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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (27 page)

BOOK: Melocotones helados
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Elsa pequeña sonrió.

—Creo que no me he enamorado nunca.

—No es una mala experiencia. Imagínate, alguien que cuide de ti, y a quien le tenga sin cuidado que te levantes con mala cara por las mañanas, o que engordes tres kilos. ¡Alguien capaz de soportar a tus padres!

Se rieron de buena gana.

—No me engañes. No existen hombres así.

—Sí. Te digo yo que sí.

Luego le cogió la mano a Elsa, y sonrió.

—Nadie va a perseguirte. No se atreverían, con la policía encima.

Sí que se atrevieron. El joven bien vestido que Elsa pequeña se encontraba todas las mañanas, cerca de la peluquería. Los dos hombres que la veían asomarse de vez en cuando, por la tarde. El otro que comía en el mismo bar que ella. Todos pertenecían a la Orden.

Sin máscaras, sin capas rojas, era más difícil reconocerlos.

Elsa pequeña, la observada, tenía, era verdad, cierta vida por delante. Y otra vida detrás. Unos hechos sin vuelta de hoja que habían afectado también la existencia de sus padres. Loreto y Carlos, que se habían entendido siempre sin problemas, comenzaban a discutir.

—Debimos haber tenido más hijos —se lamentaba Loreto—, La niña no se hubiera visto sola, y habría afrontado la madurez de otra manera. Ser hijo único es una maldición. Y ella, de pequeñita, nos lo pedía. Fuiste tú quien no quisiste.

—Si por mí hubiera sido, ni siquiera hubiera nacido Elsa.

Loreto le miró con rencor. Le venía a la mente la expresión de desencanto de Carlos cuando le anunció su embarazo, la atención obsesiva y constante que siempre había exigido. No era celoso, pero si él estaba delante, él debía ser lo primero.

—Tienes razón —escupió ella—. Ya me ha llegado ocuparme de Elsa y ser también tu madre. No he sido otra cosa en todos estos años.

—Y no has sabido hacer bien ni siquiera eso. Ya ves dónde está Elsa, y dónde he terminado yo.

Luego callaban. Carlos se acercaba a ella, con intención de pedirle disculpas. Loreto se deshacía de él.

—Déjame. No creas que ahora te van a valer tus mimos.

Salía de la cocina y se encerraba a llorar en el cuarto de baño. Fuera, Carlos llamaba suavemente.

—Nosotros no hemos tenido la culpa, Loreto. Son desgracias que pasan. Cada familia tiene las suyas. No hay manera de escapar de ellas. Y salvo eso, hemos sido siempre bastante felices, ¿no?

Llamaba de nuevo, y le asaltaba una duda urgente. Insistía.

—¿No?

Creía firmemente que se podía sobrevivir a la pérdida de una hija sin que el mundo se derrumbara. En aquellos tiempos difíciles del juicio y de la estancia de Elsa pequeña en Lorda, recordaba una y otra vez la vida que sus padres habían seguido tras la desaparición de Elsita. Estaba claro que él no era su padre; Esteban no hubiera perdido los nervios de aquella manera. Pero tampoco Loreto era su madre. Loreto mostraba una suave tenacidad, una voluntad de supervivencia que no había visto en otra mujer.

—Si
la niña no sale de ésta
—pensaba mientras revisaba los frenos de los autobuses o hacía señales para que un conductor avanzara—,
tendremos que arreglárnoslas solos. Y si sale… si sale, ya encontraremos algo.

Le sorprendía continuar viendo al novio de su sobrina todos los días, como si nada ocurriera. Al principio pensó que tal vez hubieran roto. Luego prefirió creer que, ya que el chico seguía allí, impertérrito, con su rutina de trabajo y su aire pulcro, tal vez Elsa grande hubiera exagerado. Tal vez había aprovechado la excusa de las amenazas y se había marchado un tiempo de vacaciones, y la había enviado Miguel para crearle mala conciencia.

