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Authors: Eduardo Galeano

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Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (3 page)

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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Los hombres mandaron entonces un ejército de peces, que la gaviota condujo. Los peces se echaron junto a la puerta. Al salir, los vientos los pisaron, resbalaron y cayeron, uno tras otro, sobre la raya, que los ensartó con la cola y los devoró.

El viento del oeste fue atrapado con vida. Prisionero de los hombres, prometió que no soplaría continuamente, que habría aire suave y brisas ligeras y que las aguas dejarían la orilla un par de veces por día, para que se pudiese pescar moluscos en la bajamar. Le perdonaron la vida.

El viento del oeste ha cumplido su palabra.

[114]

La nieve

—¡Quiero que vueles! —dijo el amo de la casa, y la casa se echó a volar. Anduvo a oscuras por los aires, silbando a su paso, hasta que el amo ordenó:

—¡Quiero que te detengas aquí!

Y la casa se paró, suspendida en medio de la noche y la nieve que caía.

No había esperma de ballena para encender las lámparas, de modo que el amo de la casa recogió un puñado de nieve fresca y la nieve le dio luz.

La casa aterrizó en una aldea iglulik. Alguien vino a saludar, y al ver las lámparas encendidas con nieve, exclamó:

—¡La nieve arde!, y las lámparas se apagaron.

[174]

El diluvio

Al pie de la cordillera de los Andes, se reunieron los jefes de las comunidades.

Fumaron y discutieron.

El árbol de la abundancia alzaba su plenitud hasta más allá del techo del mundo. Desde abajo se veían las altas ramas curvadas por el peso de los racimos, frondosas de pinas, cocos, mamones y guanábanas, maíz, yuca, frijoles…

Los ratones y los pájaros disfrutaban los manjares. La gente, no.

El zorro, que subía y bajaba dándose banquetes, no convidaba. Los hombres que habían intentado trepar se habían estrellado contra el suelo.

—¿Qué haremos?

Uno de los jefes convocó un hacha en sueños. Despertó con un sapo en la mano. Golpeó con el sapo el inmenso tronco del árbol de la abundancia, pero el animalito echó el hígado por la boca.

—Ese sueño ha mentido.

Otro jefe soñó. Pidió un hacha al Padre de todos. El Padre advirtió que el árbol se vengaría, pero envió un papagayo rojo.

Empuñando el papagayo, ese jefe abatió el árbol de la abundancia. Una lluvia de alimentos cayó sobre la tierra y quedó la tierra sorda por el estrépito. Entonces, la más descomunal de las tormentas estalló en el fondo de los ríos. Se alzaron las aguas, cubrieron el mundo.

De los hombres, solamente uno sobrevivió. Nadó y nadó, días y noches, hasta que pudo aferrarse a la copa de una palmera que sobresalía de las aguas.

[174]

La tortuga

Cuando bajaron las aguas del Diluvio, era un lodazal el valle de Oaxaca.

Un puñado de barro cobró vida y caminó. Muy despacito caminó la tortuga. Iba con el cuello estirado y los ojos muy abiertos, descubriendo el mundo que el sol hacía renacer.

En un lugar que apestaba, la tortuga vio al zopilote devorando cadáveres.

—Llévame al cielo —le rogó—. Quiero conocer a Dios.

Mucho se hizo pedir el zopilote. Estaban sabrosos los muertos. La cabeza de la tortuga asomaba para suplicar y volvía a meterse bajo el caparazón, porque no soportaba el hedor.

—Tú, que tienes alas, llévame —mendigaba.

Harto de la pedigüeña, el zopilote abrió sus enormes alas negras y emprendió vuelo con la tortuga a la espalda.

Iban atravesando nubes y la tortuga, escondida la cabeza, se quejaba:

—¡Qué feo hueles!

El zopilote se hacía el sordo.

—¡Qué olor a podrido! —repetía la tortuga.

Y así hasta que el pajarraco perdió su última paciencia, se inclinó bruscamente y la arrojó a tierra.

Dios bajó del cielo y juntó sus pedacitos.

En el caparazón se le ven los remiendos.

[92]

El papagayo

Después del Diluvio, la selva estaba verde pero vacía. El sobreviviente arrojaba sus flechas a través de los árboles y las flechas atravesaban nada más que sombras y follajes.

Un anochecer, al cabo de mucho caminar buscando, el sobreviviente regresó a su refugio y encontró carne asada y tortas de mandioca. Lo mismo ocurrió al día siguiente, y al otro. El que había desesperado de hambre y soledad se preguntó a quién debía agradecer la buena suerte. Al amanecer, se escondió y esperó.

Dos papagayos llegaron desde el cielo. No bien se posaron en tierra, se convirtieron en mujeres. Encendieron fuego y se pusieron a cocinar.

El único hombre eligió a la que tenía los cabellos más largos y lucía las plumas más altas y coloridas. La otra mujer, desdeñada, se alejó volando.

