El lector de pruebas ideal debería ser, en mi opinión, un erudito en todos los aspectos de la ortografía, la acentuación, la gramática y al mismo tiempo ligeramente disléxico.
Asimov’s Guide to Shakespeare
se publicó en dos volúmenes en 1970 y siempre que la utilizo, o la miro, vuelvo a recordar aquellos primeros días en Nueva York, inseguro de mi futuro y algo asustado.
El 16 de junio de 1965 almorcé con Arthur Rosenthal, editor de Basic Books, que había publicado
The Intelligent Man’s Guide to Science
. Martin Gardner, a quien admiraba muchísimo, estaba presente. Yo había leído (y tenía) casi todos sus libros y seguía con avidez su columna de “Juegos matemáticos” en
Scientific American
.
El libro de más éxito de Gardner era
The Annotated Alice
. Incluía los dos libros,
Alicia en el país de las maravillas
y
A través del espejo
, con las ilustraciones de Tenniel. En el margen, Gardner exponía todos los aspectos de las líneas que según él necesitaban un comentario. Es un libro fascinante y lo he leído varias veces.
Se lo comenté durante el almuerzo y Gardner (que fue lo bastante amable como para decirme que también admiraba mis libros, y de hecho, desde entonces hemos sido muy buenos amigos) me sugirió que si realmente quería divertirme, debía encontrar un libro que me gustara mucho y comentarlo.
En cierto modo,
Asimov’s Guide to the Bible
y
Asimov’s Guide to Shakespeare
eran comentarios pero, por supuesto, no podía incluir el texto completo ni de la Biblia ni de las obras de Shakespeare, sólo podía citar pasajes seleccionados. Pero la idea de un comentario real seguía dándome vueltas en la cabeza.
¿Y por qué no? Estos libros me habían animado. Hasta entonces mis obras de no ficción se habían limitado a temas científicos, e incluso cuando me aventuré fuera de este mundo, con mis libros de historia, estaba escribiendo para gente joven y no se esperaba que fueran textos muy profundos.
Pero los libros sobre la Biblia y Shakespeare demostraban que mis conocimientos eran más amplios de lo que se creía y, además, estaban dirigidos a adultos. Me sentía preparado para enfrentarme a una recepción hostil unida a la frase: “¿Por qué Asimov no sigue con sus estupideces de ciencia ficción en vez de intentar meterse en campos de los que no sabe nada?”
Algo de eso pasó. Recuerdo una crítica corta y despreciativa de un profesor de literatura de un determinado
college
que dejó bastante claro que pensaba que mis libros sobre Shakespeare no merecían ni el menor comentario. Apareció en el
Sunday Times
y el paso de dos décadas no ha aplacado mi ira contra él.
Años más tarde saludé a un estudiante de ese
college
y le pregunté si conocía al crítico (cuyo nombre conozco perfectamente, pero no diré). Y le conocía.
—¿Podrías describírmelo? —inquirí.
—Bajo —me respondió—, y muy vanidoso.
—¡Vaya —exclamé—, exactamente como me lo imaginaba!
No obstante, los libros sobrevivieron y tuvieron bastante aceptación, aunque estas obras nunca alcanzan una gran cantidad de ventas. Cuando volví a Nueva York estaba convencido de mi capacidad para escribir sobre cualquier tema que me apeteciera y de que la crítica no me destruiría por ello.
En relación con esto, he de explicar que durante mi primera semana en Nueva York se me ocurrió que podría hacer lo que quisiera con absoluta libertad. No tenía familia y Janet estaba ocupada con sus pacientes. Así que fui a la parte baja de la Cuarta Avenida, que en 1970 seguía siendo una zona de librerías de segunda mano. Allí me paseé por las estanterías mohosas buscando libros viejos, algo que siempre había soñado hacer.
Encontré un ejemplar del
Don Juan
de Lord Byron. Había uno en la casa de los Blugerman e intenté leerlo por las mañanas, cuando me levantaba antes que nadie y estaba prohibido hacer el menor ruido para evitar que se despertara el hermano de Gertrude, John, quien como diría su madre, “Necesita dormir sus doce horas”. Y lo peor es que lo decía en serio. Pero aquella edición tenía la letra microscópica y el ambiente era deprimente, así que nunca pude terminarlo.
En esta ocasión volvería a intentarlo con más probabilidades. Nunca había dormido más de cinco horas, así que si no podía dormir, ¿por qué debía intentarlo? Estaba solo. Podía encender la luz y leer durante toda la noche. ¿Quién me lo impediría?
Esa noche me metí en la cama, que era muy mala (no era mía, estaba en el apartamento), abrí el
Don Juan
y empecé a leer. Apenas había terminado el prólogo, en el que Byron vilipendiaba a Robert Southy, William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, y ya estaba enardecido. Las palabras de Martin Gardner retornaron a mi mente y me propuse hacer un comentario, uno de verdad. Quería que Doubleday publicara una edición de
Don Juan
con mis anotaciones explicando todas las alusiones clásicas y las referencias de interés actual para el lector contemporáneo americano.
