Recordemos, para el lector que se interese en ese lugar único que es la Villa Adriana, que los nombres de las diferentes partes de ésta, enumerados por Adriano en la presente obra y aún en uso hoy en día, provienen también de indicaciones de Esparciano y que las excavaciones hechas en el lugar han confirmado y completado, hasta el momento, antes que invalidado. Nuestro conocimiento de los diferentes estados de esta hermosa ruina, entre Adriano y nosotros, proviene de toda serie de documentos escritos o de sucesivos grabados desde el Renacimiento, de los cuales los más preciosos son quizás la Relación dirigida por el arquitecto Ligorio al Cardenal d’Este en 1538, las admirables planchas consagradas por Piranesio a esta ruina hacia 1781, y, sobre un punto de detalle, los dibujos del Ciudadano Ponce (Arabesques antiques des bains de Livre et de la Villa Adriana, Paris, 1789), que conservan la imagen de estucos hoy destruidos. Los trabajos de Gaston Boissiers, en sus Promenades Archéologiques, 1880, de H. Winnefeld, Die Villa des Haudrian bei Tivoli, Berlin, 1895, y de Pierre Gusman, La Villa impériale de Tibur, 1904, son aún esenciales; más cerca de nosotros, la obra de R. Paribeni, La Villa dell’Imperatore Adriano, 1930, y el importante trabajo de H. Káhler, Hadrian und seine Villa bei tivoli, 1950. En las Memorias de Adriano, una referencia a mosaicos sobre los muros de la Villa ha sorprendido a algunos lectores; se trata de los de exedras y nichos de las ninfas, frecuentes en las ciudades de la campiña durante el siglo primero, y que plausiblemente también adornaron los pabellones del palacio de Tíbur, o los que según numerosos testimonios revestían el exterior de las bóvedas (sabemos por Piranesio que los mosaicos de Canope eran blancos), o aun los emblemata, tablas de mosaicos que según el uso se incrustaban en las paredes de las salas. Véase para todo este detalle, además de Gusman ya citado, el artículo de P. Gauckler en Daremberg y Saglio, Dictionnaire des Antiquités Grecques et Romaines, III, 2, Musivum Opus.
En lo que se refiere a los monumentos de Antínoo, recordemos que las ruinas de la ciudad fundada por Adriano en honor a su favorito todavía se mantenían a principios del siglo xíx, cuando Jomard dibujó las planchas de la grandiosa Descripción de Egipto, iniciada por orden de Napoleón, y que contiene emocionantes imágenes de este conjunto de ruinas hoy destruidas. Hacia mediados del siglo xix, un industrial egipcio las transformó en cal, y las empleó para la construcción de fábricas de azúcar para las cercanías. El arqueólogo francés Albert Gayet trabajó con ardor pero, según parece, con poco rigor metodológico sobre ese lugar profanado, aunque las informaciones contenidas en los artículos publicados por él entre 1896 y 1914 son sumamente útiles. Los papiros recogidos en el lugar de Antínoe y en el de Oxirrincus, y publicados entre 1901 y nuestros días, no han aportado nada de novedoso sobre la arquitectura de la ciudad de Adriano o el culto favorito, pero uno de ellos nos ha provisto de una información muy completa de las divisiones administrativas y religiosas de la ciudad, evidentemente establecidas por el mismo Adriano, y que testimonia una fuerte influencia del rito eleusíaco sobre el espíritu de su autor. Véase la obra citada más arriba de Wilhelm Weber, Drei Untersuch ungen zur aegyptisch-griechischen Religion, y la de E. Kuhn, Antínoopolis, Ein Beitrag zur Geschichte des Hellenismus in römischen Egyptien, Göttingen, 1913, y B. Kübler, Antinoopolis, Leipzig, 1914. El breve artículo de M. J. Johnson, Antínoe and its Papyri, en el Journ of Egyp. Arch., I, 1914, es un buen resumen de la topografía de la ciudad de Adriano.
Sabemos de la existencia de una ruta establecida por Adriano entre Antínoe y el mar Rojo por una inscripción antigua encontrada en el lugar (Ins. Gr. and Rer. Rom. Pert., I, 1142), pero el trazado exacto de su recorrido parece no haber sido nunca relevado hasta el momento, y la cifra de las distancias dada por Adriano en la presente obra no es más que una aproximación. Agreguemos finalmente que una frase de la descripción de Antínoe, atribuida aquí al emperador, ha sido extraída de la relación del viaje de un tal Lucas, que visitó la región a comienzos del siglo XVIII.
