La comadrona ofrece agüita de alhucemas a la madre y al niño una pizca de miel, que es su primer sabor del mundo.
Después, la comadrona entierra la placenta, que tan raíz parece, en un rincón del huerto. La entierra en buen lugar, donde da fuerte el sol, para que se haga tierra aquí en Niquinohomo.
Dentro de algunos años, también tierra se hará, tierra alzada de toda Nicaragua, el niño que acaba de salir de esta placenta.
(8 y 317)
Según la Constitución de Haití, la república de los negros libres habla francés y profesa la religión cristiana. Se avergüenzan los doctores, porque a pesar de leyes y castigos el créole sigue siendo la lengua de casi todos los haitianos y casi todos siguen creyendo en los dioses del vudú, que vagan sueltos por bosques y cuerpos.
El gobierno exige un juramento público a los campesinos:
—Juro destruir todos los fetiches y objetos de superstición, si los llevo conmigo o los tengo en mi casa o en mi tierra. Juro no rebajarme nunca a ninguna práctica supersticiosa…
(68)
—¿Fue aquí?
Ha pasado un año, y Máximo Gómez se lo va contando a Calixto García. Los viejos guerreros de la independencia de Cuba se abren paso desde el río Contramaestre. Detrás, vienen sus ejércitos. El general Gómez cuenta que aquel mediodía Martí había comido con ganas y después había recitado unos versos, como tenía costumbre, y que entonces oyeron unos tiros seguidos de descargas cerradas. Todos corrieron buscando caballo.
—¿Fue aquí?
Llegan a un matorral, a la entrada del camino a Palo Picado.
—Aquí —señala alguien.
Los macheteros limpian el pequeño espacio de tierra.
—Nunca lo escuché quejarse ni lo vi doblarse
—dice Gómez.
Gruñón, enojón, agrega:
—Yo le ordené… le aconsejé que se quedara.
Un espacio de tierra del tamaño de su cuerpo.
El general Máximo Gómez deja caer una piedra. El general Calixto García echa otra piedra. Y van pasando los oficiales y los soldados y se suceden los ásperos chasquidos de las piedras al caer, piedras agregándose a las piedras, mientras crece altísimo el túmulo de Martí y sólo se escuchan esos chasquidos en el inmenso silencio de Cuba.
(105)
La tela, desnuda, inmensa, se ofrece y desafía. Paul Gauguin pinta, persigue, echa color como diciendo adiós al mundo; y la mano, desesperada, escribe:
¿De dónde venimos, qué somos, adónde vamos?
Hace más de medio siglo, la abuela de Gauguin preguntó lo mismo, en uno de sus libros, y murió averiguando. La familia peruana de Flora Tristán no la mencionaba nunca, como si diera mala suerte o fuera loca o fantasma. Cuando Paul preguntaba por su abuela, en los lejanos años de la infancia en Lima, le contestaban:
—A dormir, que es tarde.
Flora Tristán había quemado su vida fugaz predicando la revolución, la revolución proletaria y la revolución de la mujer esclavizada por el padre, el patrón y el marido. La enfermedad y la policía acabaron con ella. Murió en Francia. Los obreros de Burdeos le pagaron el ataúd y la llevaron en andas al cementerio.
(21)
Ama a su hermana Elvira, aroma de alhucemas, incienso de benjuí, furtivos besos de la más pálida sílfide de Bogotá, y por ella escribe sus mejores versos. Noche tras noche acude a visitarla al cementerio. Al pie de su tumba lo pasa mejor que en los cenáculos literarios.
José Asunción Silva había nacido vestido de negro, con una flor en el ojal. Así ha vivido treinta años, golpe tras golpe, el lánguido fundador del modernismo en Colombia. La bancarrota del padre, mercader de sedas y perfumes, le ha quitado el pan de la boca; y en un naufragio se han ido a pique sus obras completas.
Hasta altas horas discute, por última vez, la cadencia de un verso alejandrino. Desde la puerta, farol en mano, despide a los amigos. Después fuma su último cigarrillo turco y por última vez se compadece ante el espejo. Ninguna carta llega desde París para salvarlo. Atormentado por los acreedores y por los malévolos que lo llaman Casta Susana, el poeta se desabrocha la camisa y clava el revólver en la cruz de tinta que un médico amigo le ha dibujado sobre el corazón.
(319)
Los indios lo llaman
caucho
. Lo tajean y brota la leche. En hojas de plátano plegadas a modo de cuenco, la leche se recoge y se endurece al calor del sol o del humo, mientras la mano humana le va dando forma. Desde muy antiguos tiempos los indios hacen, con esa leche silvestre, antorchas de largo fuego, vasijas que no se rompen, techos que se burlan de la lluvia y pelotas que rebotan y vuelan.
