Construir es colaborar con la tierra, imprimir una marca humana en un paisaje que se modificará así para siempre; es también contribuir a ese lento cambio que constituye la vida de las ciudades. Cuántos afanes para encontrar el emplazamiento exacto de un puente o una fontana, para dar a una ruta de montaña la curva más económica que será al mismo tiempo la más pura… La ampliación de la ruta de Megara transformaba el paisaje de rocas esquinorianas; los dos mil estadios de camino pavimentado, provisto de cisternas y puestos militares, que unen Antínoe al Mar Rojo, inauguraban en el desierto la era de la seguridad y acababan con la del peligro. Los impuestos de quinientas ciudades asiáticas no eran demasiados para construir un sistema de acueductos en la Tróade; el acueducto de Cartago resarcía en cierto modo de las durezas de las guerras púnicas. Levantar fortificaciones, en suma, era lo mismo que construir diques: consistía en hallar la línea desde donde puede defenderse un ribazo o un imperio, el punto donde el asalto de las olas o de los bárbaros será contenido y roto. Dragar los puertos era fecundar la hermosura de los golfos. Fundar bibliotecas equivalía a construir graneros públicos, amasar reservas para un invierno del espíritu que, a juzgar por ciertas señales y a pesar mío, veo venir. He reconstruido mucho, pues ello significaba colaborar con el tiempo en su forma pasada, aprehendiendo o modificando su espíritu, sirviéndole de relevo hacia un más lejano futuro; es volver a encontrar bajo las piedras el secreto de las fuentes. Nuestra vida es breve; hablamos sin cesar de los siglos que preceden o siguen al nuestro, como si nos fueran totalmente extranjeros; y sin embargo llegaba a tocarlos en mis juegos con la piedra. Esos muros que apuntalo están todavía tibios del contacto de cuerpos desaparecidos; manos que todavía no existen acariciarán los fustes de estas columnas. Cuanto más he pensado en mi muerte, y sobre todo en la del otro, con mayor motivo he buscado agregar a nuestras vidas esas prolongaciones casi indestructibles. En Roma utilizaba de preferencia el ladrillo eterno, que sólo muy lentamente vuelve a la tierra de la cual ha nacido y cuyo lento desmoronamiento e imperceptible desgaste se cumplen de modo tal que el edificio sigue siendo montaña aun cuando haya dejado de ser visiblemente una fortaleza, un circo o una tumba. En Grecia y en Asia empleaba el mármol natal, la hermosa sustancia que una vez tallada sigue fiel a la medida humana, tanto que el plano del entero templo se halla contenido en cada fragmento de tambor. La arquitectura tiene muchas más posibilidades de las que hacen suponer los cuatro órdenes de Vitrubio; nuestros bloques, como nuestros tonos musicales, admiten combinaciones infinitas. Para alzar el Panteón me remonté a la antigua Etruria de los divinos y los arúspices; el santuario de Venus, en cambio, redondea al sol sus formas jónicas, la profusión de columnas blancas y rosadas en torno a la diosa de carne de donde brotó la raza de César. El Olimpión de Atenas tenía que ser el contrapeso exacto del Partenón, alzarse en la llanura como aquél en la colina, inmenso allí donde el otro es perfecto: el ardor arrodillado ante la calma, el esplendor a los pies de la belleza. Las capillas de Antínoo, sus templos, habitaciones mágicas, monumentos de un misterioso pasaje entre la vida y la muerte, oratorios de un dolor y una felicidad sofocantes, eran recinto de la plegaria y la reaparición; en ellos me entregaba a mi duelo. La tumba que me he destinado a orillas del Tíber reproduce en escala gigantesca las antiguas tumbas de la Vía Appia, pero sus proporciones mismas la transforman, hacen pensar en Ctesifón y Babilonia, en las terrazas y las torres por las cuales el hombre se aproxima a los astros. El Egipto funerario ordenó los obeliscos y las avenidas de esfinges del cenotafio que impone a una Roma vagamente hostil la memoria del amigo nunca bastante llorado. La Villa era la tumba de los viajes, el último campamento del nómada, el equivalente en mármol de las tiendas y los pabellones de los príncipes asiáticos. Casi todo lo que nuestro gusto consiente ha sido ya intentado en el mundo de las formas; pasé entonces al de los colores: el jaspe, verde como las profundidades marinas; el pórfido graneado como la carne, el basalto, la taciturna obsidiana. El denso rojo de las tapicerías se adornaba con bordados cada vez más sutiles; los mosaicos de las murallas o los pavimentos no eran nunca bastante dorados, o blancos, o negros. Cada piedra era la extraña concreción de una voluntad, de un recuerdo, a veces de un desafío. Cada edificio era el plano de un sueño.