—Como siempre ha hecho, rehuyendo su responsabilidad y arrojándola sobre los otros. Eso que Elsa grande dijo que serían chiquillerías… bromas pesadas. Tendrían que haber visto a mi hija cuando escapó del monte, toda quemada, con aquella chaqueta. Así sabría Miguel lo que es pasarlo mal por una hija, él, que no se ha llevado un mal rato jamás.

Se mentía, eso lo sabía él de sobra. Pero cargaba ya con demasiadas responsabilidades, muchas, desde muy joven, y ya no podía más.

Carlos, el de los ojos abiertos ante la realidad y la vida, había olvidado el lugar exacto donde enterró a su hermanita. Era de noche, la había llevado en brazos y la había arrastrado durante bastante tiempo, tenía frío, las lágrimas no le dejaban ver bien, y sólo encontró un palo para cavar. Lo hizo lo mejor que supo. Nunca se paró a pensar por qué la enterró, por qué calló y la dejó allí sola, bajo las piedras. Cuando se alejaba, se dio cuenta de que no había rezado, y regresó para hacerlo. Arrancó unas malvas que crecían salvajes, y las colocó encima de la tumba.

—Padre nuestro… padre nuestro…

Entre la tierra asomaba un trozo de vestido sucio. Carlos se volvió a otro lado y sintió arcadas.

Cuando bajó del monte y comprobó que todos le habían estado buscando, sumidos en la desesperación, se sintió extrañamente confortado. Se dejó mimar, él, el que caminaba por la tierra de nadie entre la brillantez del primogénito y la atención que dedicaban a la niña. Durante toda esa noche fue un niño al que habían arrancado demasiado pronto de la cuna para introducirlo en un mundo de adultos y pesadillas.

Se despertó siendo un hombre. Durante unas horas lo fue. Sacó a Miguel de la cama, le obligó a cortarse el dedo, lo mojaron los dos en el agua, se la bebieron y formularon un juramento.

—Jamás olvidaremos a Elsa.

—Jamás olvidaremos a Elsa.

—Aunque nos arranquen el corazón y el hígado. Aunque nos corten la cabeza. Aunque nos amenacen con matarnos. Aunque nos lleven a la guerra. Juremos que jamás olvidaremos a Elsa.

—Jamás olvidaremos a Elsa.

Luego volvió a ser un niño.

Elsita, la niña que nunca dejaría de serlo, conocía bien esos retorcimientos de su hermano y los disculpaba. Eran los mismos que le impulsaban a matar ratas, y babosas, y conejos, a pellizcarla a ella cuando era un bebé o a arrojarse contra el mayor para destrozarlo. Carlos no había tenido nunca otra salida.

Era como Patria, no la mujerona que había terminado siendo alcaldesa, sino aquella Patria adolescente violenta y ruin que había torturado su niñez; niños sin suerte, sin defensores, sin nada más que sus recursos para afrontar la vida. Habían hecho lo que habían podido.

Como Miguel. Pero para Miguel los problemas habían sido menores, como les ocurre a los elegidos de la fortuna. Las desgracias de la familia, esas de las que no se libraba ninguna cepa, le habían rozado, sin darle de lleno; Al fin y al cabo, él no había visto muerta a Elsita ni había cargado con la responsabilidad de enterrarla y callar. Su hija no había tenido que huir porque hubiera cometido ningún deliro, sino por culpa de otros. Le quedaba ese consuelo: todo lo malo que le había ocurrido, todo ello, no había dependido jamas de él. Otros habían sido los culpables.

César, en cambio, era un caso aparte. El espectro de Elsita, mientras vagaba por las montañas, se había encontrado muchas veces con él, que andaba siempre tras un placer ajeno que espiar. Ella se escondía detrás de un árbol al verlo llegar, pero él pasaba de largo, silencioso, no fueran a descubrirle, muy poco atento a la presencia invisible de Elsita.

