Ofrezco aquí a los moralistas una fácil oportunidad de triunfar sobre mí. Mis censores se aprestan a mostrar en mi desgracia las consecuencias de un extravío, el resultado de un exceso; tanto más difícil me es contradecirlos cuanto que apenas veo en qué consiste el extravío y dónde se sitúa el exceso. Me esfuerzo por reducir mi crimen, si lo hubo, a sus justas proporciones; me digo que el suicidio no es infrecuente, y nada raro morir a los veinte años. Sólo para mí la muerte de Antínoo es un problema y una catástrofe. Puede que ese desastre haya sido inseparable de un exceso de júbilo, un colmo de experiencia, de los que no habría consentido en privarme ni privar a mi compañero de peligro. Aun mis remordimientos se han convertido poco a poco en una amarga forma de posesión, una manera de asegurarme de que fui hasta el fin el triste amo de su destino. Pero no ignoro que hay que tener en cuenta las decisiones de ese bello extranjero que sigue siendo, a pesar de todo, cada ser que amamos. Al hacer recaer toda la falta sobre mí, reduzco su joven figura a las proporciones de una estatuilla de cera que, luego de plasmada, hubiera aplastado entre mis dedos. No tengo derecho a disminuir la singular obra maestra que fue su partida; debo dejar a ese niño el mérito de su propia muerte.
De más está decir que no incrimino la preferencia sensual, nada importante, que determinaba mi elección en el amor. Otras pasiones parecidas habían cruzado con frecuencia por mi vida; aquellos amores varios no me habían costado hasta entonces más que un mínimo de promesas, de mentiras y de males. Mi breve apasionamiento por Lucio sólo me indujo a algunas locuras reparables. Nada impedía que ocurriera lo mismo en esa suprema ternura; nada, salvo precisamente la cualidad única que la distinguía de las otras. La costumbre nos hubiera llevado a ese fin sin gloria pero también sin desastres que la vida procura a los que no rehúsan su dulce embotamiento por el uso. Hubiera visto cambiarse la pasión en amistad, como lo quieren los moralistas, o en indiferencia, que es lo más frecuente. Un ser joven se hubiera apartado de mí en el momento en que nuestros lazos comenzaran a pesarme; otras rutinas sensuales, o las mismas con diferentes formas, habríanse establecido en mi vida; el porvenir hubiera incluido un matrimonio ni mejor ni peor que tantos otros, un puesto en la administración provincial, la gestión de un dominio rural en Bitinia; también podía ser la inercia, la vida palaciega proseguida en alguna posición subalterna; en el peor de los casos, una de esas carreras de favoritos caídos que terminan en confidentes o en proxenetas. Si algo entiendo de eso, la sensatez consiste en no ignorar nada de esos azares, que son la vida misma, esforzándose a la vez por evitar los peores. Pero ni aquel adolescente ni yo éramos sensatos.
No había esperado la presencia de Antínoo para sentirme dios. El éxito, sin embargo, multiplicaba en torno a mí las ocasiones de abandonarme a ese vértigo; cada estación parecía colaborar con los poetas y los músicos de mi séquito para convertir nuestra existencia en una fiesta olímpica. El día de mi llegada a Cartago terminó una sequía de cinco años; delirante bajo la lluvia, la multitud me aclamó como el dispensador de los beneficios del cielo; los grandes trabajos realizados en África no fueron luego más que una manera de canalizar aquella prodigalidad celeste. Poco antes, mientras hacíamos escala en Cerdeña, una tormenta nos obligó a buscar refugio en la cabaña de unos campesinos. Antínoo ayudó a nuestro huésped a asar dos trozos de atún sobre las brasas; me creí Zeus visitando a Filemón en compañía de Hermes. El adolescente sentado en una cama, con las piernas cruzadas, era ese mismo Hermes que desataba sus sandalias; Baco cortaba el racimo, o saboreaba por mí una copa de vino rosado; aquellos dedos endurecidos por el arco eran los de Eros. En medio de tantas máscaras, en el seno de tantos prestigios, terminé olvidando a la persona humana, al niño que se esforzaba vanamente por aprender el latín, que rogaba al ingeniero Decriano que le diera lecciones de matemáticas, terminando por renunciar a ellas, y que al menor reproche se enfurruñaba y se iba a la proa del navío para contemplar el mar.
