Días alciónicos, solsticio de mi vida… Lejos de embellecer mi dicha distante, tengo que luchar para no empalidecer su imagen; hasta su recuerdo es ya demasiado fuerte para mí. Más sincero que la mayoría de los hombres, confieso sin ambages las causas secretas de esa felicidad; aquella calma tan propicia para los trabajos y las disciplinas del espíritu se me antoja uno de los efectos más bellos del amor. Y me asombra que esas alegrías tan precarias, tan raramente perfectas a lo largo de una vida humana —bajo cualquier aspecto con que las hayamos buscado o recibido—, sean objeto de tanta desconfianza por quienes se creen sabios, temen el hábito y el exceso de esas alegrías en vez de temer su falta y su pérdida, y gastan en tiranizar sus sentidos un tiempo que estaría mejor empleado en ordenar o embellecer su alma. En aquella época ponía yo en acendrar mi felicidad, en saborearla, y también en juzgarla, esa constante atención que siempre concedí a los menores detalles de mis actos; ¿y qué es la voluptuosidad sino un momento de apasionada atención del cuerpo? Toda dicha es una obra maestra: el menor error la falsea, la menor vacilación la altera, la menor pesadez la desluce, la menor tontería la envilece. La mía no es responsable de ninguna de las imprudencias que más tarde la quebraron; mientras obré a su favor fui sensato. Creo todavía que un hombre más sensato que yo hubiera podido ser dichoso hasta su muerte.
Tiempo después, en Frigia, en los confines donde Grecia y Asia se entremezclan, tuve la imagen más completa y más lúcida de esa dicha. Acampábamos en un lugar desierto y salvaje, en el emplazamiento de la tumba de Alcibíades, muerto allí víctima de las maquinaciones de los sátrapas. En la tumba abandonada desde siglos atrás había hecho emplazar una estatua de mármol de Paros, con la efigie de ese hombre a quien Grecia amó como a pocos. Había ordenado asimismo que todos los años se celebraran ciertos ritos conmemorativos; los habitantes de la aldea vecina se habían reunido con los hombres de mi escolta para la ceremonia inaugural. Se sacrificó un novillo, reservándose parte de su carne para el festín nocturno. En la llanura se improvisó una carrera de caballos, y danzas en las cuales el adolescente bitinio participó con una gracia fogosa; algo después, junto a la última hoguera, cantó con su hermosa cabeza echada hacia atrás. Amo tenderme junto a los muertos para medirme a mí mismo; aquella noche comparé mi vida con la del gran gozador envejecido, que cayera acribillado de flechas en aquel lugar, defendido por un joven amigo y llorado por una cortesana ateniense. Mi juventud no había pretendido los prestigios de la de Alcibíades, pero mi diversidad igualaba o superaba la suya. Yo había gozado tanto como él, reflexionado más, trabajado mucho más; como él, tenía la extraña felicidad de ser amado. Alcibíades lo ha seducido todo, hasta la Historia, y sin embargo deja tras él los montones de muertos atenienses abandonados en las canteras de Siracusa, una patria tambaleante, los dioses de las encrucijadas tontamente mutilados por su mano. Yo había gobernado un mundo infinitamente más vasto que aquel donde viviera el ateniense; había mantenido la paz en él, aparejándolo como a un bello navío para un viaje que durará siglos; había luchado lo mejor posible para favorecer el sentido de lo divino en el hombre, sin sacrificar lo humano. Mi felicidad era una retribución.
Roma estaba ahí. Pero ya no me veía forzado a contemporizar, a dar seguridades, a complacer. La obra del principado se imponía; las puertas del templo de Jano, que se abren en tiempo de guerra, seguían cerradas. Las intenciones daban su fruto; la prosperidad de las provincias refluía sobre la metrópolis. Acepté por fin el título de Padre de la Patria que me había sido propuesto en la época de mi advenimiento.
Plotina había muerto. Durante una estadía anterior en la capital había visto por última vez a aquella mujer que sonreía fatigada y que la nomenclatura oficial me asignaba por madre, aunque era mucho más que eso: mi única amiga. Esta vez sólo encontré de ella una pequeña urna depositada bajo la Columna Trajana. Asistí en persona a las ceremonias de la apoteosis; contrariando los usos imperiales, llevé luto durante nueve días. Pero la muerte no cambiaba gran cosa en esa intimidad que desde hacía muchos años prescindía de la presencia. La emperatriz seguía siendo lo que siempre había sido para mí: un espíritu, un pensamiento al cual estaba unido el mío.
Algunas de las grandes construcciones llegaban a su término. El Coliseo, reparado y lavado de los recuerdos de Nerón que aún duraban en él, había sido adornado, en reemplazo de la imagen de aquel emperador, con una efigie colosal del Sol, Helios-Rey, aludiendo a mi gentilicio Elio. Se estaba terminando el templo de Venus y de Roma, situado en el emplazamiento de la escandalosa Casa Áurea en la que Nerón había desplegado con pésimo gusto un mal adquirido. Roma, Amor: la divinidad de la Ciudad Eterna se identificaba por primera vez con la Madre del Amor, inspiradora de toda alegría. Era una de las ideas de mi vida. La potencia romana adquiría así ese carácter cósmico y sagrado, esa forma pacífica y tutelar que ambicionaba darle. Se me ocurría a veces asimilar la emperatriz difunta a aquella Venus sapiente, consejera divina.