Nunca hizo el menor intento de acercarse a la zona en la que la niña había muerto. Ni siquiera para dejarle unas flores. Incluso antes de que Elsa pequeña diera con los huesos medio desenterrados y los pisara, a César le hubiera resultado fácil reconocer la zona. Hasta que se pudrió, y tardó mucho tiempo en pudrirse, hubo una cuerda en el suelo, un cordel embreado de los que se empleaban para atar paquetes postales.

Era la cuerda que Elsita, en el colmo de la femineidad, empleaba para atarse las piernas.

10

Pero para explicar aquella historia, para que se cumplieran los hechos que llevarían a aquella cuerda al monte, habían tenido que ocurrir muchas cosas. Faltaba, por ejemplo, que Esteban y las Kodama se separaran y que Antonia encontrara a su príncipe perdido. Faltaba aún que transcurriera una tarde.

En aquella tarde, la última en la que estuvieron juntos, Esteban encontró a Silvia llorando. Nunca la había visto así. En un principio no supo de dónde provenía el llanto. La encontró detrás de la cortina de su habitación, vestida con un camisón con frunces y lorzas que había sustituido a la gastada combinación rosa. Se abrazaba con fuerza las rodillas, y había escondido la cabeza entre los brazos.

—Pero… ¿qué pasa aquí? —preguntó Esteban, sin atreverse a acercarse.

Silvia le miró. Tenía el rostro hinchado y enrojecido.

—Déjame.

Esteban se agachó junto a ella y la obligó a mirarle.

—Entonces, ¿por qué lloras?

—Cierra la puerta. ¿Quieres que se enteren todos?

Cuando regresó junto a ella, Silvia se había calmado un poco. Tiraba del dobladillo del camisón, que estaba ya medio descosido.

—Ahora, que estamos solos, dime a qué viene ese disgusto.

—No lo soporto más —dijo Silvia, entre sollozos—. Nunca me he quejado, pero no puedo más.

—¿A quién no soportas? —preguntó Esteban, y hubiera matado porque la respuesta fuera «a Melchor Arana».

La chica le miró, sin comprender.

—No resisto esta situación. No puedo pasar una noche contigo y otra con Melchor. Tú piensas que no tengo sentimientos… que soy una fulana a la que puedes contentar con chucherías.

—Te equivocas —dijo Esteban. De pronto, el mundo parecía adoptar dimensiones trágicas. Silvia, la niña de hielo, se estaba deshaciendo—. Nunca he pensado nada… nada indigno de tí. Me he preocupado siempre por ti, y por tu madre, ¿no es verdad? Si te despreciara, ¿crees que continuaría con vosotras?

Resonaron unos pasos por el corredor. El café estaba a punto de abrir, y pronto comenzaría el ajetreo. Eran los tacones de Rosa Kodama. Se detuvieron un instante ante la puerta, y Silvia y Esteban contuvieron la respiración. Luego los tacones continuaron.

—Piensa en eso…

Silvia continuaba inconsolable y rechazaba las caricias de Esteban a manotazos. Él comenzó a perder la paciencia.

—Pero bueno… ¿Se puede saber qué manía te ha dado? ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué te ronda ahora por la cabeza?

Silvia se puso trabajosamente en pie, y separó la cortina.

—Todo este tiempo me habéis pasado de uno a otro como una pelota. Mi madre, Melchor y tú. Y tengo un límite… ¿te enteras? Un límite. —Volvía a llorar—. No te he importado nunca. Cuando llegó Arana —dijo, después de una pausa—, pensé que todo acabaría. Lo único que he pedido toda mi vida es que me dejaran en paz. ¡En paz!

—Yo no soy así… No soy como Arana, no me comporto así. No has tenido ocasión de conocerme. En Duino… —se interrumpió— si viviéramos en Duino… si nos hubiéramos conocido en Duino…

—No quiero conocerte —dijo ella.

