Memorias de Adriano (29 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

BOOK: Memorias de Adriano
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No tengo hijos, y no lo lamento. Verdad es que en esas horas de cansancio y debilidad en que uno reniega de sí mismo, me he reprochado a veces no haberme tomado el trabajo de engendrar un hijo que me hubiera sucedido. Pero esa vana nostalgia descansa en dos hipótesis igualmente dudosas: la de que un hijo nos sucede necesariamente y la de que esa extraña mezcla de bien y de mal, esa masa de particularidades ínfimas y extrañas que constituyen una persona, merezca tener sucesión. He empleado lo mejor posible mis virtudes, he sacado partido de mis vicios, pero no tengo especial interés en legarme a alguien. No, no es la sangre lo que establece la verdadera continuidad humana: el heredero directo de Alejandro es César, no el débil infante nacido de una princesa persa en una ciudadela del Asia; Epaminondas, al morir sin posteridad, se jactaba con razón de que sus victorias fueran sus hijas. La mayoría de los hombres notables de la historia tuvieron descendientes mediocres, por no decir peor, dando la impresión de que habían agotado en sí mismos los recursos de una raza. La ternura del padre se halla casi siempre en conflicto con los intereses del jefe. Y si no fuera así, el hijo del emperador tendría que sufrir además las desventajas de una educación de príncipe, la peor de todas para un futuro monarca. Afortunadamente, en la medida en que nuestro Estado ha sabido crearse una regla para la sucesión imperial, ésta se determina por la adopción; reconozco en ella la sabiduría de Roma. Conozco los peligros de la elección y sus posibles errores; no ignoro que la ceguera no es privativa de los afectos paternales; pero una decisión presidida por la inteligencia, o en la cual ésta toma por lo menos parte, me parecerá siempre infinitamente superior a las oscuras voluntades del azar y de la ciega naturaleza. El imperio debe pasar al más digno; bello es que un hombre que ha probado su competencia en el manejo de los negocios mundiales elija su reemplazante, y que una decisión de tan profundas consecuencias sea al mismo tiempo su último privilegio y su último servicio al Estado. Pero tan importante elección se me antoja más difícil que nunca.

Amargamente había reprochado a Trajano que vacilara durante veinte años antes de resolverse a adoptarme, y que sólo lo hiciera en su lecho de muerte. Pero ya habían transcurrido cerca de dieciocho años desde mi llegada al poder, y a pesar de los riesgos de una vida aventurera, también yo había aplazado para más tarde la elección de un sucesor. Circulaban mil rumores, casi todos ellos falsos; se habían aventurado mil hipótesis, pero lo que tomaban por mi secreto no era más que mi vacilación y mi duda. Cuando miraba en torno veía que los funcionarios honrados abundaban, pero ninguno tenía la envergadura necesaria. Cuarenta años de integridad abonaban en favor de Marcio Turbo, mi querido camarada de antaño, mi incomparable prefecto del pretorio, pero Marcio tenía mi edad, era demasiado viejo. Julio Severo, excelente general y buen administrador de Bretaña, no entendía gran cosa de los complejos asuntos de Oriente; Arriano había dado pruebas de todas las cualidades que se exigen a un estadista, pero era griego, y aún no ha llegado el tiempo de imponer un emperador griego a los prejuicios de Roma.

Serviano vivía aún; su longevidad daba la impresión de un largo cálculo, de una forma obstinada de la espera. Hacía sesenta años que esperaba. En tiempos de Nerva, la adopción de Trajano lo había alentado y decepcionado a la vez. Había esperado algo mejor, pero el arribo al poder de aquel primo ocupado continuamente en el ejército parecía asegurarle por lo menos una situación importante en el plano civil, y quizás el segundo lugar. También en eso se engañaba, pues apenas logró una magra porción de honores. Seguía esperando, en la época en que encargó a sus esclavos que me atacaran en un bosque de álamos a orillas del Mosela; el duelo a muerte entablado aquella mañana entre el joven y el quincuagenario duraba desde hacia veinte años. Serviano había predispuesto a Trajano contra mí, exagerando mis desvíos y aprovechando mis más mínimos errores. Semejante enemigo acaba por ser un excelente profesor de prudencia; después de todo Serviano me había enseñado muchísimo. Cuando asumí el poder mostró suficiente finura como para dar la impresión de que aceptaba lo inevitable; se había lavado las manos en la conjuración de los cuatro tenientes imperiales, y yo había preferido no reparar en las salpicaduras de aquellos dedos todavía sucios. Por su parte habíase contentado con protestar en voz baja y escandalizarse a puertas cerradas. Sostenido en el Senado por el pequeño y poderoso partido de los conservadores inamovibles, a quienes mis reformas incomodaban, vivía cómodamente instalado en ese papel de critico silencioso del reinado. Poco a poco me había malquistado con mi hermana Paulina. De ella sólo había tenido una hija, casada con un tal Salinator, hombre de noble cuna y a quien exalté a la dignidad consular, pero que murió joven de resultas de la tisis. Fusco, su único hijo, fue educado por su pernicioso abuelo en el odio hacia mi persona. Pero entre nosotros el odio conservaba el decoro; no negué a Serviano su parte en las funciones públicas, aunque evitaba figurar a su lado en las ceremonias donde su avanzada edad le hubiera valido un lugar de mayor privilegio que el del emperador. Cada vez que volvía a Roma aceptaba concurrir a una de esas comidas de familia en la que todos se mantienen a la defensiva; cambiábamos correspondencia y sus cartas no carecían de ingenio. Pero a la larga toda esa insípida impostura había terminado por repugnarme. La posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones es una de las raras ventajas que reconozco a la vejez; valiéndome de ella, me negué a asistir a los funerales de Paulina. En el campamento de Bethar, en las peores horas de miseria física y de desaliento, la suprema amargura había sido la de pensar que Serviano alcanzaría su objeto, y que lo alcanzaría por mi culpa. Aquel octogenario tan parsimonioso con sus fuerzas se las arreglaría para sobrevivir a un enfermo de cincuenta y siete años. Si yo moría intestado, sabría conseguir a la vez los sufragios de los descontentos y la aprobación de quienes pensarían seguir siéndome fieles al elegir a mi cuñado. Su mínimo parentesco le serviría para echar abajo mi obra. Me decía, tratando de calmarme, que el imperio podía encontrar amos peores; después de todo Serviano tenía sus virtudes y hasta el torpe Fusco sería quizá digno de reinar algún día. Pero todo lo que me quedaba de energía se rebelaba contra esa mentira y deseaba seguir viviendo para aplastar a aquella víbora.