MARGUERITE CLEENEWERCK DE CRAYENCOUR, (8 de junio de 1903 - 17 de diciembre de 1987), más conocida por su seudónimo Marguerite Yourcenar, fue una poetisa, novelista, autora de teatro y traductora nacida en Bruselas, Bélgica.
Huérfana de madre desde su nacimiento, fue llevada muy pronto a Francia por el padre (natural de Lille) que, tras impartirle una educación bastante esmerada, la llevó siempre con él, en el curso de su cosmopolita existencia, comunicándole su amor por los viajes.
Cursó estudios universitarios, especializándose en cultura clásica, y empezó a publicar diez años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, aunque con escaso éxito. De esta primera época son las novelas
Alexis o el tratado del inútil combate
(1928), que comenzó a despertar el interés de la crítica: obra de corte gidiano, es una lúcida y desinhibida vivisección de un fracaso existencial;
La Nouvelle Eurydice
(1929), menos tensa e inspirada respecto
Alexis: Denier du rêve
(1934), historia de un atentado fracasado contra Mussolini, donde la violencia política ocupa el primer plano; y
La mort conduit l'attelafe
(1934), colección de tres cuentos.
Sus largas estancias en Grecia dieron origen a una serie de ensayos reunidos en Viaje a Grecia y llevaron a su maduración la idea originaría de
Fuegos
(1936), una obra esencialmente lírica compuesta de relatos míticos y legendarios. La misma dimensión mítica se deja traslucir en su colección de Cuentos orientales, publicada en 1938. El año siguiente aparece
El tiro de gracia
, basada en un hecho real, una historia de amor y de muerte en un país devastado durante las luchas antibolcheviques. Son importantes también varios ensayos, como
Pindare
(1932) y Les songes et les sorts (1938).
En 1939 la guerra la sorprendió en los Estados Unidos y allí fijó su residencia, en Maine, dedicándose en un principio a la enseñanza y adquiriendo la nacionalidad norteamericana en 1948. Llevó a cabo también en este período una serie de refinadas traducciones de textos de diversa naturaleza: obras de Virginia Wolf, Henry James y K. Kavafis y la antología de poesía griega antigua
La couronne et la lyre
.
Su fama como novelista la debe a dos grandes novelas históricas que han tenido gran resonancia: Memorias de Adriano (1951), reconstrucción histórica realizada con gran celo documental de la vida del más ilustrado de los emperadores romanos. Escrita a modo de carta dirigida como testamento espiritual a su sucesor designado, es una meditación del hombre sobre sí mismo, e ilustra el único remedio posible a la angustia de la muerte: la voluntad de vivir conscientemente, asumiendo el deber principal del hombre que es el perfeccionamiento interior. La otra fue
Opus nigrum
(1965), obra fruto de cuidadosas investigaciones, que gira en torno a la figura del médico alquimista y filósofo Zenón, intelectual enfrentado a los problemas del conocimiento.
Publicó también el ensayo
A beneficio de inventario
(siete estudios sobre A. d'Aubigné, Piranesi, S. Lagerlöf, Kavafis, Th. Mann, etc.) y diversas obras teatrales como
Electre ou la chute des masques
(1954),
Le mystère d'Alceste
(1963) y el volumen de 1971 que comprende
Dar al César, Le petite Sirène y Le dialogue dans le marécase
. En 1974 publicó su autobiografía en dos volúmenes:
Recordatorios
y
Archivos del Norte
, frescos histórico-narrativos sobre su propia familia. Fue la primera mujer en ser elegida miembro de la Academia Francesa en 1980.
En el curso de un viaje a África llevó a término la redacción de los tres relatos que componen
Como el agua que fluye
(1982), y el ensayo
Mishima o la visión del vacío
(1981), fruto de la larga frecuentación de la obra del gran escritor japonés. En 1982 vio la luz
Con los ojos abiertos
, libro de conversaciones con Matthieu Galey, que constituye una reveladora autobiografía.
[1]
Lo mismo también es aplicable, naturalmente, a muchas de las obras aquí mencionadas. Nunca se insistirá lo suficiente en que un libro raro, agotado, existente sólo en los anaqueles de pocas bibliotecas, o un articulo aparecido en un viejo número de una publicación seria, es para la inmensa mayoría de los lectores absolutamente inaccesible. En el noventa y nueve por ciento de los casos, el lector curioso y con afán de instruirse, pero carente de tiempo y de algunas técnicas simples familiares al erudito de profesión, es tributario a su grado o a su pesar de las obras de difusión elegidas casi al azar, y que las mejores de ellas, al no reimprimirse siempre, se convierten a su vez en inaccesibles. Aquello a lo que nosotros llamamos nuestra cultura es, más de lo que se supone, una cultura de escritorios cerrados.
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