Melocotones helados (21 page)

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Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
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—Si vas a pasarte así todo el viaje, nos quedamos. —Luego la arrastró hasta un espejo, la abrazó por la espalda y sonrió—. ¿Quién nos va a descubrir? ¿Eh, tonta?

Blanca no tendría ningún problema para hacerse pasar por mayor de edad, y Elsa grande, ranita flaca, se propuso aparentar aplomo y descaro. Las dos habían dicho ser estudiantes de la Universidad de Desrein, y era poco probable que la mentira fuera descubierta. Para ellas, durante tres semanas, se abrían los secretos del montaje, la historia del cine, el futuro.

—Qué suerte —les habían dicho las otras amigas, que se mordían los labios llenas de envidia—. Si veis a algún actor famoso, traednos autógrafos.

—Cobardes —respondió Blanca, despectiva, porque su plan inicial había incluido a varias de aquellas amigas—. Ya pueden dar gracias si les enviamos alguna postal.

Pese a la gran fama que los cursos de verano de Lorda habían logrado, los profesores se quejaban de que el nivel había descendido; culpaban de ello a la masiva admisión de alumnos, que acudían como hechizados ante el reclamo de las lindas playas de Lorda y el prestigio de dos o tres profesores de campanillas.

Las verdaderas razones nunca se revelaban: cinco años antes el director de los cursos había renunciado a su cargo, aduciendo motivos de salud. Faltaban apenas dos meses para el inicio, y la dirección buscó a toda prisa un sustituto, que, mal que bien, capeó el temporal. Desde entonces permanecía inamovible en su cargo; hacía y deshacía a su antojo, y favorecía envidias y resquemores desconocidos hasta entonces. Varias de las profesoras se marcharon, aburridas de su prepotencia y su machismo; las sustituyó por gente de confianza.

Aquel año, durante la ceremonia de comienzo de curso, el director hizo hincapié en la juventud y la experiencia de los profesores, y en el gran poder de convocatoria de los cursos. Todos, profesores y alumnos, se habían reunido en el gran salón de actos de la universidad, y se observaban los unos a los otros con atención, como si pertenecieran a especies enemigas y enfrentadas.

En los cursos en los que Elsa y Blanca se habían inscrito sólo dos profesores bajaban de los cuarenta: Gloria Maza, la profesora de montaje, y él de técnicas narrativas, John Swordborn, un poco más joven.

Era el tercer curso de verano para Swordborn, y el segundo en el que trabajaba de profesor durante todo el año. Antes de recalar en Lorda había sido actor y guionista de cine. Ninguno de los trabajos le había importado mucho, y había pasado de uno a otro con total indiferencia. Así lo había aprendido de sus padres, actores, despreocupados y adorables.

Luego, al abandonar su país, su pasado cobró súbita importancia. Necesitaba certificados, títulos, experiencia. Desempolvó su travesía universitaria y la desplegó, reluciente, ante los que se la pedían. Por aquel entonces, su madre, Wilhemina Swordborn, acababa de publicar un precioso tratado sobre la comunicación en el teatro, para el que él había buscado bibliografía; en contrapartida, la madre le dedicaba el libro, y se refería a él como maestro e inspiración.

Las palabras de su madre y la devoción sin límites que el director de los cursos de verano sentía hacia ella firmaron su admisión por tres meses como profesor de un curso intensivo. El resto, los dos años y nueve meses restantes, se los ganó él. Cada trimestre esperaba una carta de la universidad que le anunciara si el contrato se renovaba por otros tres meses o decidían prescindir de sus servicios; fumaba un cigarrillo muy despacio antes de abrirla.

—Qué más da —murmuraba, en voz baja—. Si debo irme, es porque estaba escrito que debía irme.

Había llegado a Lorda por casualidad, y se quedó porque encontró fácil el idioma, le agradó el clima y se enamoró de una chica morena y dulce. Pero a los tres meses rompió con ella, y se había aburrido ya del cielo templado de Lorda. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, por un sentimiento mezclado entre su apatía habitual, no estaba dispuesto a marcharse. Y sabía que sólo el trabajo, aquel puesto mediocre, le ataba allí. Si hubiese pedido opinión al resto de sus amigos sobre su decisión de permanecer en Lorda, la mayoría le habría contestado que estaba desperdiciando el tiempo.

John Swordborn causó una gran impresión en Elsa grande, que no habló de otra cosa los dos primeros días. Junto con el resto del grupito de técnicas narrativas, doce en total, cayó pronto a los pies del profesor; Blanca, sin embargo, no le encontró tanto mérito.

—¿Qué es lo único que hace? ¿Enseñarnos a contar historias? Eso no se aprende. Se nace así, o no se nace.

Se había inscrito en ese módulo arrastrada por Elsa, pero lo consideraba una pérdida de tiempo y de dinero. Si alguien sabía contar una historia, era ella. John intuyó en seguida que esa presa se le escapaba, y le prestó una atención especial.