Los indios maynas, descendientes de aquella pareja, maldicen a su antepasado cuando sus mujeres andan haraganas y gruñonas. Dicen que él tiene la culpa, porque eligió a la inútil. La otra fue la madre y el padre de todos los papagayos que viven en la selva.

[191]

El colibrí

Al alba, saluda al sol. Cae la noche y trabaja todavía. Anda zumbando de rama en rama, de flor en flor, veloz y necesario como la luz. A veces duda, y queda inmóvil en el aire, suspendido; a veces vuela hacia atrás, como nadie puede. A veces anda borrachito, de tanto beber las mieles de las corolas. Al volar, lanza relámpagos de colores.

Él trae los mensajes de los dioses, se hace rayo para ejecutar sus venganzas y sopla las profecías al oído de los augures. Cuando muere un niño guaraní, le rescata el alma, que yace en el cáliz de una flor, y la lleva, en su largo pico de aguja, hacia la Tierra sin Mal. Conoce ese camino desde el principio de los tiempos. Antes de que naciera el mundo, él ya existía: refrescaba la boca del Padre Primero con gotas de rocío y le calmaba el hambre con el néctar de las flores.

Él condujo la larga peregrinación de los toltecas hacia la ciudad sagrada de Tula, antes de llevar el calor del sol a los aztecas.

Como capitán de los chontales, planea sobre los campamentos enemigos, les mide la fuerza, cae en picada y da muerte al jefe mientras duerme. Como sol de los kekchíes, vuela hacia la luna, la sorprende en su aposento y le hace el amor.

Su cuerpo tiene el tamaño de una almendra. Nace de un huevo no más grande que un frijol, dentro de un nido que cabe en una nuez. Duerme al abrigo de una hojita.

[40][206][210]

El arutaú

«Soy hija de la desgracia», dijo Ñeambiú, la hija del jefe, cuando su padre le prohibió los amores con un hombre de una comunidad enemiga.

Dijo eso y huyó.

Al tiempo la encontraron, en los montes del Iguazú. Encontraron una estatua. Ñeambiú miraba sin ver; estaba muda su boca y dormido su corazón.

El jefe mandó llamar al que descifra los misterios y cura las enfermedades. Toda la comunidad acudió a presenciar la resurrección.

El chamán pidió consejo a la yerba mate y al vino de mandioca. Se acercó a Ñeambiú y le mintió al oído:

—El hombre que amas acaba de morir.

El grito de Ñeambiú convirtió a todos los indios en sauces llorones. Ella voló, hecha pájaro.

Los alaridos del urutaú, que en plena noche estremecen los montes, se escuchan a más de media legua. Es difícil ver al urutaú. Darle caza, imposible. No hay quien alcance al pájaro fantasma.

[86]

El hornero

Cuando cumplió la edad de las tres pruebas, aquel muchacho corrió y nadó mejor que nadie y estuvo nueve días sin comer, estirado por cueros, sin moverse ni quejarse. Durante las pruebas escuchaba una voz de mujer que cantaba para él, desde muy lejos, y lo ayudaba a aguantar.

El jefe de la comunidad decidió que debía casarse con su hija, pero él alzó vuelo y se perdió en los bosques del río Paraguay, buscando a la cantora.

Por allá anda todavía el hornero. Aletea fuerte y proclama alegrías cuando cree que viene, volando, la voz buscada. Esperando a la que no llega, ha construido una casa de barro, con puerta abierta a la brisa del norte, en un lugar que está a salvo de los rayos.

Todos lo respetan. Quien mata al hornero o rompe su casa, atrae la tormenta.

[144]

El cuervo

Estaban secos los lagos y vacíos los cauces de los ríos. Los indios takelma, muertos de sed, enviaron al cuervo y a la corneja en busca de agua.

El cuervo se cansó en seguida. Meó en un cuenco y dijo que ésa era el agua que traía de una lejana comarca.

La corneja, en cambio, continuó volando. Regresó mucho después, cargada de agua fresca, y salvó de la sequía al pueblo de los takelma.

En castigo, el cuervo fue condenado a sufrir sed durante los veranos. Como no puede mojarse el gaznate, habla con voz muy ronca mientras duran los calores.

[114]

El condor

Cauillaca estaba tejiendo una manta, bajo la copa de un árbol, y por encima volaba Coniraya, convertido en pájaro. La muchacha no prestaba la menor atención a sus trinos y revoloteos.

Coniraya sabía que otros dioses más antiguos y principales ardían de deseo por Cauillaca. Sin embargo, le envió su semilla, desde allá arriba, en forma de fruta madura. Cuando ella vio la pulposa fruta a sus pies, la alzó y la mordió. Sintió un placer desconocido y quedó embarazada.

Después, él se convirtió en persona, hombre rotoso, pura lástima, y la persiguió por todo el Perú. Cauillaca huía rumbo a la mar con su hijito a la espalda y atrás andaba Coniraya, desesperado, buscándola.