Plotinópolis, Andrinópolis, Antínoe. Adrianoterea… He multiplicado todo lo posible esas colmenas de la abeja humana. El plomero y el albañil, el ingeniero y el arquitecto presiden esos nacimientos de ciudades; la operación exige asimismo ciertos dones de rabdomante. En un mundo que los bosques, el desierto, las llanuras incultas cubren en su mayor parte, resulta bello el espectáculo de una calle pavimentada, un templo dedicado a cualquier dios, los baños y letrinas públicos, la tienda donde el barbero discute con sus clientes las noticias de Roma, la del pastelero, la del vendedor de sandalias, la del librero, la enseña de un médico, un teatro donde de tiempo en tiempo representan una pieza de Terencio. Nuestros exquisitos se quejan de la uniformidad de nuestras ciudades; lamentan encontrar en todas partes la misma estatua de emperador y el mismo acueducto. Se equivocan: la belleza de Nimes difiere de la de Arles. Pero además esa uniformidad, repetida en tres continentes, contenta al viajero como una piedra miliar; nuestras ciudades más insignificantes guardan su prestigio tranquilizador de relevo, de posta o de abrigo. La ciudad: el marco, la construcción humana, monótona si se quiere pero como son monótonas las celdillas de cera henchidas de miel, el lugar de los intercambios y los contactos, la plaza a la que acuden los campesinos para venden sus productos y donde se quedan mirando boquiabiertos las pinturas de un pórtico… Mis ciudades han nacido de encuentros: mi encuentro con mi rincón de tierra, el de mis planes de emperador con los incidentes de mi vida de hombre. Plotinópolis surgió de la necesidad de establecer nuevos centros agrícolas en Tracia, pero también del tierno deseo de honrar a Plotina. Adrianoterea está destinada a servir de emporio a los madereros del Asia Menor; al principio fue para mi el retiro estival, las cacerías en la floresta, el pabellón de troncos al pie de la colina de Atis, el torrente coronado de espuma donde nos bañábamos por las mañanas. Adrianópolis, en Epiro, reabre un centro urbano en el seno de una provincia empobrecida, y nació de una visita al santuario de Dodona. Adrianópolis, ciudad campesina y militar, centro estratégico en el linde de las regiones bárbaras, está habitada por los veteranos de las guerras sármatas; conozco personalmente lo bueno y lo malo de cada uno de ellos, su nombre, sus años de servicio y las heridas que han recibido. Antínoe, la más querida, emplazada en el lugar de la desgracia, está ceñida de una angosta faja de tierra árida, entre el río y la roca. Busqué ansiosamente enriquecerla con otros recursos, el comercio de la India, los transportes fluviales, las sapientes gracias de una metrópolis griega. En la tierra entera no hay otro lugar que menos desee volver a ver; y hay muy pocos a los cuales haya consagrado más cuidados. Antínoe es un peristilo perpetuo. Mantengo correspondencia con su gobernador, Fido Aquila, acerca de los propileos de su templo, de las estatuas de su anca; he elegido los nombres de sus barrios urbanos y de sus demos, símbolos aparentes y secretos, catálogo completo de mis recuerdos. Tracé por mí mismo el plano de las columnatas corintias que replican, a lo largo de la ribera, la alineación regular de las palmeras. Mil veces he recorrido con el pensamiento ese cuadrilátero casi perfecto, cortado por calles regulares, escindido en dos por una avenida triunfal que va de un teatro griego a una tumba.