Hace más de un siglo, el rey de Portugal recibió jeringas sin émbolo y ropas impermeables desde el Brasil; y antes el sabio francés La Condamine había estudiado las virtudes de la escandalosa goma que no hacía caso de la ley de gravedad.
Miles y miles de zapatos viajaron desde la selva amazónica hacia el puerto de Boston, hasta que hace medio siglo Charles Goodyear y Thomas Hancock descubrieron un método para que la goma no se quebrara ni se ablandara. Entonces los Estados Unidos pasaron a producir cinco millones de zapatos por año, zapatos invulnerables al frío, a la humedad y a la nieve, y grandes fábricas surgieron en Inglaterra, Alemania y Francia.
Y no sólo zapatos. La goma multiplica productos y crea necesidades. La vida moderna gira vertiginosamente en torno del árbol inmenso que llora leche cuando lo hieren. Hace ocho años, en Belfast, el hijo de John Dunlop ganó una carrera de triciclos con neumáticos que su padre había inventado en lugar de las ruedas macizas; y el año pasado Michelin creó neumáticos desmontables para los automóviles que corrieron entre París y Burdeos.
La Amazonia, selva descomunal que parecía reservada a los monos, los indios y los locos, es ahora coto de caza de la United States Rubber Company, la Amazon Rubber Company y otras lejanas empresas que de su leche maman.
(334)
Sube el telón, parsimonioso, mientras suenan los primeros acordes de la ópera
La Gioconda
, de Ponchielli. Es noche de mucha pompa y gala y mosquitos en la ciudad de Manaos. Los artistas líricos italianos están inaugurando el Teatro Amazonas, inmensa nave de mármol traída desde Europa, como ellos, hasta el corazón de la selva.
Manaos y Belem do Pará son las capitales del caucho en el Brasil. Iquitos, en la floresta peruana. Las tres ciudades amazónicas pavimentan sus calles con adoquines europeos y alegran sus noches con horizontales muchachas venidas desde París, Budapest, Bagdad o la selva de por aquí. Batutas de oro dirigen las orquestas y los lingotes sirven de pisapapeles; un huevo de gallina cuesta un ojo de la cara. Las personas importantísimas beben bebidas importadísimas, se restablecen en las aguas termales de Vichy y envían a sus hijos a estudiar a Lisboa o a Ginebra, en barcos de la Booth Line que recorren las barrosas aguas del río Amazonas.
¿Quiénes trabajan en los bosques del caucho? En el Brasil, los flagelados de las sequías del nordeste. Desde aquellos desiertos, vienen los campesinos hasta estos pantanos donde es preciso volverse pez. En cárcel verde los encierran por contrato; y temprano llega la muerte a salvarlos de la esclavitud y la espantosa soledad. En el Perú, los brazos son indios. Muchas tribus caen aniquiladas en esta edad de la goma, que tan eterna parece.
(299, 325 y 334)
Durante el día la tierra humea, llamea, se dilata. Cuando cae la noche, hacha de hielo, la tierra tirita y se contrae: el amanecer la encuentra partida en pedazos.
Escombros de terremotos, anota Euclides da Cunha en su cuaderno.
Paisaje que parece hecho para salir corriendo
, anota. Recorre las arrugas de la tierra y las curvas del río, retorcido camino de barro seco que los indios llamaban
Miel Roja
, y en vano busca sombra entre los arbustos raquíticos. Aquí el aire vuelve piedra todo lo que toca. Un soldado descansa, boca arriba, con los brazos abiertos. Una costra negra le mancha la frente. Hace tres meses lo mataron, peleando cuerpo a cuerpo, y ahora es su propia estatua.
Desde lejos, desde la aldea sagrada de Canudos, suenan balazos. El monótono tiroteo lleva días, meses, alterado a veces por los cañonazos y las ráfagas de ametralladora, y Euclides quisiera entender de dónde viene la fuerza de estos campesinos místicos que resisten, impávidos, el asedio de treinta batallones. Muchos miles de campesinos se están haciendo matar por devoción al mesías Antonio Conselheiro. El cronista de esta guerra santa se pregunta cómo pueden confundir al cielo con estos páramos y a Jesucristo con un alucinado que se salvó del manicomio por no haber plaza vacante.