A la mañana siguiente fui a Doubleday, le vendí la idea a Larry Ashmead y empecé a trabajar de inmediato. Gardner tenía razón. Era divertidísimo. David vino a visitarme mientras estaba enfrascado tras la pista de Byron y apenas le atendí. Sólo quería trabajar en el libro. Eso era lo que me convirtió en un mal padre o, en palabras amables de Robyn, en un “padre ocupado”.
Dudaba de que el libro se vendiera, y Doubleday también. Después de todo, el gusto del público ya no se inclinaba hacia la poesía romántica posnapoleónica. Por otro lado, el precio del libro tendría que ser elevado, demasiado para la mayoría de los lectores. No obstante, quise hacerlo y Doubleday me complació.
Se publicó en 1972. No pudimos llamarlo
The Annotated Don Juan
porque Clarkson Potter (una filial de Crown Publishers), que había publicado
Annotated Alice
, de Gardner, había registrado la propiedad de esta forma de título. Así que se llamó Asimov’s Annotated Don Juan. Doubleday hizo una edición muy bonita que ganó un premio (por su diseño, no por su contenido, me apresuro a aclarar) y se recuperó el adelanto. (Por supuesto, había pedido uno pequeño para asegurarme de que se recuperaría.)
En cuanto terminé el libro, empecé a trabajar en lo que iba a ser
Asimov’s Annotated Paradise Lost
porque quería llevarlo a Doubleday antes de que se publicara el primero y, probablemente, fracasara. Fue tan entretenido como el anterior y se publicó en 1974. También preparé un pequeño libro con varios poemas conocidos que tenían un significado histórico y que se publicó como
Familiar Poems, Annotated
en 1977.
No se puede decir que ganara dinero con ninguno de esos libros, aunque tampoco hubo pérdidas, y el placer que me proporcionó fue mayor que el dinero que me hubieran dado.
En realidad quería hacer más, pero pensé que no podía forzar a Doubleday más allá de un determinado límite. No obstante, en 1979, Jane West, de Clarkson Potter, me pidió que hiciera un comentario para ellos, y me permitió elegir el libro que considerara oportuno. Gardner, en aquel almuerzo que compartimos hacía varios años, mencionó
Los viajes de Gulliver
, de Jonathan Swift, como un libro ideal para que yo lo comentara, así que se lo sugerí. Jane se entusiasmó con la idea y me puse a trabajar de nuevo.
Esta vez, el libro se pudo llamar
The Annotated Gulliver’s Travels
, ya que se trataba de un libro de Clarkson Potter, y se publicó en 1980. Las ventas fueron algo mejores que las de los libros de Doubleday, pero no mucho más.
Había otro comentario que ansiaba hacer y encontré mi oportunidad a finales de los ochenta cuando era, más que nunca, por razones que explicaré más adelante, el niño bonito de Doubleday. Me tomé dos meses, puesto que pensé que me lo podía permitir, y trabajé con ahínco hasta que terminé
Asimov’s Annotated Gilbert & Sullivan
. Se lo ofrecí a Doubleday sin que me pagaran adelanto, tan deseoso estaba de que lo publicaran, lo que evocó el famoso “No digas tonterías, Isaac”, tan característico de ellos, y me dieron un adelanto cinco veces mayor del que me habían dado por el Don Juan. Se publicó en 1988. Aunque era un libro enorme que costaba cincuenta dólares y pesaba mucho, realmente recuperó el adelanto.
Pero eso es todo. No se me ocurre ningún otro comentario que desee hacer, excepto Homero, por supuesto, pero está escrito en griego y no se puede uno guiar por una de sus numerosas traducciones.
Me di cuenta de que, puesto que estaba planeando casarme con Janet en cuanto pudiera, iba a tener otra familia política.
Confieso que esto me angustiaba un poco. Mientras que Gertrude y su familia eran judíos, Janet no lo era. Sabía que a ella no le importaba en absoluto que fuera judío (como a mí que ella fuera gentil), pero ¿y a su familia?
Los padres de Janet eran mormones, aunque luego supe que no eran practicantes. Janet nunca había sido bautizada y no era mormona en absoluto. En realidad, es tan atea como yo.
Cuando se acercaba el momento de casarnos, Janet, ansiosa por complacerme en todo, me preguntó si quería que se convirtiese al judaísmo.
—Desde luego —le contesté—. Siempre que me permitas que yo me haga mormón.
Eso terminó para siempre con ese tipo de insensateces. (En la actualidad es miembro de la Ethical Culture Society, pero no creo que yo llegue nunca tan lejos.)
Los mormones son partidarios de las familias numerosas y los padres de Janet tenían muchos hermanos. En consecuencia, Janet tenía docenas y docenas de primos carnales, tíos, tías y un amplio surtido de parientes. Por fortuna, la mayoría estaba en Utah y no necesité conocerlos a todos. (Janet sintió más alivio que yo todavía.)