—¿Y tú, Blanca? ¿Tienes alguna idea de cómo finalizar esta parte?

—No.

Salvo por otro alumno, claramente dotado para la asignatura, Blanca destacaba sobre el resto, y eso agudizaba su fracaso cuando, en mitad de clase, ella miraba aburrida por la ventana. Ni siquiera logró animarla para que participara en el cuentacuentos, un recurso que siempre le había funcionado. Los alumnos contaban una historia al día, la que quisieran, inventada, o leída, o simplemente una noticia de un periódico.

—¿Y tú, Blanca?

—No, gracias.

Sólo le interesaban los módulos relacionados directamente con la fotografía; Elsa grande, sin embargó, contaba historias que le habían leído de muy pequeña, transformaba conversaciones de autobús en guiones televisivos y gesticulaba entusiasmada. John decidió no insistir más.


Un fracaso de doce no resulta tan mal promedió
—se consolaba.

Entonces, Blanca cambió de actitud; después de uno de los descansos, con el corazón de la manzana que había comido aún en la mano, se ofreció para el cuentacuentos.

—Si quieres, yo me encargo de ello ahora.

No era la hora habitual para narrar la historia, que solía reservarse para los minutos finales, pero se sintió tan conmovido, tan orgulloso de sí mismo por la colaboración de Blanca que quiso disfrutar de su logro inmediatamente. Todos colocaron sus sillas en círculo, rodearon a Blanca y esperaron.

—¿Y bien?

—¿Empiezas o no?

Pero nadie sabía contar una historia como Blanca. Se sentó con las piernas cruzadas sobre la mesa del profesor, en lugar de formar parte del círculo, y, en pago a su historia, pidió una prenda. Elsa, que conocía los métodos de su amiga, se tapó la boca con la mano para ahogar la risa.

—¿Una prenda? —preguntaron.

Ella asintió con la cabeza.

—Algo valioso a cambio de la historia.

—Aún no sabemos si tu historia merecerá la pena —replicó Swordborn.

Blanca se volvió a él y sonrió.

—Merecerá la pena.

Una de las alumnas ofreció su anillo, pero Blanca no lo quiso.

—Quiero tu camisa —le pidió a John.

—¿Mi camisa?

—No es para tanto. ¿Es que no tienes más que una camisa?

Todos rieron, también él. Blanca se había ganado ya al público, aunque su historia no valiera nada, de modo que consideró que merecía la camisa y la satisfacción de humillarle, aunque fuera un poquito.

—La quiero entera… no creas que tengo muchas camisas…

Se la entregó, entre las risas y los silbidos, y cruzó los brazos sobre el pecho, apoyado contra la pared. Y ella comenzó a hablar.

Cualquier cosa, en sus labios, parecía que nunca hubiera sido contada.

Blanca contó la historia de un médico arrogante y desdeñoso al que enviaban a sanar a una mujer misteriosa que vivía en una casa rodeada de niebla y sauces; sin embargo, nadie que entrara en aquella casa podía librarse ya del embrujo, y poco a poco el médico caía en los lazos tendidos por aquella mujer vestida de negro. Mientras hablaba, había cogido del cajón un rotulador rosa, y había comenzado a pintar rayas en la camisa blanca. La pechera, las mangas, la espalda. Tres rayas más en el cuello, con el pulso sorprendentemente firme y sin dejar de hablar, hizo que la mujer de negro envenenara lentamente al médico, atrayéndolo hasta la muerte, como a un pajarillo. Fin.

Hubo un silencio. Aplaudieron mucho la historia, y la alegría continuó porque John no se mostró ofendido por las rayas de la camisa. Es más, se la puso de nuevo, y a los dos días, el viernes, cuando les correspondía otra vez técnicas narrativas, se presentó con ella en la clase sin dar muestras de vergüenza.

Después del descanso, mientras ella aún no había terminado con la manzana, le rogó que contara otra historia.

—¿Otra vez yo?

—¿Por qué no?

—Porque no quiero repetirme.

—No es para tanto. ¿Es que no sabes más que una historia? —le remedó él—. No puedo creerlo. Estás buscando una excusa para desobedecerme.

Blanca se encogió de hombros, cambió una mirada vacía con Elsa grande y le exigió de nuevo la camisa.

La segunda prenda. En los cuentos, siempre había tres pruebas, tres prendas, tres peligros, tres castigos. Tres adivinanzas, tres historias.

Y érase una vez un carpintero, raya, raya, enamorado de una mujer que no le amaba pero a la que veía todos los días. Otra raya. A John se le clavaba el marco de la puerta en la espalda, pero continuaba allí, sin variar la posición, porque el dolor le mantenía alerta y pendiente del carpintero, que no conocía las palabras para que la mujer no se marchara. Pero la mujer se marchaba, y mucho tiempo después, regresaba. Pero entonces él ya no la quería. Fin. La camisa regresó a John con el final de la historia, con las rayas menos firmes y más estrechas, envuelta en una sonrisa irónica que continuó en el aire todo el fin de semana.