En Roma volví a encontrarme con Lucio. En otros tiempos había contraído con él ciertos compromisos, de esos que nadie se preocupa de cumplir pero que yo había recordado. Verdad es, por lo demás, que jamás le prometí la púrpura imperial; no se hacen cosas así. Pero durante quince años había pagado sus deudas, sofocado los escándalos y nunca dejé de contestar sus cartas, que eran deliciosas pero que terminaban siempre con pedidos de dinero para él o de ascensos para sus protegidos. Demasiado unido a mi vida estaba para que pudiera excluirlo de ella si se me antojaba, pero lejos me hallaba de querer tal cosa. Su conversación era deslumbrante; aquel joven a quien muchos consideraban trivial, había leído más y mejor que los literatos profesionales. Tenía el más exquisito gusto para todas las cosas; se tratara de personas, objetos, usos, o de la manera más justa de escandir un verso griego. En el Senado, donde tenía fama de hábil, había logrado celebridad como orador; sus discursos, concisos y ornados a la vez, servían de flamantes modelos a los profesores de elocuencia. Lo hice nombrar pretor, y más tarde cónsul, funciones que cumplió satisfactoriamente. Algunos años atrás lo había casado con la hija de Nigrino, uno de los tenientes imperiales ejecutados al comienzo de mi reino; aquella unión pasó a ser el emblema de mi política de pacificación. El matrimonio no fue muy feliz; la joven esposa se quejaba del abandono de Lucio, de quien tenía sin embargo tres hijos, uno de ellos varón. A sus quejas casi continuas, Lucio respondía con helada cortesía que uno se casa por su familia y no por si mismo, y que un contrato tan grave no se aviene con los despreocupados juegos del amor. Su complicado sistema requería hermosas amantes para el espectáculo, y fáciles esclavos para la voluptuosidad. Se estaba matando a fuerza de placer, pero como un artista se mata realizando una obra de arte; y no soy yo quien he de reprochárselo.

Lo miraba vivir. Mi opinión sobre él se modificaba de continuo, cosa que sólo sucede con aquellos seres que nos tocan de cerca; a los demás nos contentamos con juzgarlos en general y de una vez por todas. A veces me inquietaba alguna estudiada insolencia, una dureza, una palabra fríamente frívola; pero casi siempre me dejaba arrastrar por aquel ingenio rápido y ligero, en el que una observación acerada permitía presentir bruscamente al estadista futuro. Hablaba de él a Marcio Turbo, quien una vez terminada su fatigosa jornada de prefecto del pretorio venia todas las noches a charlar sobre las cuestiones del momento y a jugar conmigo una partida de dados; juntos volvíamos a examinar minuciosamente las posibilidades que tenía Lucio de cumplir adecuadamente una carrera de emperador. Mis amigos se asombraban de mis escrúpulos, algunos encogiéndose de hombros, me aconsejaban tomar el partido que más me agradara; gentes así se imaginan que uno puede legar la mitad del mundo como si dejara una casa de campo. Durante la noche volvía a pensar en el asunto. Lucio tenía apenas treinta años. ¿Qué era César a los treinta años sino un hijo de buena familia, cubierto de deudas y manchado de escándalos? Como en los negros días de Antioquía, antes de ser adoptado por Trajano, pensaba con el corazón oprimido que nada es más lento que el verdadero nacimiento de un hombre; yo mismo había pasado los treinta años cuando la campaña de Panonia me abrió los ojos sobre las responsabilidades del porvenir; y a veces me parecía que Lucio era un hombre más cumplido que yo a esa edad.