Cada vez más, todas las deidades se me aparecían como misteriosamente fundidas en un Todo, emanaciones infinitamente variadas, manifestaciones iguales de una misma fuerza; sus contradicciones no eran otra cosa que una modalidad de su acuerdo. Me obsesionaba la idea de construir un templo a todos los dioses, un Panteón. Había elegido el emplazamiento sobre los restos de antiguos baños públicos ofrecidos al pueblo romano por Agripa, el yerno de Augusto. Del viejo edificio no quedaba más que un pórtico y la placa de mármol conteniendo una dedicatoria al pueblo de Roma: esta última fue cuidadosamente reinstalada en el frontón del nuevo templo. Poco me importaba que mi nombre no figurara en esa obra, que era mi pensamiento. En cambio me agradaba que una inscripción, de más de un siglo de antigüedad, la asociara con los comienzos del imperio, con el pacífico reinado de Augusto. Aun allí donde innovaba quería sentirme ante todo un continuador. Más allá de Trajano y de Nerva, convertidos oficialmente en mi padre y mi abuelo, me vinculaba con aquellos doce césares tan maltratados por Suetonio; la lucidez y no la dureza de Tiberio, la erudición y no la debilidad de Claudio, el sentido artístico y no la estúpida vanidad de Nerón, la bondad y no la insipidez de Tito, la economía y no la ridícula tacañería de Vespesiano, eran otros tantos ejemplos que me proponía a mí mismo. Aquellos príncipes habían desempeñado su papel en los negocios humanos; ahora me incumbía a mí elegir de entre sus actos aquellos que importaba continuar, consolidando los mejores corrigiendo los peores, hasta el día en que otros hombres, más o menos calificados pero igualmente responsables, se encargaran de hacer otro tanto con los míos.
La consagración del templo de Venus y de Roma fue una especie de triunfo acompañado de carreras de carros, espectáculos públicos, distribuciones de especias y perfumes. Los veinticuatro elefantes que habían arrastrado hasta el lugar de la erección de aquellos enormes bloques, reduciendo así el trabajo forzado de los esclavos, figuraban como monolitos vivientes en el cortejo. La fecha elegida para la fiesta era el aniversario del nacimiento de Roma, el octavo día siguiente a los idus de abril del año ochocientos ochenta y dos de la fundación de la ciudad. Jamás la primavera romana había sido más dulce, más violenta, más azul. El mismo día, con una solemnidad más recogida y como en una sordina, tuvo lugar en el interior del Panteón una ceremonia consagratoria. Había yo corregido personalmente los planes excesivamente tímidos del arquitecto Apolodoro. Utilizando las artes griegas como simple ornamentación, lujo agregado, me había remontado para la estructura misma del edificio a los tiempos primitivos y fabulosos de Roma, a los templos circulares de la antigua Etruria. Había querido que el santuario de Todos los Dioses reprodujera la forma del globo terrestre y de la esfera estelar, del globo donde se concentran las simientes del fuego eterno, de la esfera hueca que todo lo contiene. Era también la forma de aquellas chozas ancestrales de donde el humo de los más arcaicos hogares humanos se escapaba por un orificio practicado en lo alto. La cúpula, construida con una lava dura y liviana que parecía participar todavía del movimiento ascendente de las llamas, comunicaba con el cielo por un gran agujero alternativamente negro y azul. El templo, abierto y secreto, estaba concebido como un cuadrante solar. Las hojas girarían en el centro del pavimento cuidadosamente pulido por artesanos griegos; el disco del día reposaría allí como un escudo de oro; la lluvia depositaría un charco puro; la plegaria escaparía como una humareda hacia ese vacío donde situamos a los dioses. La fiesta fue para mí una de esas horas a las que todo converge. De pie en el fondo de aquel pozo de claridad, tenía a mi lado a los integrantes de mi principado, los materiales que componían mi destino de hombre maduro, edificado más que a medias. Reconocía la austera energía de Marcio Turbo, servidor fiel; la dignidad gruñona de Serviano, cuyas críticas bisbisadas con voz cada vez más sorda ya no me alcanzaban; la elegancia real de Lucio Ceyonio, y, algo aparte, en esa clara penumbra que conviene a las apariciones divinas, el rostro soñador del joven griego en quien había encarnado mi fortuna. Mi mujer, también presente, acababa de recibir el título de emperatriz.