Vacilando entre el asco y la admiración, Euclides da Cunha describe cuanto ve, de asombro en asombro, para los lectores de un diario de San Pablo. Socialista a la europea, mestizo que desprecia a los mestizos, brasileño avergonzado del Brasil, Euclides es uno de los más brillantes intelectuales de la república que ostenta, en su bandera recién nacida, el lema
Orden y Progreso
. Mientras ocurre la matanza, él intenta asomarse al misterio del sertón del nordeste, tierra de fanáticos donde se heredan rencores y devociones, se cura con oraciones el
mal triste
de las vacas escuálidas y se celebra con guitarras la muerte de los niños.
(80)
pero los últimos defensores de Canudos cantan tras una enorme cruz de madera, esperando todavía la llegada de los arcángeles.
El comandante de la primera columna hace fotografiar el espeluznante cadáver de Antonio Conselheiro,
para que se tenga certeza de su muerte
. Él también la necesita. Con el rabillo del ojo, el comandante espía, desde una silla, ese puñado de harapos y huesitos.
Desventurados campesinos de todas las edades y colores habían levantado una muralla de cuerpos alrededor de este llagoso matusalén, enemigo de la república y de las ciudades pecadoras. Cinco expediciones militares han sido necesarias: cinco mil soldados cercando Canudos, veinte cañones bombardeando desde las lomas, increíble guerra del trabuco naranjero contra la ametralladora Nordenfeldt.
Las trincheras se han reducido a sepulturas de polvo y todavía no se rinde la comunidad de Canudos, la utopía sin propiedad y sin ley donde los miserables compartían la tierra avara, el poco pan, y la fe en el cielo inmenso.
Se pelea casa por casa, palmo a palmo.
Caen los cuatro últimos. Tres hombres, un niño.
(80)
Los escritores brasileños, divididos en sectas que se odian entre sí, celebran comuniones y consagraciones en la Colombo y otras confiterías y librerías. Allí despiden, en olor de santidad, a los colegas que viajan a poner flores en la tumba de Maupassant en París; y en esos templos nace, al son de cristales, bendita por sagrados licores, la Academia Brasileña de Letras. El primer presidente se llama Machado de Assís.
Él es el gran novelista latinoamericano de este siglo. Sus libros desenmascaran, con amor y humor, a la alta sociedad de zánganos que él, hijo de padre mulato, ha conquistado y conoce como nadie. Machado de Assís arranca el decorado de papel, falsos marcos de falsas ventanas con paisajes de Europa, y hace guiñadas al lector mientras desnuda la pared de barro.
(62 y 190)
Los ciento cuarenta y cinco kilos del general William Shafter desembarcan en las costas del oriente de Cuba. Vienen de los fríos del norte, donde anduvo el general matando indios, y aquí se derriten dentro del abrumador uniforme de lana. Shafter envía su cuerpo escalera arriba, hacia el lomo de un caballo, y desde allí otea ej horizonte con un catalejo.
Él ha venido a mandar. Como dice uno de sus oficiales, el general Young,
los cubanos insurrectos son un montón de degenerados, no más capaces de auto gobernarse que los salvajes del África
. Cuando el ejército español ya se derrumba ante el asedio implacable de los patriotas, los Estados Unidos deciden hacerse cargo de la libertad de Cuba. Si se meten, no habrá quien los saque —habían advertido Martí y Maceo. Y se meten.
España se había negado a vender esta isla por un precio razonable y la intervención norteamericana encontró su pretexto en la oportuna explosión del acorazado «Maine», hundido frente a La Habana con sus muchos cañones y tripulantes.
El ejército invasor invoca la protección de los ciudadanos norteamericanos y la salvación de sus intereses amenazados por la arrasadora guerra y el descalabro económico. Pero charlando en privado, los oficiales explican que ellos impedirán que una república negra emerja ante las costas de la Florida.
(144)
En nombre de los negros de los Estados Unidos, Ida Wells denuncia ante el presidente McKinley que han ocurrido diez mil linchamientos en los últimos veinte años. Si el gobierno no protege a los ciudadanos norteamericanos dentro de fronteras, pregunta Ida Wells, ¿con qué derecho invoca esa protección para invadir otros países? ¿Acaso los negros no son ciudadanos? ¿O sólo les garantiza la Constitución el derecho de morir quemados?
Multitudes de energúmenos, excitadas desde la prensa y el púlpito, arrancan a los negros de las cárceles, los atan a los árboles y los queman vivos. Después los verdugos festejan en los bares y pregonan sus hazañas por las calles.
La cacería de negros usa por coartada el ultraje de mujeres blancas, en un país donde la violación de una negra por un blanco se considera normal, pero en la gran mayoría de los casos los negros incendiados no son culpables de más delito que la mala reputación, la sospecha de robo o la insolencia.