de la nieve lejana espantaba el calor, era una ciudad llena de recovecos, agradable para quien la visitara. Elsa había comenzado alejándose casi con timidez: primero hasta la avenida más cercana, luego hasta un parque con unas estatuas de alabastro desgarbadas y vanguardistas y posteriormente hasta la parte vieja.

Dejaba a un lado a un mendigo en la esquina, que pedía con un perrito que sostenía una cesta entre los dientes, con los ojos cerrados; la tienda de la plaza, una platería que relumbraba al sol con sus cepillos y sus bandejas grabadas. Y había también un café al que una mampara de cristales de colores le daba cierto aire modernista, un café con un cartel que anunciaba que los jueves se jugaba al bingo.

No paseaba como una turista, siguiendo rutas esbozadas en un mapa, sino que buscaba pequeñas excusas para acercarse hasta un palacio reconstruido dos barrios más allá, o hasta la cárcel, que se erigía cercana a la autopista. Recordaba a Rodrigo, e imaginaba qué le contaría cuando se llamaran. Luego, en las comidas, describía lo que había visto, y el abuelo y la tata descubrían la ciudad con otros ojos. Incluso sacaban un mapa y seguían sobre él sus movimientos.

—Tenemos un museo muy importante en la ciudad —decía la tata—. Tú que eres pintora deberías visitarlo.

Elsa, que conocía por catálogos el museo y no le encontraba ningún mérito, asentía por cumplir. El abuelo continuaba.

—Esa parte no ha cambiado en absoluto desde la guerra —le contaba el abuelo—. El ensanche lo trazaron por la otra margen, ¿no ves? —señalaba en el mapa—, hacia la zona del río. Allí hubo hace mucho tiempo una maternidad… Ahora no sé qué es lo que hay.

—Sigue allí —le informaba la tata.

—A ver cuándo me acerco por ahí… me estoy volviendo perezoso.

Tal y como le había prometido al abuelo, había echado un vistazo a los muebles que habían sobrevivido a las termitas. De una de sus excursiones regresó con varios botes de pintura, y pintó la mesita y el armario de su cuarto en verde claro, con filos de oro. Probó a resaltar las molduras de la cama, pero la madera, muy porosa, no admitía tantas alegrías. El abuelo la observaba desde la puerta.

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