A raíz de una crisis de sofocación más grave que las anteriores —aviso de que ya no había tiempo que perder— me decidí bruscamente y adopté a Lucio, quien tomó el nombre de Elio César. Su ambición era negligente; exigía sin avidez, habituado desde siempre a conseguirlo todo; por ello recibió con la mayor desenvoltura mi decisión. Cometí la imprudencia de decir que aquel príncipe rubio sería admirablemente hermoso vestido de púrpura; los maldicientes se apresuraron a sostener que yo pagaba con un imperio la voluptuosa intimidad de otrora. Aquello equivalía a no comprender la forma en que piensa un jefe, por poco que merezca su título y su puesto. Si consideraciones de esa especie hubieran desempeñado algún papel en la adopción, Lucio no era el único en quien podría haber fijado mi atención.

Mi mujer acababa de morir en su residencia del Palatino, que seguía prefiriendo a Tíbur y donde había vivido rodeada de una pequeña corte de amigos y parientes españoles, únicos que contaban para ella. Las consideraciones, las cortesías, las débiles tentativas de entendimiento habían cesado poco a poco entre nosotros, dejando al desnudo la irritación, el rencor y, por parte de ella, el odio. Fui a visitarla en sus últimos tiempos: la enfermedad había agriado aún más su carácter áspero y melancólico; la entrevista le dio ocasión de proferir violentas recriminaciones que la aliviaron y que tuvo la indiscreción de hacer ante testigos. Se felicitaba de morir sin hijos; pues mis hijos se hubieran parecido a mí y ella les hubiera mostrado la misma aversión que a su padre. Aquella frase en la que supura tanto rencor fue la única prueba de amor que me haya dado Sabina. A su muerte removí esos recuerdos tolerables que siempre deja algún ser cuando nos tomamos el trabajo de buscarlos; rememoraba una cesta de frutas que me enviara para mi cumpleaños, después de una querella; mientras pasaba en litera por las estrechas calles del municipio de Tíbur, frente a la modesta casa que había pertenecido a mi suegra Matidia evocaba con amargura algunas noches de un lejano estío, cuando vanamente había tratado de hallar placer junto a aquella joven esposa fría y dura. La muerte de mi mujer me conmovía menos que la de la buena Areté, intendenta de la Villa, a quien un acceso de fiebre arrebató ese mismo invierno. Como la letal enfermedad de la emperatriz, que los médicos no habían sido capaces de diagnosticar, le produjera hacia el fin atroces dolores de entrañas, se me acusó de haber empleado el veneno y aquel rumor insensato halló fácil crédito. De más está decir que un crimen tan superfluo no me había tentado nunca.

Quizá la muerte de mi mujer impulsó a Serviano a jugar el todo por el todo. La influencia que tenía Sabina en Roma favorecía su causa; con ella se derrumbaba uno de sus sostenes más respetables. Por otra parte Serviano acababa de cumplir noventa años, y tampoco él tenía tiempo que perder. Llevaba varios meses tratando de atraerse a pequeños grupos de oficiales de la guarda pretoriana; su atrevimiento llegó al punto de explotar el respeto supersticioso que inspira la edad avanzada, y hacerse tratar como emperador a puertas cerradas. Poco tiempo antes había yo reforzado la policía secreta militar, institución que me parece repugnante pero que en esta oportunidad probó su utilidad. Nada ignoraba de aquellos conciliábulos que parecían tan secretos, y en los cuales Serviano enseñaba a su nieto el arte de las conspiraciones. La adopción de Lucio no sorprendió al anciano, pues hacía mucho que tomaba mi incertidumbre por una decisión hábilmente disimulada, pero aprovechó para obrar el momento en que el acta de adopción era todavía materia de controversias en Roma. Su secretario Crescencio, cansado de cuarenta años de fidelidad mal retribuida, delató el proyecto, la fecha y el lugar de ejecución, y el nombre de los cómplices. Mis enemigos no habían desplegado mayor imaginación: se limitaban a copiar el atentado concebido en otros tiempos por Nigrino y Quieto. Debían matarme durante una ceremonia religiosa en el Capitolio; mi hijo adoptivo caería conmigo.

Aquella misma noche tomé mis precauciones. Nuestro enemigo había vivido demasiado, y yo quería dejar a Lucio una herencia libre de peligros. Alrededor de la duodécima hora, en un frío amanecer de febrero, un tribuno portador de la sentencia de muerte de Serviano y de su nieto se presentó en casa de mi cuñado; tenía la consigna de esperar en el vestíbulo hasta que la orden que llevaba fuese cumplida. Serviano mandó llamar a su médico y todo transcurrió decorosamente. Antes de morir, me deseó que expirara lentamente, atormentado por un mal incurable, sin gozar como él del privilegio de una breve agonía. Sus votos ya se han cumplido.

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