Preguntó por ella a un zorrino. El zorrino, viendo sus pies sangrantes y tanto desamparo, le respondió: «Tonto. ¿No ves que no vale la pena seguir?». Entonces Coniraya lo maldijo:

—Vagarás por las noches. Dejarás mal olor por donde pases. Cuando mueras, nadie te levantará del suelo.

En cambio, el cóndor dio ánimo al perseguidor. «¡Corre!», le gritó. «¡Corre y la alcanzarás!». Y Coniraya lo bendijo:

—Volarás por donde quieras. No habrá sitio del cielo o la tierra en que no puedas penetrar. Nadie llegará adonde tengas tu nido. Nunca te faltará comida; y el que te mate, morirá.

Al cabo de mucha montaña, Coniraya llegó a la costa. Tarde llegó. La muchacha y su hijo ya eran una isla, tallados en roca, en medio de la mar.

[100]

El jaguar

Andaba el jaguar cazando, armado de arco y flechas, cuando encontró una sombra. Quiso atraparla y no pudo. Alzó la cabeza. El dueño de la sombra era el joven Botoque, de la tribu kayapó, casi muerto de hambre en lo alto de una roca.

Botoque no tenía fuerzas para moverse y apenas si pudo balbucear unas palabras. El jaguar bajó el arco y lo invitó a comer carne asada en su casa. Aunque el muchacho no sabía lo que significaba la palabra «asada», aceptó el convite y se dejó caer sobre el lomo del cazador.

—Traes el hijo de otro —reprochó la mujer.

—Ahora es mi hijo —dijo el jaguar.

Botoque vio el fuego por primera vez. Conoció el horno de piedra y el sabor de la carne asada de tapir y venado. Supo que el fuego ilumina y calienta. El jaguar le regaló un arco y flechas y le enseñó a defenderse.

Un día, Botoque huyó. Había matado a la mujer del jaguar.

Largo tiempo corrió, desesperado, y no se detuvo hasta llegar a su pueblo. Allí contó su historia y mostró los secretos: el arma nueva y la carne asada. Los kayapó decidieron apoderarse del fuego y de las armas y él los condujo a la casa remota.

Desde entonces, el jaguar odia a los hombres. Del fuego, no le quedó más que el reflejo que brilla en sus pupilas. Para cazar, sólo cuenta con los colmillos y las garras, y come cruda la carne de sus víctimas.

[111]

El oso

Los animales del día y los animales de la noche se reunieron para decidir qué harían con el sol, que por entonces llegaba y se iba cuando quería. Los animales resolvieron dejar el asunto en manos del azar. El bando que venciera en el juego de las adivinanzas decidiría cuánto tiempo habría de durar, en lo sucesivo, la luz del sol sobre el mundo.

Estaban en eso cuando el sol, intrigado, se aproximó. Tanto se acercó el sol que los animales de la noche tuvieron que huir a la disparada. El oso fue víctima de la urgencia. Metió su pie derecho en el mocasín izquierdo y el pie izquierdo en el mocasín derecho. Así salió corriendo, y corrió como pudo.

Según los indios comanches, desde entonces el oso camina hamacándose.

[132]

El caimán

El sol de los macusi estaba preocupado. Cada vez había menos peces en sus estanques.

Encargó la vigilancia al caimán. Los estanques se vaciaron. El caimán, guardián y ladrón, inventó una buena historia de asaltantes invisibles, pero el sol no la creyó. Empuñó el machete y le dejó el cuerpo todo cruzado de tajos.

Para calmarle las furias, el caimán le ofreció a su hermosa hija en matrimonio.

—La espero —dijo el sol.

Como el caimán no tenía ninguna hija, esculpió una mujer en el tronco de un ciruelo silvestre.

—Aquí está —anunció, y se metió en el agua, mirando de reojo como mira todavía.

Fue el pájaro carpintero quien le salvó la vida. Antes de que el sol llegara, el pájaro carpintero picoteó a la muchacha de madera por debajo del vientre. Así ella, que estaba incompleta, fue abierta para que el sol entrara.

[112]

El tatú

Se anunció una gran fiesta en el lago Titicaca y el tatú, que era bicho muy principal, quiso deslumbrar a todos.

Con mucha anticipación, se puso a tejer la fina trama de un manto tan elegante que iba a ser un escándalo.

El zorro lo vio trabajando y metió la nariz:

—¿Estás de mal humor?

—No me distraigas. Estoy ocupado.

—¿Para qué es eso?

El tatú explicó.

—¡Ah! —dijo el zorro, paladeando palabras—. ¿Para la fiesta de esta noche? —¿Cómo que esta noche?

Al tatú se le vino el alma a los pies. Nunca había sido muy certero en el cálculo del tiempo.

—¡Y yo con mi manto a medio hacer!

Mientras el zorro se alejaba riéndose entre dientes, el tatú terminó su abrigo a los apurones. Como el tiempo volaba, no pudo continuar con la misma delicadeza. Tuvo que utilizar hilos más gruesos y la trama, a todo tejer, quedó más extendida.

Por eso el caparazón del tatú es de urdimbre apretada en el cuello y muy abierta en la espalda.

[174]

El conejo
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