Hacía ya largo tiempo que prefería las fábulas sobre los amores y las querellas de los dioses a los torpes comentarios de los filósofos acerca de la naturaleza divina; aceptaba ser la imagen terrestre de Júpiter en la medida en que éste es hombre, sostén del mundo, justicia encarnada, orden de las cosas, amante de los Ganimedes y las Europas, esposo negligente de la acerba Juno. Mi espíritu, dispuesto este día a verlo todo a plena luz, durante una reciente visita a Argos, había consagrado un pavo real de oro ornado de piedras preciosas. Hubiera podido divorciarme para quedar libre de aquella mujer a quien no amaba; como simple ciudadano, no había vacilado en hacerlo. Pero me incomodaba poco, y nada en su conducta justificaba un insulto tan público. Siendo joven esposa la habían ofuscado mis desvíos, pero un poco como a su tío lo irritaban mis deudas. Ahora asistía, sin aparentar darse cuenta, a las manifestaciones de una pasión que se anunciaba duradera. Como muchas mujeres poco sensibles al amor, no comprendía bien su poder; su ignorancia excluía a la vez la indulgencia y los celos. Sólo se hubiera inquietado en caso de que sus títulos o su seguridad se vieran amenazados, lo que no era el caso. Ya no le quedaba nada de la gracia de adolescente que antaño me hubiera interesado por un momento; aquella española prematuramente envejecida se mostraba grave y dura. Agradecía a su frialdad que no hubiera tomado un amante; me complacía que llevara dignamente sus velos de matrona, que eran casi velos de viuda. Me gustaba que en las monedas romanas figurara un perfil de emperatriz, llevando en el reverso una inscripción dedicada al Pudor o a la Tranquilidad. Solía pensar en ese matrimonio ficticio que, la noche de las fiestas de Eleusis, tiene lugar entre la gran sacerdotisa y el hierofante, matrimonio que no es una unión, ni siquiera un contacto, pero sí un rito, y como tal sagrado.
La noche que siguió a estas celebraciones vi arder a Roma desde lo alto de una terraza. Aquellos fuegos jubilosos reemplazaban los incendios ordenados por Nerón, y eran casi tan terribles. Roma, crisol, pero también la hoguera y el metal hirviente; martillo; pero también el yunque, prueba visible de los cambios y de los recomienzos de la historia; Roma, uno de los lugares del mundo donde el hombre ha vivido más tumultuosamente. La conflagración de Troya, de donde había escapado un hombre llevando a su anciano padre, su joven hijo y sus Lares, culminaba aquella noche en esas altas llamaradas de fiesta. Pensaba también, con una especie de terror sagrado, en los incendios del futuro. Esos millones de vidas pasadas, presentes y futuras, esos edificios recientes nacidos de edificios antiguos y seguidos de edificios por nacer, parecían sucederse como olas en el tiempo; el azar hacía que aquellas olas vinieran esa noche a romper a mis pies. Nada he de decir sobre esos momentos de delirio en que la púrpura imperial, la tela santa que tan pocas veces aceptaba vestir, fue puesta en los hombros de la criatura que se convertía en mi Genio; sí, me convenía oponer ese rojo profundo al oro pálido de una nuca, pero sobre todo obligar a mi Dicha, a mi Fortuna, entidades inciertas y vagas, a que se encarnaran en esa forma tan terrestre, a que adquirieran el calor y el peso tranquilizador de la carne. Los espesos muros del Palatino, donde vivía poco pero que acababa de hacer reconstruir, oscilaban como los flancos de una barca; las colgaduras, apartadas para dejar entrar la noche romana, eran las de un pabellón de popa; los gritos de la muchedumbre sonaban como el ruido del viento en el cordaje. El enorme escollo que se percibía a lo lejos en la sombra, los cimientos gigantescos de mi tumba que empezaba a alzarse al borde del Tíber, no me inspiraban ni terror, ni nostalgia, ni vana meditación sobre la brevedad de la vida.
La luz fue cambiando poco a poco. Desde hacía dos años, el paso del tiempo se marcaba en los progresos de una juventud que se formaba, dorándose, ascendiendo a su cenit; la voz, grave, se habituaba a gritar órdenes a los pilotos y a los monteros; el corredor corría más lejos, las piernas del jinete dominaban con mayor pericia la cabalgadura; el escolar que en Claudiópolis había aprendido de memoria largos fragmentos de Homero, se apasionaba ahora por la poesía voluptuosa y sapiente, entusiasmándose con ciertos pasajes de Platón. Mi joven pastor se convertía en un joven príncipe. No era ya el niño diligente que en los altos se arrojaba del caballo para ofrecerme, en el cuenco de sus manos, el agua de la fuente; el donante conocía ahora el inmenso valor de sus dones. En el curso de las cacerías organizadas en los dominios de Lucio, en Toscana, me había complacido en mezclar ese rostro perfecto con las caras opacas o preocupadas de los altos dignatarios, los perfiles agudos de los orientales, los espesos hocicos de los monteros bárbaros, obligando al bienamado a desempeñar el difícil papel del amigo. En Roma, las intrigas se habían anudado en torno a su juvenil cabeza, con innobles esfuerzos por ganar su influencia o sustituirla por otra. El vivir absorbido en un pensamiento único dotaba a aquel joven de dieciocho años de un poder de indiferencia que falta en los más probados; había sabido desdeñarlo o ignorarlo todo. Pero su hermosa boca había asumido un amargo pliegue que los escultores advertían.