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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (2 page)

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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Una mala mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.

Desde muy lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.

Los pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.

—Aquí vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.

Cuando llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el mundo.

[113]

El arcoiris

Los enanos de la selva habían sorprendido a Yobuënahuaboshka en una emboscada y le habían cortado la cabeza.

A los tumbos, la cabeza regresó a la región de los cashinahua.

Aunque había aprendido a brincar y balancearse con gracia, nadie quería una cabeza sin cuerpo.

—Madre, hermanos míos, paisanos —se lamentaba—. ¿Por qué me rechazan? ¿Por qué se avergüenzan de mí?

Para acabar con aquella letanía y sacarse la cabeza de encima, la madre le propuso que se transformara en algo, pero la cabeza se negaba a convertirse en lo que ya existía. La cabeza pensó, soñó, inventó. La luna no existía. El arcoiris no existía.

Pidió siete ovillos de hilo, de todos los colores.

Tomó puntería y lanzó los ovillos al cielo, uno tras otro. Los ovillos quedaron enganchados más allá de las nubes; se desenrollaron los hilos, suavemente, hacia la tierra.

Antes de subir, la cabeza advirtió:

—Quien no me reconozca, será castigado. Cuando me vean allá arriba, digan: «¡Allá está el alto y hermoso Yobuenahuaboshka!».

Entonces trenzó los siete hilos que colgaban y trepó por la cuerda hacia el cielo.

Esa noche, un blanco tajo apareció por primera vez entre las estrellas. Una muchacha alzó los ojos y preguntó, maravillada: «¿Qué es eso?».

De inmediato un guacamayo rojo se abalanzó sobre ella, dio una súbita vuelta y la picó entre las piernas con su cola puntiaguda. La muchacha sangró. Desde ese momento, las mujeres sangran cuando la luna quiere.

A la mañana siguiente, resplandeció en el cielo la cuerda de los siete colores. Un hombre la señaló con el dedo:

—¡Miren, miren! ¡Qué raro!

Dijo eso y cayó.

Y esa fue la primera vez que murió alguien.

[59]

El día

El cuervo, que reina ahora desde lo alto del tótem de la nación haida, era nieto del gran jefe divino que hizo al mundo.

Cuando el cuervo lloró pidiendo la luna, que colgaba de la pared de troncos, el abuelo se la entregó. El cuervo la lanzó al cielo, por el agujero de la chimenea; y nuevamente se echó a llorar, reclamando las estrellas. Cuando las consiguió, las diseminó alrededor de la luna.

Entonces lloró y pataleó y chilló hasta que el abuelo le entregó la caja de madera labrada donde guardaba la luz del día. El gran jefe divino le prohibió que sacara esa caja de la casa. Él había decidido que el mundo viviera a oscuras.

El cuervo jugueteaba con la caja, haciéndose el distraído, y con el rabillo del ojo espiaba a los guardianes que lo estaban vigilando.

Aprovechando un descuido, huyó con la caja en el pico. La punta del pico se le partió al pasar por la chimenea y se le quemaron las plumas, que quedaron negras para siempre.

Llegó el cuervo a las islas de la costa del Canadá. Escuchó voces humanas y pidió comida. Se la negaron. Amenazó con romper la caja de madera:

—Si se escapa el día, que tengo aquí guardado, jamás se apagará el cielo — advirtió—. Nadie podrá dormir, ni guardar secretos, y se sabrá quién es gente, quién es pájaro y quién bestia del bosque.

Se rieron. El cuervo rompió la caja y estalló la luz en el universo.

[87]

La noche

El sol nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del descanso.

Muy necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al ratón.

Se hizo oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas.

Probaron entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna suelta y disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron, había pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y aplastado sus casas.

Después de mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no se la devolvieron jamás.

El tatú, despojado de la noche, duerme durante el día.

[59]

Las estrellas

Tocando la flauta se declara el amor o se anuncia el regreso de los cazadores. Al son de la flauta, los indios waiwai convocan a sus invitados. Para los tukano, la flauta llora; y para los kalina habla, porque es la trompeta la que grita.

A orillas del río Negro, la flauta asegura el poder de los varones. Están escondidas las flautas sagradas y la mujer que se asoma merece la muerte.