El viaje por África terminó bajo el sol de julio en los nuevos cuarteles de Lambesa. Mi compañero se puso la coraza y la túnica militar con pueril alegría; durante unos días fui un Marte desnudo y con casco que participaba de los ejercicios del campamento, el Hércules atlético embriagado por el sentimiento de vigor todavía joven. Pese al calor y a los duros trabajos de nivelación cumplidos antes de mi llegada, el ejército funcionó como todo el resto con una facilidad divina; imposible hubiera sido obligar a un corredor a que saltara otro obstáculo más, o exigir de un jinete otro volteo, sin malograr la eficacia de aquellas maniobras quebrando en alguna parte el justo equilibrio de fuerzas que constituían su belleza. No tuve que señalar a los oficiales más que un error imperceptible —un grupo de caballos que quedaban en descubierto durante el simulacro de ataque en campo raso—; mi prefecto Corneliano me satisfizo en todo. Un orden inteligente regía aquellas masas de hombres, de animales de tiro, de mujeres bárbaras acompañadas de robustos niños que se agolpaban en las inmediaciones del pretorio para besarme las manos. Aquella obediencia no era servil; su ímpetu salvaje se aplicaba a sostener mi programa de seguridad; nada había costado demasiado caro, nada había sido descuidado. Hubiera querido que Arriano escribiera un tratado de táctica, exacto como un cuerpo bien construido.
Tres meses más tarde, en Atenas, la consagración del Olimpión dio lugar a fiestas que recordaban las solemnidades romanas, pero lo que en Roma había acontecido en tierra se situaba allá en pleno cielo. Una clara tarde de otoño ocupé mi puesto bajo aquel pórtico concebido a la escala sobrehumana de Zeus; el templo de mármol, erigido en el lugar donde Deucalión vio cesar el diluvio, parecía perder su peso, flotar como una espesa nube blanca; mis vestiduras rituales se acordaban con los tonos del anochecer en el cercano Himeto. Había encargado a Polemón el discurso inaugural. Ese día Grecia me discernió aquellos títulos divinos donde yo veía a la vez una fuente de prestigio y el fin más secreto de las tareas de mi vida: Evergeta, Olímpico, Epifanio, Amo del Todo. Y el título más hermoso, el más difícil de merecer: Jonio, Filoheleno. Había en Polemón mucho de actor, pero el juego fisonómico de un gran comediante traduce a veces una emoción de la cual participa toda una multitud, todo un siglo. Alzó la mirada, se recogió antes del exordio, pareciendo concentrar en él todos los dones contenidos en aquel instante. Yo había colaborado con los tiempos, con la vida griega misma; la autoridad que ejercía no era tanto un poder como una potencia misteriosa, superior al hombre, pero que sólo obraba eficazmente por intermedio de una persona humana; la unión de Roma y Atenas quedaba consumada; el pasado recobraba un semblante de porvenir; Grecia reiniciaba la marcha como un navío largo tiempo inmovilizado por la calma chicha y que siente otra vez en sus velas el impulso del viento. Entonces una melancolía fugitiva me apretó el corazón; pensé que las palabras de culminación, de perfección, contienen en sí mismas la palabra fin; quizá no había hecho otra cosa que ofrecer una presa más al Tiempo devorador.
Entramos luego en el templo, donde los escultores trabajaban todavía; la inmensa estatua de Zeus, de oro y marfil, iluminaba vagamente la penumbra; al pie de los andamios, el gran pitón que había mandado traer de la India para consagrarlo en el santuario griego descansaba ya en su cesta de filigrana, animal divino, emblema rampante del espíritu de la Tierra, asociado desde siempre al joven desnudo que simboliza el Genio de emperador. Antínoo, asumiendo cada vez más ese papel, sirvió personalmente al monstruo su ración de abejarucos con las alas cortadas. Luego, alzando los brazos, oró. Yo sabia que aquella plegaria, hecha para mí, sólo a mí se dirigía, pero no era lo bastante dios para adivinar su sentido ni para saber si alguna vez sería o no escuchada. Me alivió salir de aquel silencio, el resplandor azulado, y encontrarme de nuevo en las calles de Atenas donde ya se encendían las lámparas, envuelto en la familiaridad de las gentes sencillas y los gritos en el aire polvoriento del anochecer. La joven fisonomía, que bien pronto habría de embellecer tantas monedas del mundo griego, se convertía para la multitud en una presencia amistosa, en un signo.
