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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (26 page)

BOOK: Melocotones helados
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—Sí —recordó el abuelo—, de tu padre, de Carlos y de la niña que se nos murió.

—Nunca supimos si se nos murió —saltó la tata.

El abuelo hizo un gesto con la mano.

—Tata, hace ya muchos años que la señora se murió. Ya se puede decir lo que se cree. La niña se nos murió.

Elsa los observaba con curiosidad, sin olvidarse del todo de la brutalidad de Rodrigo, que sin duda no la quería lo suficiente, y presenció cómo la tata no se daba por vencida. Luego el abuelo continuó hablando, mientras contaba los golpes dados con el tenedor.

—Después dicen que las mujeres viven más que los hombres —añadió—, pero, que yo cuente, en Virto quedan más viudos que viudas: yo —un golpe—; el maestro —otro—; Quintiliano, el de arriba; el médico.

La tata le quitó el tenedor, que comenzaba a doblarse.

—Viviremos más, pero la que se va, se fue.

—César, también, aunque ése no se casó —reflexionó el abuelo.

—¿Quién le iba a querer? Ese invertido…

Esteban levantó la cabeza, y Elsa grande prestó atención, divertida.

—¿Invertido? ¿Y eso de dónde lo sacas?

—Yo no le he conocido nunca novia.

—¿Y por eso le vas a colgar un sambenito al pobre hombre? Quita, quita. Ha trabajado siempre, toda su vida. A ver de dónde iba a sacar tiempo para novias.

—¿Qué pasa? ¿Que los demás no hemos trabajado?

El abuelo sonrió con malicia.

—Que yo sepa, tú tampoco has encontrado tiempo para novios y nadie dice nada. —Luego se volvió a su nieta—. ¿Tú qué opinas?

—Abuelo, yo nunca me entero de nada. Nadie tiene por qué esconder lo que es, o fingir lo que no es. Aunque supongo que en un pueblo la cosa será distinta. La presión que debe aguantar la gente…

—Que no, que no —insistió el abuelo—. En Virto no ha habido nunca invertidos.

—Lo que usted diga —dijo la tata, sin parecer convencida en absoluto.

César no era invertido. Prefería, eso sí, contemplar la vida a distancia. O a Antonia desnuda a distancia. Había cambiado muy poco con los años, casi tan poco como Virto y sus costumbres añejas. Cuando el sol daba en las vitrinas de la pastelería, se apresuraba a bajar un plástico amarillo que había comprado, porque le habían dicho que iba muy bien en esos casos. Prestaba oído a prácticamente cualquier cosa que le dijeran, porque le parecía que todos sabían más de la vida que él.

Dos chicos jóvenes trabajaban para él, y en los últimos tiempos se preguntaba si no le saldría más rentable comprarse una máquina de aquellas que fermentaban y cocían el pan y avisaban cuando estaba listo. Él se había ganado ya el derecho a descansar.

Muchos de los del pueblo le llevaban periódicos y cartones para que quemara. Una vez cada quince días prendía una hoguera en la parte de atrás de la pastelería, contra el muro, y allí iba arrojando los periódicos, las revistas, los cuadernos viejos. Se llegaba a averiguar muchas cosas sobre la gente por las cosas que leían. Cesar se enteraba con un poco de retraso de las noticias del mundo, pero como pocas de ellas le interesaban, le daba más o menos igual.


Dichosos políticos
—pensaba—.
Si hicieran las cosas a derechas a la primera, no habría necesidad de andar cambiando tanto y de discutir siempre sobre lo mismo. Cuando uno ha logrado comprender una noticia, ya se le ha hecho vieja.

Encontraba también otras revistas a las que prestaba más atención. Algunas incluso las guardaba en su cuarto, y las hojeaba de vez en cuando. Había reunido una buena colección de ellas a lo largo del tiempo. Nunca le había faltado paciencia. Le gustaban especialmente las mujeres rubias de pechos grandes, las fotos en las que estaban solas más que las de parejas, la lencería negra antes que la roja.


Dónde se meterán estas chavalas
—se preguntaba, con los dientes largos—.
Desde luego, por Virto no se asoman.

No sabía quién de sus asiduos compraba aquellas revistas, pero le ahorraba el trago de ir a buscarlas él. Se estaba haciendo mayor, y ya no era cuestión de dedicarse a perseguir parejitas por el monte.

El abuelo, conmovido por la noticia de la gravedad del maestro, suspiró y se marchó pronto a la cama. Recordaba las parras tendidas al sol ante la casa de los maestros, el enrejado de las gallinas tapiado por las pasionarias y una hilera de hortensias descomunales que bordeaban el huerto. Ahora ya de aquello no quedaría nada. Leonor, la única hija de los maestros, se había casado fuera del pueblo, con un avicultor, y no con mucho provecho, si se atendía a la tata. La casa de Virto no le serviría más que para estorbo.