Vivimos abarrotados de estatuas, ahítos de delicias pintadas o esculpidas, pero esa abundancia es ilusoria: reproducimos al infinito algunas docenas de obras maestras que ya no seríamos capaces de inventar. También yo he mandado copiar para la Villa el Hermafrodita y el Centauro, Niobe y Venus. He querido vivir lo más posible en medio de esas melodías de formas. Presté mi apoyo a las experiencias con el pasado, al sabio arcaísmo que vuelve a encontrar el sentido de las intenciones y las técnicas perdidas. Intenté esas variaciones consistentes en transcribir en mármol rojo en Marsias desollado de mármol blanco, devolviéndolo así al mundo de las figuras pintadas, o en transponer en el tono del mármol de Paros el grano negro de las estatuas egipcias, cambiando así el ídolo en fantasma. Nuestro arte es perfecto, es decir plenamente cumplido, pero su perfección es susceptible de modulaciones tan variadas como las de una voz pura; a nosotros nos toca jugar ese hábil juego consistente en acercarse o alejarse perpetuamente de la solución encontrada de una vez por todas, llegando al limite del rigor o del exceso, encerrando innumerables construcciones nuevas en el interior de esa hermosa esfera. Gozamos de la ventaja de tener tras de nosotros mil puntos de comparación, de poder continuar con inteligencia la línea de Scopas o contradecir voluptuosamente a Praxiteles. Mis contactos con las artes bárbaras me han llevado a creer que cada raza se limita a ciertos temas, a ciertos modos dentro de los modos posibles; y dentro de las posibilidades ofrecidas a cada raza, la época cumple además una selección complementaria. En Egipto he visto dioses y reyes colosales; los prisioneros sármatas tenían en las muñecas brazaletes que repiten al infinito el mismo caballo al galope, las mismas serpientes devorándose entre sí. Pero nuestro arte (quiero decir el griego) ha elegido atenerse al hombre. Sólo nosotros hemos sabido mostrar en un cuerpo inmóvil la fuerza y la agilidad latentes; sólo nosotros hemos hecho de una frente lisa el equivalente de un pensar profundo. Soy como nuestros escultores: lo humano me satisface, pues allí encuentro todo, hasta lo eterno. La floresta bienamada se resume para mí íntegramente en la imagen del centauro; la tempestad nunca respira mejor que en el henchido peplo de una diosa marina. Los objetos naturales, los emblemas sagrados valen tan sólo cuando están preñados de asociaciones humanas: la piña fálica y fúnebre, el tazón de fuente con palomas que sugiere la siesta al borde de los manantiales, el grifo que arrebata al cielo al bienamado.
El arte del retrato me interesa poco. Nuestros retratos romanos sólo tienen valor de crónica: copias donde no faltan las arrugas exactas ni las verrugas características, calcos de modelos a cuyo lado pasamos de largo en la vida y que olvidamos tan pronto han muerto. Los griegos, en cambio, amaron la perfección humana al punto de despreocuparse del variado rostro de los hombres. Apenas si echaba una ojeada a mi propia imagen, a ese rostro moreno que la blancura del mármol desnaturaliza, a esos grandes ojos abiertos, a esa boca fina y sin embargo carnosa, dominada hasta el temblor. Pero el rostro de otro ser me preocupó más. Tan pronto se volvió importante para mi vida, el ante dejó de ser un lujo para convertirse en un recurso, una forma de auxilio. Impuse al mundo esa imagen: actualmente hay más retratos de aquel niño que de cualquier hombre ilustre o cualquier reina. Al comienzo me preocupé de que el escultor registrara la belleza sucesiva de un ser que está cambiando; después el arte se convirtió en una especie de operación mágica capaz de evocar un rostro perdido. Las efigies colosales parecían un medio de expresar las verdaderas proporciones que da el amor a los seres; quería que esas imágenes fueran enormes como una figura vista de muy cerca, altas y solemnes como las visiones y las apariciones de la pesadilla, aplastantes como lo ha seguido siendo ese recuerdo. Reclamaba un acabado perfecto, una pura perfección, reclamaba ese dios que todo aquel que ha muerto a los veinte años llega a ser para quienes lo amaban, y también el parecido fiel, la presencia familiar, cada irregularidad de un rostro más querido que la belleza. Cuántas discusiones para mantener la espesa línea de una ceja, la redondez un tanto mórbida de un labio… Contaba desesperadamente con la eternidad de la piedra y la fidelidad del bronce para perpetúan un cuerpo perecedero o ya destruido, pero también insistía en que el mármol, ungido diariamente con una mezcla de aire y de