Su padre, John Rufus Jeppson, murió en 1958, un año antes de que Janet y yo nos conociéramos en el banquete de Escritores de Misterio. Fue una muerte súbita e inesperada, ya que sólo tenía sesenta y dos años, y Janet, que le adoraba, sufrió mucho por su pérdida.
Su padre tuvo una vida muy dura; abriéndose camino desde la pobreza, logró pasar por la Facultad de Medicina y acabó siendo oftalmólogo y un respetado ciudadano de New Rochelle. A su lado, estuvo siempre su esposa, Rae Evelyn Jeppson (Knudson de soltera). John y Rae fueron novios casi desde la infancia y fue un matrimonio muy unido desde el principio hasta el final. (Esto también les sucedió a mis padres.)
Conocí a Rae bastante pronto, mientras Janet y yo estábamos viviendo juntos. Estaba nervioso no sólo porque era judío sino también porque vivíamos juntos sin estar casados. No temía la desaprobación materna en sí, pero no quería dificultar la vida de Janet y ser la causa de una ruptura entre madre e hija.
Janet me aseguró que no debía preocuparme, pero fui precavido.
La madre de Janet era más baja que ella y su pelo seguía siendo castaño claro a pesar de sus setenta y tantos años. Se parecía mucho de cara a Janet y eso fue suficiente, en sí mismo, para predisponerme en su favor en el momento en que la conocí. Era una dama educada a la antigua usanza: amable, cortés y de conversación pausada. (Janet a menudo dice que Rae intentó hacer de ella una dama, pero fracasó.)
También era honesta. Sin tener en cuenta que podía avergonzar a su hija, me miró a los ojos y me dijo con firmeza:
—Doctor Asimov, lo siento por su mujer.
Pero la miré a los ojos y le dije con la misma firmeza.
—Señora Jeppson, créame. Yo también.
Eso fue todo. El tema nunca volvió a surgir. Rae estaba satisfecha. Creo que me hice un gran favor al resistir la tentación de defenderme. Si lo hubiese hecho, habría parecido un llorón y a Rae no le habría gustado.
Mi suegra y yo nos llevamos a las mil maravillas, aunque mientras pasábamos la noche en su casa quería que durmiéramos en habitaciones diferentes. Pensé que lo podríamos soportar sin problemas y le dije a Janet que era una manera inocente de agradar a su madre. Janet, sin embargo, no estaba dispuesta. No quería, a su edad, someterse a lo que ella consideraba los deseos irracionales de su madre, y Rae cedió. Me sentí culpable y sigo pensando que no nos hubiera supuesto ningún sacrificio tratar de que Rae se sintiera más cómoda.
El momento crucial de mi relación con Rae llegó cuando Janet ingresó en el hospital en 1973, con una hemorragia cerebral repentina. Me parecía que tenía que llamar a Rae para explicarle que su vida corría peligro, pero no era fácil decírselo puesto que la hermana pequeña de Rae, Opal (cuyo nombre habían puesto a Janet), había muerto por la misma causa a la edad de cuarenta y siete años y, por pura coincidencia, Janet tenía esta edad cuando sufrió la hemorragia.
Tenía miedo de comunicárselo. Estaba muy alterado por el estado de Janet y no confiaba del todo en mí mismo para plantear la situación con el suficiente tacto y la amabilidad necesaria. Tenía que enfrentarme a una madre probablemente igual de alterada que podía, en su dolor, buscar en mí un chivo expiatorio. Rae había recibido una educación religiosa muy estricta y podría considerar que lo que le había sucedido a Janet era un castigo de Dios por haber “vivido en pecado” conmigo.
Naturalmente, no aceptaría ninguna de estas interpretaciones de los acontecimientos, pero probablemente tampoco podría discutir con una madre con el corazón destrozado. Cobré ánimos para soportar sin defenderme una nueva crítica. Llamé a Rae por teléfono y le di la noticia lo mejor que pude. Creo que estaba llorando cuando lo hice (no, no me avergüenzo de ello) y ella no pudo dudar de mi propio dolor.
Durante un momento permaneció en silencio, después, de la manera más suave y cálida posible, afirmó:
—Pase lo que pase, Isaac, quiero darte las gracias por haber hecho tan feliz a Janet durante estos últimos años.
Por fortuna Janet se recuperó sin problemas. Le repetí las palabras de su madre y puedo asegurar que después de esto, Rae siempre tuvo mi más profunda consideración. La quise como a otra madre, y aunque Janet, como cualquier hija, a veces se quejaba de ella, yo nunca lo hice.
Después de padecer cáncer durante un año, Rae Jeppson murió el 10 de junio de 1976, poco antes de su octogésimo cumpleaños. Se mantuvo activa física y mentalmente casi hasta el final. Tuvo una muerte tranquila, y a diferencia de mis padres o de los de Gertrude, no murió sola o entre extraños. Murió en su casa, en su cama, con su hija a su lado cogiéndola de la mano.