—No somos nada
—se decía una y otra vez—
. Vivimos setenta, ochenta años, y luego, ¿qué? Luego se acabó, al cementerio, lo mismo ricos que pobres, buenos que malos. Se acaban las casas, se acaban los árboles, sólo las montañas no se acaban. Menuda gracia. Mira el maestro. Un hombre honrado que nunca ha hecho mal a nadie, y las hijos de sus nietos ni siquiera le recordarán. No quedará de él ni el apellido.

Tampoco él dejaba gran cosa detrás. La casa de Virto sería para la tata. Le parecía justo, después de tantos años de abnegación y cuidados. Ella no lo sospechaba, y por eso a Esteban le conmovía aún más el esmero con que se encargaba de todo. A los hijos les quedaba el piso en el que vivían; el de la pensión, que después de unas reformas valdría más que el otro, y una discreta cantidad de dinero, que quería repartir a partes iguales entre los nietos.


Que no se peleen
—pensó, recordando los disgustos de Antonia, que habían emponzoñado para siempre su trato con el hermano—.
Lo que haya, que sea para los dos. Ya encuentran cosas suficientes por las que discutir como para que entre en juego también el dinero.

Eso, tras su muerte. En vida le quedaba el piso de la pensión, con sus macetas viejas, al otro lado de la calle. Y el otro piso cuadrado y estéril, compartido con una mujer joven a la que no conocía y una vieja a la que conocía demasiado, y un montón de granos de arena que iban menguando en un reloj.

Pero, en otros lugares del mundo, le quedaban un nieto que vivía una vida apresurada y una nieta olvidada, en la que casi no pensaba, que se enfrentaba a una lucha sola. En Lorda, a unas horas de viaje. Sola.

Elsa pequeña no hubiera podido imaginarse que un juicio conllevara tantas molestias y preocupaciones, una lentitud tan exasperante y horas y horas de demora. La Orden era un iceberg, un eucalipto con raíces imprevisibles; aparte de los cursos de formación, poseían bienes insospechados: terrenos, casas, coches, influencias y simpatizantes. El optimismo inicial se había moderado. Los cruzados se darían por satisfechos si lograban penas por abusos a menores o, al menos, si ilegalizaban a los grialistas.

—Pero no es suficiente.

—Nunca será suficiente. Debemos comenzar por algo. Luego llegará el resto.

—Es injusto.

—En eso estamos todos de acuerdo.

Algunas de las mujeres de la asociación se llevaban libros, o incluso la costura, para entretener el aburrimiento. Ella bajaba a la cafetería, y apoyaba la mejilla en una mano. Miraba fijamente la cafetera metálica que le colocaban delante, y en ella se reflejaba todo el interior de la cafetería, deformado e invertido. También Elsa peqüeña, los ojos enormes, la barbilla inexistente, aparecía como un monstruo en el metal plateado de la cafetera.

—Si pudieras comenzar de nuevo, ¿qué es lo que cambiarías en tu vida? —preguntaba a las otras.

—No lo sé. Eso nunca se sabe. Creo que no cambiaría nada. Pero sabiendo lo que sé.

Elsa pequeña resoplaba. El metal de la cafetera se llenaba de vaho.

—Yo no hubiera abandonado los estudios. Nunca. Ahora no lo hubiera hecho ni loca. Cuando se termine el juicio, ¿qué tendré?

—Una indemnización, para comenzar.

Ella se encogía de hombros.

—Dinero, que se va como viene. ¿Y luego? ¿Quién me va a dar trabajo, con el pasado que arrastro?

—La asociación te ayudará.

—¿Quiero estudiar. Todavía no es tarde. Tengo veintiocho años. Hay más gente que se dedica a estudiar a mi edad. —Sonrió, como quien de pronto ve las cosas claras ante sí—. No quiero volver con mis padres a menos que sea estrictamente necesario.

Las otras mujeres la animaron.

—Claro que sí, Elsa. Eres muy joven. Tienes toda la vida por delante.

Pronto Elsa pequeña abandonó su decisión de comenzar a estudiar. La asociación puso a su servicio a un monitor para que se preparara y le diera clases en su propia casa, pero le falló la fuerza de voluntad.

—No me concentro. Lo intentaré más tarde. Cuando todo esto haya pasado —prometió.

Fue un revés para la asociación, que había depositado muchas esperanzas en Elsa pequeña y su recuperación, pero se resignaron. Decidieron darle tiempo. Como veían que no podía continuar mano sobre mano hasta que el juicio terminara, buscando musarañas y bebiendo infusiones, le encontraron un trabajo en una peluquería. Le faltaba práctica, después de tanto tiempo, pero aquello era lo de menos. Cualquier cosa, la más nimia, la ayudaría a alejar el miedo y el desaliento.

Ella pidió también que le consiguieran un apartamento propio, por pequeño que fuese.

—Estoy acostumbrada a vivir sola —se explicó—. Es mi carácter, no puedo evitarlo. Nunca ha sido fácil soportarme.

Se lo consiguieron. Un pisito pequeño, con una habitación y una cocinita minúscula, al final de un largo pasillo desnudo, en el que la luz tardaba mucho en entenderse y los vecinos parecían invisibles. Por las noches, el resplandor de un letrero de neón de una tienda de televisores y electrodomésticos pequeños no la dejaba dormir. No era una casa bonita, pero estaba a su disposición. Le bastaba. Se hubiera conformado con menos.