Esteban alzó la cabeza. Tardó algún tiempo en entender lo que ella le estaba diciendo. Las cosas parecían suceder a una velocidad distinta.

—Entonces… ¿qué quieres que haga? ¿Que me marche? ¿Que me vaya y no regrese más, y te deje tranquila?

Silvia apretó la mano contra la boca.

—Tú sabrás lo que te dicta la conciencia… si la tienes, si no la has perdido en toda esta miseria.

Él se puso en pie y se acercó hasta la puerta. La cama los separaba, y sólo veía a Silvia a contraluz, una sombra confundida con la cortina.

—Tengo conciencia, Silvia. Si no me he marchado antes, si no he puesto fin a esto, ha sido pensando en ti, en que no estarías mejor sin mí de lo que lo estás conmigo. Yo no soporto que una mujer llore. Ya he visto llorar a demasiada gente.

Esperó un instante, aguardando la respuesta de Silvia. No la hubo. Continuaba inmóvil, fundida contra la ventana. Estaba seguro de que si se marchaba, Silvia le seguiría. Estaba resentida, o sería uno más de sus caprichos.

Silvia no se movió.

El resto de la noche la pasó sentado en el café, en uno de los apartados, con una botella de aguardiente que no tuvo arrestos de terminar. De vez en cuando Rosa Kodama pasaba ante él, balanceándose sobre sus zapatos altos y con un sómbrerito con velo que consideraba de muy buen tono.

En el otro extremo del café, en su asiento habitual, Melchor Arana parecía absorto en el escenario. De vez en cuando, una de las solapas de su traje se empeñaba en volverse del revés; sin duda, la tela del traje había sido empleada más de una vez, y mostraba su propia querencia.

Cuando llevaba ya tres vasos, Esteban reunió fuerzas y se dirigió hacia él; Melchor le hizo una seña de saludo, y le indicó que se sentara.

—No está bien lo que hacemos —dijo, con la voz un tanto cargada por el alcohol—. ¿No siente nunca remordimientos? ¿Duerme tranquilo por las noches?

—Siempre he dormido sin problemas.

—Eso nos diferencia.

Rosa Kodama los observaba, aunque parecía conversar con una de las camareras, muy en su papel de dueña de la casa.

—Creo que hay más cosas que nos diferencian, Esteban.

—Sí. Que yo me marcho. Que dejo a estas dos mujeres situadas, con medios de ganarse la vida, y continúo mi camino honradamente. Y usted se queda a exprimirles un poco más de sangre, a vivir de ellas.

—Nunca les he pedido nada. Y jamás he vivido a costa de nadie. Creo que está borracho y que no puede pensar con soltura.

Esteban se esforzó por vocalizar con claridad, para que nadie pudiera acusarle de perder el control por la bebida.

—¿Y qué les ha dado? ¿Eh? ¿Algo importante? ¿Les ha abierto algún camino?

—Silvia podría tener su propia compañía. Podría llevar la vida que le pareciera.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no está ya en ese camino?

—Porque está usted aquí.

Esteban se puso en pie.

—Ahí le queda, toda para usted. Hágala infeliz el tiempo que le plazca. Yo lo he hecho lo mejor que he podido. A partir de aquí, me lavo las manos.

Melchor no se dignó mirarle. Mientras regresaba a su sitio, se tropezó con una silla. Un hombre mayor se incorporó para ayudarle. Esteban se lo impidió.

—Estoy bien. Estoy bien.

Cuando el café cerró, Rosa se acercó a Esteban. Le posó la mano sobre el hombro.

—¿Qué va mal?

Él movió la cabeza. Continuaba borracho.

—Todo. Todo ha salido mal desde un principio.

La mujer se encogió de hombros.

—Eso no es ninguna novedad,

—Me marcho —dijo Esteban—. No quiero pasar una sola noche más aquí.

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