ácidos, tomara el brillo y casi la blandura de una carne joven. En todas partes volvía a encontrar aquel rostro único; amalgamaba las personas divinas, los sexos y los atributos eternos, la dura Diana de los bosques a Baco melancólico, el vigoroso Hermes de las palestras al dios que duerme, apoyada la cabeza en el brazo, en un desorden de flor. Comprobaba hasta qué punto un joven que piensa se parece a la viril Atenea. Mis escultores solían confundirse; los más mediocres caían aquí y allá en la blandura o en el énfasis; pero todos participaban más o menos del sueño. Están las estatuas y las pinturas del joven viviente, reflejando ese paisaje inmenso y cambiante que va de los quince a los veinte años, el perfil lleno de seriedad del niño bueno, está la estatua en que un escultor de Corinto se atrevió a fijan el abandono del adolescente que comba el vientre y adelanta los hombros, la mano en la cadera, como si parado en alguna esquina contemplara una partida de dados. Está ese mármol en el que Pappas de Afrodisia trazó un cuerpo más que desnudo, indefenso, con la frágil frescura del narciso. Y en una piedra algo rugosa, Aristeas esculpió siguiendo mis órdenes aquella pequeña cabeza imperiosa y altanera… Están los retratos posteriores a la muerte, por donde la muerte ha pasado, esos grandes rostros de labios sapientes, cargados de secretos que ya no son los míos porque ya no son los de la vida. Está el bajorrelieve donde Antoniano de Mileto transpuso en términos sobrehumanos al vendimiador vestido de seda, y el hocico amistoso del perro que se frota en una pierna desnuda. Y esa mascarilla casi intolerable, obra de un escultor de Cirene, en la que el placer y el dolor brotan y se entrechocan en el rostro como dos olas contra una misma roca. Y esas estatuillas de arcilla que valen un centavo y que sirvieron para propaganda imperial: Tellus stabilitata, el Genio de la tierra pacificada bajo el aspecto de un joven tendido entre frutos y flores.
Trahit suaquemque voluptas
. A cada uno su senda; y también su meta, su ambición si se quiere, su gusto más secreto y su más claro ideal. El mío estaba encerrado en la palabra belleza, tan difícil de definir a pesar de todas las evidencias de los sentidos y los ojos. Me sentía responsable de la belleza del mundo. Quería que las ciudades fueran espléndidas, ventiladas, regadas por aguas límpidas, pobladas por seres humanos cuyo cuerpo no se viera estropeado por las marcas de la miseria o la servidumbre, ni por la hinchazón de una riqueza grosera; quería que los colegiales recitaran con voz justa las lecciones de un buen saber; que las mujeres, en sus hogares, se movieran con dignidad maternal, con una calma llena de fuerza; que los jóvenes asistentes a los gimnasios no ignoraran los juegos ni las artes; que los huertos dieran los más hermosos frutos y los campos las cosechas más ricas. Quería que a todos llegara la inmensa majestad de la paz romana, insensible y presente como la música del cielo en marcha; que el viajero más humilde pudiera errar en un país, de un continente al otro, sin formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de legalidad y de cultura; que nuestros soldados continuaran su eterna danza pírrica en las fronteras; que todo funcionara sin inconvenientes, los talleres y los templos; que en el mar se trazara la estela de hermosos navíos y que frecuentaran las rutas numerosos vehículos; quería que, en un mundo bien ordenado, los filósofos tuvieran su lugar y también lo tuvieran los bailarines. Este ideal, modesto al fin y al cabo, podría llegan a cumplirse silos hombres pusieran a su servicio parte de la energía que gastan en trabajos estúpidos o feroces; una feliz oportunidad me ha permitido realizarlo parcialmente en este último cuarto de siglo. Arriano de Nicomedia, uno de los seres más finos de nuestro tiempo, se complace en recordarme los bellos versos donde el viejo Terpandro definió en tres palabras el ideal espartano, el perfecto modo de vida que la Lacedemonia soñó siempre sin alcanzarlo: la Fuerza, la Justicia, las Musas. La Fuerza constituía la base, era el rigor sin el cual no hay belleza, la firmeza sin la cual no hay justicia. La Justicia era el equilibrio de las partes, el conjunto de las proporciones armoniosas que ningún exceso debe comprometer. Fuerza y Justicia eran tan sólo un instrumento bien acordado en manos de las Musas. Toda miseria, toda brutalidad, debía suprimirse como otros tantos insultos al hermoso cuerpo de la humanidad. Toda iniquidad era una nota falsa que debía evitarse en la armonía de las esferas.