En muy remotos tiempos, cuando las mujeres poseían las flautas sagradas, los hombres acarreaban la leña y el agua y preparaban el pan de mandioca.

Cuentan los hombres que el sol se indignó al ver que las mujeres reinaban en el mundo. El sol bajó a la selva y fecundó a una virgen, deslizándole jugos de hojas entre las piernas. Así nació Jurupari.

Jurupari robó las flautas sagradas y las entregó a los hombres. Les enseñó a ocultarlas y a defenderlas y a celebrar fiestas rituales sin mujeres. Les contó, además, los secretos que debían trasmitir al oído de sus hijos varones.

Cuando la madre de Jurupari descubrió el escondite de las flautas sagradas, él la condenó a muerte; y de sus pedacitos hizo las estrellas del cielo.

[91][112]

La vía lactea

El gusano, no más grande que un dedo meñique, comía corazones de pájaros. Su padre era el mejor cazador del pueblo de los mosetenes.

El gusano crecía. Pronto tuvo el tamaño de un brazo. Cada vez exigía más corazones. El cazador pasaba el día entero en la selva, matando para su hijo.

Cuando la serpiente ya no cabía en la choza, la selva se había vaciado de pájaros. El padre, flecha certera, le ofreció corazones de jaguar.

La serpiente devoraba y crecía. Ya no había jaguares en la selva.

—Quiero corazones humanos —dijo la serpiente.

El cazador dejó sin gente a su aldea y a las comarcas vecinas hasta que un día, en una aldea lejana, lo sorprendieron en la rama de un árbol y lo mataron. Acosada por el hambre y la nostalgia, la serpiente fue a buscarlo.

Enroscó su cuerpo en torno a la aldea culpable, para que nadie pudiera escapar. Los hombres lanzaron todas sus flechas contra aquel anillo gigante que les había puesto sitio. Mientras tanto, la serpiente no cesaba de crecer.

Nadie se salvó. La serpiente rescató el cuerpo de su padre y creció hacia arriba.

Allá se la ve, ondulante, erizada de flechas luminosas, atravesando la noche.

[174]

El lucero

La luna, madre encorvada, pidió a su hijo:

—No sé dónde anda tu padre. Llévale noticias de mí.

Partió el hijo en busca del más intenso de los fuegos.

No lo encontró en el mediodía, donde el sol bebe su vino y baila con sus mujeres al son de los atabales. Lo buscó en los horizontes y en la región de los muertos. En ninguna de sus cuatro casas estaba el sol de los pueblos tarascos.

El lucero continúa persiguiendo a su padre por el cielo. Siempre llega demasiado temprano o demasiado tarde.

[52]

El lenguaje

El Padre Primero de los guaraníes se irguió en la oscuridad, iluminado por los reflejos de su propio corazón, y creó las llamas y la tenue neblina. Creó el amor, y no tenía a quién dárselo. Creó el lenguaje, pero no había quién lo escuchara.

Entonces encomendó a las divinidades que construyeran el mundo y que se hicieran cargo del fuego, la niebla, la lluvia y el viento. Y les entregó la música y las palabras del himno sagrado, para que dieran vida a las mujeres y a los hombres.

Así el amor se hizo comunión, el lenguaje cobró vida y el Padre Primero redimió su soledad. Él acompaña a los hombres y las mujeres que caminan y cantan:

Ya estamos pisando

esta tierra, ya estamos pisando esta tierra reluciente.

[40][192]

El fuego

Las noches eran de hielo y los dioses se habían llevado el fuego. El frío cortaba la carne y las palabras de los hombres. Ellos suplicaban, tiritando, con voz rota; y los dioses se hacían los sordos.

Una vez les devolvieron el fuego. Los hombres danzaron de alegría y alzaron cánticos de gratitud. Pero pronto los dioses enviaron lluvia y granizo y apagaron las hogueras.

Los dioses hablaron y exigieron: para merecer el fuego, los hombres debían abrirse el pecho con el puñal de obsidiana y entregar su corazón.

Los indios quichés ofrecieron la sangre de sus prisioneros y se salvaron del frío.

Los cakchiqueles no aceptaron el precio. Los cakchiqueles, primos de los quichés y también herederos de los mayas, se deslizaron con pies de pluma a través del humo y robaron el fuego y lo escondieron en las cuevas de sus montañas.

