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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (30 page)

BOOK: Melocotones helados
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Le importaba muy poco. No le gustaba demasiado aquello. Tenía intención de buscar algo en una floristería. Aquellos antiguos conocimientos de
ikebana
le servirían al fin de algo.


Puedo hacer cualquier cosa. Cualquier cosa que me proponga.

Hubiera sido una noche feliz.

El autobús pasaba cada cuarenta minutos a partir de las once, y Elsa pequeña lo vio marcharse, de modo que, de pésimo humor, no supo si sentarse a esperar el siguiente o acercarse andando hasta la casa de su amiga. Las ventanas la vigilaban como si fueran grandes ojos oscuros. Se miró en el cristal de la parada y se colocó bien el pelo.

—Esto me pasa siempre. Da igual que corra como que baile. Me marcho a casa. No es sensato pasar media hora aquí sola. La llamaré desde allí, le diré que llego un poco más tarde…

Sólo tenía que cruzar la calle, doblar la esquina, y ya estaba en casa. Escuchó a gente que se acercaba.

—Al menas, no estoy sola
—pensó.

Nunca lo había estado. No, al menos, desde que ingresó en la Orden del Grial.

No conocía a aquellos hombres. Ni siquiera recordó a uno de ellos, al de la toalla próxima en la playa, que le había extendido cortésmente el bronceador, ni a otro, al que ella misma le había cortado el pelo. Eran tres. Otro hombre vigilaba que la calle se mantuviera despejada, y se había quedado un poco aparte. Era el encargado de reconocerla y de asegurarse de que daban con la mujer adecuada, porque la Orden no quería fallos, nada de errores de aquel tipo. Era su Guía.

Elsa pequeña no tuvo tiempo de verlo. Tuvo que enfrentarse a los tres que le cortaban el paso. Hombres altos.

En los cuentos siempre había tres príncipes, tres princesas. Tres prendas, tres peligros, tres castigos. Tres enigmas, tres historias.

Tres hombres altos, fornidos, con los hombros anchos, como le gustaban a ella en aquella otra vida tan lejana, cuando aún se fijaba en los hombres y en las cosas cotidianas. Como le gustaban, pero en menor medida, a su prima la pintora. De pronto se sintió ridiculamente pequeña, endeble junto a ellos, y aquella sensación, lejos de resultarle agradable, casi excitante, como en otras ocasiones, le produjo pánico. Quiso escaparse. Si chillaba, alguien la oiría. Estaban rodeados de vecinos. Tal vez sólo quisieran robarle el bolso. No llevaba nada de valor. Les daría el bolso y la dejarían tranquila.

Uno de los hombres dio un paso. La cogió por el pelo rubio, que tanto se había esmerado en colocar, y la derribó de una bofetada. Otro le acertó en el brazo con una patada, y con otra le estrelló el cráneo contra la pared. No hizo falta más. Pesaba cuarenta y tres kilos. Brotó un hilillo de sangre de su nariz, y luego se deslizó hasta el suelo, dos o tres gotas lentas.

En el monte, la niña Elsa dejó de gritar.

El Guía se acercó a mirarla. Se agachó junto a ella y le apartó el pelo. Se había conmovido un poco. Tenía el estómago revuelto. Hasta entonces, no le había tocado tomar parte en un acto de aquéllos. Alguna vez debía ser la primera.

—Es ella —dijo, y se miró los dedos con cuidado, no fueran, a quedarle manchas de sangre.

Con eso no se terminaba el problema de los grialistas, pero se atenuaba, al menos. El juicio continuaría, pero el desaliento cundía entre las filas de los cruzados.

Podía apreciarse por momentos. Los jueces daban vueltas, no se atrevían a dictar un veredicto definitivo. No era cuestión de inteligencia, ni siquiera de justicia. Se trataba de la convicción, de la fuerza de convicción.

Además, sus superiores no encontrarían ya nada que pudieran reprocharle. Él la había atraído a ellos, él les había librado de ella. Tendría con qué callar la boca a más de uno.


Nadie conoce el futuro. ¿Cómo iba yo a saber esto?
—se dijo.

—Vamonos —apremió otro de los hombres.

Cogieron su bolso, le arrancaron un broche de hojalata que llevaba prendido en el jersey y se marcharon, un poco disgustados porque la chica llevaba pocas cosas que justificaran un robo. Más avanzada la noche, los habitantes de Lorda los vieron por los bares, pero ninguno de ellos les llamaron la atención. Parecían una pandilla de amigos que se divertían, altos, apuestos, bien vestidos, sin problemas ni remordimientos. Unos chicos jóvenes que disfrutaban de la noche de verano, como tantos otros.

La mujer que había compartido piso con Elsa pequeña esperó hasta la hora pactada, y media hora a más, porque recordó que podría haber perdido el autobús, y no quería inquietarse inútilmente. Entonces comenzó a preocuparse. Llamó a casa de Elsa, pero nadie respondió. Lo intentó de nuevo. No sabía qué hacer. Marcó entonces el número de la asociación, sabiendo que la reñirían por haber sido imprudente y haber incitado a Elsa pequeña a que lo fuera.