No hubo tercera historia. No fue necesaria. No hubo tercera prenda. Sólo, más tarde, un peligro, un castigo. El final del cuento.

Se volvió loco por ella. La frialdad que le habían dado los meses sin amor marchó asustada, y un dolor amortiguado, como el sonido de un piano con sordina, arraigó en su costado. Recorrió la playa y las terrazas, y encontró a todos sus alumnos, menos a Blanca y a su amiga.

Todos le saludaban, y a él le costaba mantener la sonrisa.

—¿Habéis visto a Elsa? —preguntaba, temeroso de mencionar el nombre que realmente buscaba.

—No

estará por ahí con Blanca.

Volvió a su casa. Se arrojó sobre la cama, con los dientes apretados, y esperó a que llegara la tarde. Fumaba un cigarrillo tras otro, y de vez en cuando, sacudía la ceniza, que levantaba un polvillo gris sobre la colcha. Se miró al espejo, sopesando sus posibilidades; se parecía a su madre, cuando ella aún era hermosa: la nariz recta, los ojos castaños veteados de verde, los pómulos altos. Durante varios años había ocultado una cicatriz sobre el labio con un bigote que le daba cierto aire de galán antiguo. Sin él, la marca destacaba claramente, una huella blanca y cortante.

Por primera vez, se sintió inseguro, forastero en un país extraño. Hubiera preferido tener la piel más oscura, los ojos endrinos, que no hallaran resto de acento en su hablar.

Luego observó sus manos, su pecho y su espalda sin camisa. Le parecieron vulgares. Nunca había prestado atención a su cuerpo, acostumbrado como estaba a seducir con ademanes, con actitudes, con historias.

Dedicó el domingo a planear estrategias y a derrumbarlas luego: no debía permitirle contar otro cuento, ni atraer la atención de la clase al menos hasta los últimos días del curso. O quizá, por el contrario, halagarla con su interés. Tal vez fuera sensato ganarse antes a su amiga. Aunque eso quizá la enfureciera. ¿Debía proponerle algo? Pudiera ser que no resultara descabellado invitarla a tomar un café, por la tarde, después de las clases. ¿Qué hacer, qué hacer? ¿Mostrar indiferencia? ¿Invitarla y hablar?

Lo hizo. Blanca, con la misma expresión de aburrimiento con la que le escuchaba hablar por las mañanas, aceptó.

—Pero no un café. Me moriría si bebiera un café ahora, con este calor.

Tomaron un granizado para sacudirse el calor y dieron un discreto rodeo para evitar el paseo junto al mar, siempre lleno de gente.

—¿Es así durante el invierno?

—No —contestó John—. Éstas son aves de paso. En los meses de invierno muchas de las tiendas cierran, y nos quedamos solos.

Cuando pasaron cerca, ella le señaló con el dedo, desde fuera, la habitación de la residencia en la que dormía; John no supo cómo interpretarlo, su confusión aumentó, y tuvo, a lo largo de toda la tarde, la impresión de comportarse como un estúpido. Habló de temas rebuscados y aburridos. Fue Blanca, sin rastro de ingenuidad, la que propuso que le enseñara su casa y la que, una vez allí, le pidió nuevamente que se quitara la camisa.

Una historia más. Más mentiras. Besos, la fascinación entre dos cuerpos jóvenes, desnudos y decididos. Después, ocurrieron cosas muy distintas. Para Blanca, siguió la leve depresión que se sucedía una vez satisfecha la voluptuosidad. Para John, comenzó la sorpresa y el desconcierto de quien se enfrenta a una desgracia o a una gran maravilla: el final de la vida conocida, el inicio de una pasión que le acompañó hasta la muerte.

En ningún momento se le pasó por la cabeza la idea de que Blanca pudiera tener dieciséis años.

Ellas, sin embargo, no pensaban en otra cosa. A Elsa grande aún le daba un vuelco el corazón si alguien le preguntaba cualquier cosa, o si la miraban fijamente en la cafetería, y creyó volverse loca de preocupación cuando Blanca dejó de dormir por las noches en la residencia.

—Un profesor. No se te ocurre otra cosa que un profesor. ¡Si ni siquiera te gustaba!

—Pero yo sí le gusto —replicaba ella.

Elsa habló y habló, hasta quedarse ronca, de la imprudencia de Blanca, de la irresponsabilidad que demostraba al mantener un romance con alguien a quien apenas conocía, con alguien extranjero. Con el estómago encogido, pensó en todos los peligros. Sus certificados, los que acreditarían su estancia en el curso, no serían válidos.

—¿Y si te quedas embarazada?

Sus padres las matarían, especialmente a ella, que los había convencido. Tal vez eso les impidiera la entrada en la universidad.

Respecto a John, podría perder su puesto. Podrían acusarle de abusos a menores. Podrían expulsarle del país.

—¿Es que nada te preocupa?

Blanca levantaba la cabeza, impaciente, y golpeteaba la mesa con los dedos.

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