Todo la había decepcionado: la asociación, que no era capaz de reunir gente suficiente para hacerse fuertes; la justicia, tan lenta e irregular; la policía, que se limitaba a su trabajo, sin demostrar la comprensión que ella necesitaba. Se sentía como si le hubieran roto todas las promesas que le habían hecho, y para sentirse así, prefería estar sola. Al menos, ella conocía de antemano en qué se iba a decepcionar.

Los sueños habían cambiado: en ellos retaba a un duelo al Guía, y ella poseía poderes mágicos. Era capaz de volar, y de sobrevivir a las espadas y a las balas. El Guía sentía miedo, y ella lo soltaba desnudo en mitad del monte, y se comía luego su ropa. Cuando se despertaba, le costaba recordar dónde estaba.


No pasa nada… todo ha terminado. Vamos a trabajar.

Se ocupaba en la peluquería por las mañanas, y pasaba el resto del tiempo en casa, como una alma en pena. Abría y cerraba la nevera, y nada de lo qué había allí le apetecía. Cambiaba de ropa varias veces al día, y luego salía a la calle con un jersey grande y una falda amplia. Saltaba con un sobresalto si, por casualidad, alguien le rozaba por la calle, o si sus compañeras, que procuraban mostrarse cariñosas y sociables con ella, la tocaban sin querer. Se escurría como una anguila, con sus grandes ojos claros entornados y huidizos. Y no bien regresaba del trabajo, se metía bajo la ducha y se frotaba con jabón hasta arañarse de un modo espantoso. Percibía olores en su piel, olfateaba sus manos y pretendía borrar como fuera el rastro de otros sobre ella.


Soy una bruta
—pensaba—.
Me hago daño.

Pero continuaba frotándose con más fuerza aún.

Se asomaba muchas veces a la ventana. Vivía en un bloque de ladrillos, en una zona poco elegante, en la que alquilaban muchos pisos a jóvenes. Había que coger un autobús para ir a la playa. La gente de su barrio, trabajadora y modesta, mostraba pieles blancas que no habían visto el sol en mucho tiempo, como cuando ella era camarera de la discoteca. La mayor parte de ellos no encontraban tiempo para bañarse en la playa y tostarse sobre la arena.

Perdió definitivamente el apetito. Picoteaba de vez en cuando una pieza de fruta, unos bombones que le hubieran regalado.

—Chica, qué suerte —le envidiaban las chicas de la peluquería—. Qué suerte tienes al no engordar. Con el hambre que yo paso…

Hubiera sido un milagro que engordara. Abría la nevera, y miraba las estanterías hasta que la luz le dejaba una mancha negra ante los ojos. Volvía a cerrarla, sin ánimos para nada. Continuamente debía tirar a la basura comida que se le echaba a perder. Era incapaz de recordar si había comprado algo, o dónde lo había dejado.

Se sentía observada, y debía reprimir el impulso de echarse a correr si alguien la miraba por la calle. Los ojos se le hundieron en las cuencas, y la mirada asustada que siempre la había acompañado pasó a delatar terror. No podía denunciar a todos los que le dijeran un piropo por las calles, pero si hubiera estado en su mano, los hubiera encerrado para que se pudrieran en la cárcel.

La mujer con la que había compartido piso la invitó a comer, y se preocupó mucho por ella.

—No pareces estar muy bien.

Elsa pequeña miraba fijamente su plato, sin decidirse a empezar.

—Sí que estoy bien. No he tenido buenas noticias de casa —mintió.

—¿Les pasa algo a tus padres?

—Prefiero no hablar de ello. —Luego, en un rapto de decisión, confesó—. A veces me parece que los de la Orden me siguen, ¿sabes?, como si hubieran apostado a alguien para que me vigilara.

La mujer se puso seria.

—¿Has reconocido a alguien?

—No… ni siquiera los veo… Pero cuando me quedo en casa, por las tardes, y comienza a oscurecer y no enciendo la luz, me parece que hay alguien en la calle controlando mis movimientos.

—Es muy normal sentir algo así. Forma parte del proceso. Luego se te irán esos miedos.

Elsa pequeña se sacudió unos pelitos negros que se le habían enganchado al pantalón en la peluquería.

—¿Sabes algo de las otras? Hace casi una semana que no veo a nadie.

—No —mintió la mujer—. Yo también ando a mi aire.

No quiso preocuparla. Ya tendría tiempo de enterarse. La niña de los ojos verdes, el otro regalo, se había suicidado. Había tomado unas pastillas que encontró en la mesilla de su madre. Casi todos los miembros de la asociación habían acudido al crematorio. Esperaban, sacando fuerzas de flaqueza, que eso predispondría a los jueces a su favor.

—No te angusties más de lo debido. Te costará un año, dos, pero luego olvidarás todo esto. Te volverás a enamorar. Ya lo verás.

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