—No contesta en su casa —explicó.

—Esto es una pesadilla —le respondieron.

La policía no tuvo que ir muy lejos para encontrarla. Su bolso había desaparecido, no llevaba joyas, sólo un reloj muy barato, de plástico, que regalaban con una marca de galletas. En principio, no podría haber sido otra cosa que un robo en el que los ladrones se hubieran excedido. No presentaba señales de abusos, nadie había escuchado nada, ni un grito de auxilio, nada. Los miembros de la asociación, silenciosos, esperaban noticias en la sede, con una taza de café en la mano y pocas esperanzas. Cuando supieron que la habían matado, varias mujeres rompieron a llorar.

—¿Quién va a llamar a sus padres? —se preguntaron.

—La policía los avisará.

—¿Y qué les van a decir? Era hija única… pobres padres.

Luego comenzaron los discursos.

—Este hecho debe unirnos más, y no separarnos. Elsa se enfrentó con valentía a la Orden, impulsó el juicio, y nosotros no podemos traicionarla ahora.

Todos asentían con la cabeza.

—Hay que llamar a gente… convocar una concentración… Esto debe saberse. Que sus padres sientan que no sólo ellos han perdido a Elsa. Todos la hemos perdido.

Elsa pequeña marchaba camino del hospital para que le abrieran del todo la cabeza y supieran qué la había matado, qué órgano había dejado de funcionar y cuándo. Mientras tanto en Lorda la noche continuaba llena de alegría, con sus discotecas, sus bares, su gente joven despreocupada e ingenua.

—Pase lo que pase, que todos lo sepan. Que sepan que no estamos dispuestos a callarnos. Que no estamos dispuestos a olvidar a Elsa.

EPILOGO

Elsa grande se despertó cuando el sol calentaba ya la habitación, y se movió perezosa sobre la cama. Se sobrepuso al desconcierto. Durante un momento imaginaba que la cama se encontraba situada junto a la ventana, como en su casa de Desrein, y se le hacía extraño descubrir que no era así.


Rodrigo —
recordó, y el calor dejó de ser agradable para convertirse en sofocante. Continuaba furiosa con él, con su insensibilidad y su modo de actuar. No habían hablado. La noche anterior ninguno de los dos llamó al otro. Él no se había preocupado por ella, ni le había ofrecido ninguna solución. Habían perdido el tiempo en lugar de ocuparse de lo realmente importante. Así eran los hombres: egoístas, interesados y dominados por la lujuria.

Ya no recordaba que había sido ella la que había improvisado una cama en la sala de la vieja pensión. Además, eso no importaba; Rodrigo había accedido, y con ello le había demostrado que era lo único importante para él, y que consideraba que sus problemas quedaban zanjados de raíz.


El muy cretino.

Se quitó de encima la sábana, empleando únicamente los pies, y abrió los ojos. Luego miró la esfera del despertador. Era muy tarde.


Y nadie me ha llamado. Como mi despertador no suena, me dejan dormir. Se nota que piensan que estoy de vacaciones.

En Desrein, a esas horas, estaría acompañando a los ancianos de la residencia. A Melchor Arana, por ejemplo, que tenía problemas para manejar la mano derecha. En Duino se le escapaba el tiempo sin sentir. Bostezó, se desperezó y comenzó a estirar los brazos y el cuello y a girar los hombros. Otro día de sol.


A ver si hoy hago algo.

Abrió la puerta dé la cocina y se encontró a la tata llorando apoyada contra la encimera de la cocina. No había nada dispuesto sobre la mesa, ni la leche, ni las servilletas, ni siquiera los pastelitos traídos la víspera de Virto.

—¿Qué pasa? —preguntó, asustada—. ¿Dónde está el abuelo?

Era posible morir de noche sin que nadie se enterara. Sólo una pared separaba las dos habitaciones, una pared de papel que transmitía el menor ruido, pero el abuelo podría haber muerto durante el sueño, sin un gemido, sin que ella, al escucharlo, hiciera otra cosa que dar una vuelta en la cama.

—No es el abuelo —dijo la tata—. Se ha muerto tu prima. La otra Elsa.

Elsa grande se sentó. Se llevó las manos a la frente, sin saber si se sentía aliviada porque no le hubiera ocurrido nada al abuelo o deshecha por lo que escuchaba.

—¿Cuándo?

—Ayer por la noche. Esta mañana ha llamado tu madre. Al principio no entendía lo que me estaba diciendo. La asaltaron y le robaron. Ay, hija, pobre hija. En Lorda. Yo no sabía que vivía en Lorda.

—Yo tampoco —musitó Elsa—. ¿Cómo ha sido?

—Se rompió la base del cráneo. Se desnucó.

—Pero… ¿no ha podido ser un accidente?

—Dicen que mostraba moratones de una pelea. Y le rompieron el brazo derecho también.

Elsa se tapó la boca con la mano, aterrada. Luego movió la cabeza.

—¿Lo sabe el abuelo?

—Sí. Se ha vuelto a acostar.