[188]

La selva

En medio de un sueño, el Padre de los indios uitotos vislumbró una neblina fulgurante. En aquellos vapores palpitaban musgos y líquenes y resonaban silbidos de vientos, pájaros y serpientes.

El Padre pudo atrapar la neblina y la retuvo con el hilo de su aliento. La sacó del sueño y la mezcló con tierra.

Escupió varias veces sobre la tierra neblinosa. En el torbellino de espuma se alzó la selva, desplegaron los árboles sus copas enormes y brotaron las frutas y las flores. Cobraron cuerpo y voz, en la tierra empapada, el grillo, el mono, el tapir, el jabalí, el tatú, el ciervo, el jaguar y el oso hormiguero. Surgieron en el aire el águila real, el guacamayo, el buitre, el colibrí, la garza blanca, el pato, el murciélago…

La avispa llegó con mucho ímpetu. Dejó sin rabo a los sapos y a los hombres y después se cansó.

[174]

El cedro

El Padre Primero hizo nacer a la tierra de la punta de su vara y la cubrió de pelusa.

En la pelusa se alzó el cedro, el árbol sagrado del que fluye la palabra. Entonces el Padre Primero dijo a los mby'a-guaraníes que excavaran el tronco de ese árbol para escuchar lo que contiene. Dijo que quienes supieran escuchar al cedro, cofre de las palabras, conocerían el futuro asiento de sus fogones. Quienes no supieran escucharlo, volverían a ser no más que tierra despreciada.

[192]

El guayacán

Andaba en busca de agua una muchacha del pueblo de los nivakle, cuando se encontró con un árbol fornido, Nasuk, el guayacán, y se sintió llamada. Se abrazó a su firme tronco, apretándose con todo el cuerpo, y clavó sus uñas en la corteza. El árbol sangró. Al despedirse, ella dijo:

—¡Cómo quisiera, Nasuk, que fueras hombre!

Y el guayacán se hizo hombre y fue a buscarla. Cuando la encontró, le mostró la espalda arañada y se tendió a su lado.

[192]

Los colores

Eran blancas las plumas de los pájaros y blanca la piel de los animales.

Azules son, ahora, los que se bañaron en un lago donde no desembocaba ningún río, ni ningún río nacía. Rojos, los que se sumergieron en el lago de la sangre derramada por un niño de la tribu kadiueu. Tienen el color de la tierra los que se revolcaron en el barro, y el de la ceniza los que buscaron calor en los fogones apagados. Verdes son los que frotaron sus cuerpos en el follaje y blancos los que se quedaron quietos.

[174]

El amor

En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.

—¿Te han cortado? —preguntó el hombre.

—No —dijo ella—. Siempre he sido así.

Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo:

—No comas yuca, ni guanábanas, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa.

Ella obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:

—No te preocupes.

El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.

Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:

—¡Lo encontré! ¡Lo encontré!

Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.

—Es así —dijo el hombre, aproximándose a la mujer.

Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.

[59]

Los ríos y el mar

No había agua en la selva de los chocoes. Dios supo que la hormiga tenía, y se la pidió. Ella no quiso escucharlo. Dios le apretó la cintura, que quedó finita para siempre, y la hormiga echó el agua que guardaba en el buche.

—Ahora me dirás de dónde la sacaste.

La hormiga condujo a Dios hacia un árbol que no tenía nada de raro.

Cuatro días y cuatro noches estuvieron trabajando las ranas y los hombres, a golpes de hacha, pero el árbol no caía del todo. Una liana impedía que tocara la tierra.

Dios mandó al tucán:

—Córtala.

El tucán no pudo, y por eso fue condenado a comer los frutos enteros.

El guacamayo cortó la liana, con su pico duro y afilado.

Cuando el árbol del agua se desplomó, del tronco nació la mar y de las ramas, los ríos.

Toda el agua era dulce. Fue el Diablo quien anduvo echando puñados de sal.

[174]

Las mareas

Antes, los vientos soplaban sin cesar sobre la isla de Vancouver. No existía el buen tiempo ni había marea baja.

Los hombres decidieron matar a los vientos.

Enviaron espías. El mirlo de invierno fracasó; y también la sardina. A pesar de su mala vista y sus brazos rotos, fue la gaviota quien pudo eludir a los huracanes que montaban guardia ante la casa de los vientos.

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