La tata se levantó y dobló un paño de cocina, Parecía más serena, como si hubiera cumplido ya con su parte de la tarea y de nuevo los quehaceres cotidianos la reclamaran.

—¿Qué quieres para desayunar?

—Nada. No puedo tomar nada.


Algo tienes que comer.

—Tata, déjame. He dicho que no.

Se puso en pie y se asomó a la habitación del anciano. Contuvo la respiración. El abuelo había bajado las persianas y descansaba con la luz apagada. Como si nada hubiera ocurrido, como si con su gesto pudiera hacer que amaneciera de nuevo y los sucesos retrocedieran.


Ha pasado por esto antes
—pensó Elsa—
. A mí es la primera persona que se me muere.

Volvió a su cuarto. El filo de oro de los muebles brillaba con la claridad, y daba un aire nuevo al armario. Algo había cambiado, no sólo el sol, más alto, no sólo los muebles, pintados y nuevos, no sólo el orden del mundo. La casa soportaba en silencio la ausencia definitiva de una de las niñas que la visitaban. Una muñeca de pelo de verdad, una muñequita rubia con ojos azules.


Ahora soy yo la única Elsa
—recordó de pronto—.
Sólo hablarán de Elsa pequeña para referirse a ella, que está muerta. Ahora soy Elsa. Nada más.

Adelantó una hora la tercera aguja de su despertador. Le temblaban un poco las manos, pese a la extraña calma que sentía.


Qué raro que no llore. Tal vez luego. Ahora no puedo llorar. Ella no debía morir. Yo era la que estaba en peligro. Blanca podía morir un día de éstos. El abuelo. Ella no
.
Yo estaba aquí por ella. Estaba cumpliendo la pena en su lugar. ¿Por qué la han matado? —
colocó el despertador en la mesita—.
No se sabe si la han matado. Desnucada. Cuánto dolor. Claro que la han matado. Claro que la han matado.

Golpeó la almohada para ahuecarla. Luego la arrojó sobre la cama y salió al pasillo. Le pareció haber escuchado el teléfono. Entró de nuevo.

—Si
ha sido una casualidad…

Ni siquiera había pensado en la muerte. Si en algún momento se le hubiera pasado por la cabeza que Elsa pequeña podía morir, hubiera podido hablar de presentimientos, de señales, o algo así. Pero había dormido bien, se había despertado pensando en sus cosas, y de pronto, Elsa pequeña había muerto.

Esta vez sí que era el teléfono. Lo cogió ella. Era de nuevo su madre.

—Ahora te encuentro despierta.

—Sí.

—¿Vas a venir al entierro?

—Aun no lo sé

¿Cómo ha sido?

—No nos lo han dicho. Ha llamado tu tío y nos lo ha comunicado. Que yo recuerde, no había llamado a casa en su vida. Después ha dicho que tú podías regresar.

A Desrein. A su vida. Sin más, sin consecuencias. Ella estaba viva.

—Pero… ¿no sabéis nada más? La tata dice que le habían dado una paliza.

—Sí, eso parece. Pero tus tíos no nos han dicho nada.

Tú…

—Mamá, no sé. Déjame pensar.

—Sí, pero… ¿vas a venir al entierro o no?

—Esta tarde te lo digo.

—Bueno, bueno. No te pongas nerviosa. Descansa un poco.

La tata se asomo en busca de noticias. Elsa le dijo que no sabían nada.

—¿Y qué hará tu abuelo? ¿Irá al funeral o no?

Parecía ser lo único que les importaba. Se asomaron de nuevo a la habitación del abuelo; tampoco él había sentido nada especial. Nunca, ni cuando desapareció la niña, ni cuando murió Antonia. Presentimientos, llamadas de fantasmas, presagios fúnebres… nada. Escuchó cómo la tata y su nieta le observaban y se fingió dormido. La puerta del cuarto se cerró de nuevo.

Más tarde la tata asociaría la llegada de Elsa grande y el miedo que mostraba los primeros días con la muerte nunca del todo explicada de la otra Elsa. No había conocido del todo las razones de la llegada de la nieta mayor, no había preguntado nada para no afligirla, pero en ese momento la invadía un sentimiento confuso de que el final de una suponía el comienzo de la otra; no comentó con el señor Esteban esa impresión, no fuera a pensar que el golpe la había trastornado.

—¿Quieres llamar a alguien? —le preguntó a Elsa—. Alguien más debe saberlo?

Elsa grande esperó a que dieran las tres para llamar a Rodrigo. Pensó en Blanca. Tal vez también podría llamarla a ella. Le haría bien hablar con Blanca. Comió un poco, obligada por la tata. Le llevó la comida al abuelo, pero no se detuvo a hablar con él. Era viernes, su novio no trabajaba por las tardes. La inquietud, la calma aterradora, mientras esperaba a que Rodrigo regresara… Había vivido aquello ya antes.

Marcó el número de Rodrigo. Él, extrañado por la ruptura de la rutina (también ella se hubiera preocupado en el caso inverso, qué era tan urgente que no podía aguardar hasta la noche, qué destrozaba de esa manera la tranquilidad y los planes cuidadosamente trazados), ni siquiera le preguntó cómo estaba.

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