No amaba menos, sino al contrario. Pero el peso del amor, como el de un brazo tiernamente posado sobre un pecho, se hacía cada vez más difícil de soportar. Reaparecían las comparsas: recuerdo a aquel adolescente duro y fino que me acompañó durante una estadía en Mileto, pero al cual renuncié. Vuelvo a ver aquella velada en Sardes, cuando el poeta Estratón nos llevó de un lugar equívoco a otro, rodeados de dudosas conquistas. Estratón, que había preferido la oscura libertad de las tabernas asiáticas a mi corte, era un hombre exquisito y burlón, ansioso de probar lo inane de todo lo que no sea el placer mismo, quizá para excusarse de haberle sacrificado el resto. Y hubo también aquella noche de Esmirna en que obligué al bienamado a soportar la presencia de una cortesana. La idea que se hacía el adolescente del amor continuaba siendo austera, porque era exclusiva; su repugnancia llegó a la náusea. Más tarde se habituó. Aquellas vanas tentativas se explican pasablemente por la afición al libertinaje; se mezclaba en ellas la esperanza de inventar una nueva intimidad en la que el compañero de placer no dejara de ser el bienamado y el amigo, el deseo de instruirlo, de someter su juventud a las experiencias por las que había pasado la mía, y quizá, más inconfesadamente, la intención de rebajarlo poco a poco al nivel de las delicias triviales que en nada comprometen.
Había mucho de angustia en mi necesidad de herir aquella sombría ternura que amenazaba complicar mi vida. En el curso de un viaje por la Tróade, visitamos la llanura del Escamandro bajo un verde cielo de catástrofe; la inundación, cuyos daños había venido a inspeccionar sobre el terreno, convertía en islotes los túmulos de las tumbas antiguas. Dediqué unos instantes a recogerme junto a la tumba de Héctor; Antínoo fue a soñar a la de Patroclo. No supe reconocer en el cervatillo que me acompañaba el émulo del camarada de Aquiles y me burlé de aquellas fidelidades apasionadas que florecen sobre todo en los libros. Insultado, Antínoo enrojeció violentamente. La franqueza era la única virtud a la que me ceñía cada vez más; me daba cuenta de que entre nosotros las disciplinas heroicas con que Grecia rodeaba el afecto de un hombre maduro por un camarada más joven suelen no pasar de un simulacro hipócrita. Más sensible de lo que me había imaginado a los prejuicios de Roma, recordaba que éstos conceden su parte al placer, pero sólo ven en el amor una manía vergonzosa; otra vez me ganaba el violento deseo de no depender exclusivamente de nadie. Me exasperaban esos caprichos propios de la juventud, y como tales inseparables de mi elección; acababa por encontrar en aquella pasión diferente todo lo que me había irritado en mis amantes romanas; los perfumes, los aderezos, el frío lujo de los ornatos, recobraban su lugar en mi vida. Entre tanto, en aquel corazón sombrío penetraban temores casi injustificados: lo he visto inquietarse porque pronto cumpliría diecinueve años. Caprichos peligrosos, cóleras que agitaban en su frente obstinada los rizos de Medusa, alternaban con una melancolía semejante al estupor, con una dulzura cada vez más quebrada. Llegué a golpearlo: me acordaré siempre de sus ojos espantados. Pero el ídolo abofeteado seguía siendo el ídolo, y comenzaban los sacrificios expiatorios.
Todos los Misterios asiáticos acudían a reforzar este voluptuoso desorden con sus músicas estridentes. Los tiempos de Eleusis habían llegado a su fin. Las iniciaciones en los cultos secretos o extraños, prácticas más toleradas que permitidas y que el legislador que había en mi observaba con desconfianza, se adecuaban a ese momento de la vida en que la danza se convierte en vértigo, en que el canto culmina en grito. En la isla de Samotracia había sido iniciado en los misterios de los Cabires, antiguos y obscenos, sagrados como la carne y la sangre; las serpientes ahítas de leche del antro de Trofonio se frotaron en mis tobillos; las fiestas tracias de Orfeo dieron lugar a salvajes ritos de fraternidad. El estadista que había prohibido bajo las penas más severas todas las formas de mutilación consintió en asistir a las orgías de la Diosa Siria; allí vi el horrible torbellino de las danzas sangrientas; fascinado como un cabrito frente a un reptil, mi joven camarada contemplaba aterrado a aquellos hombres que elegían dar a las exigencias de la edad y del sexo una respuesta tan definitiva como la de la muerte, y quizá todavía más atroz. Pero el horror culminó durante una estadía en Palmira, donde el comerciante árabe Melés Agripa nos albergó tres semanas en el seno de un lujo bárbaro y espléndido. Un día en que habíamos estado bebiendo, Melés, alto dignatario del culto de Mitra, que tomaba poco en serio sus deberes de pastóforo, propuso a Antínoo que participara del tauróbolo. Sabedor de que yo me había sometido antaño a una ceremonia del mismo género, el joven se ofreció ardorosamente. No creí oportuno oponerme a su fantasía, para cuyo cumplimiento sólo se requería un mínimo de purificaciones y abstinencias. Acepté ser un asistente, junto con Marco Ulpio Castoras, mi secretario en lengua árabe. A la hora indicada bajamos a la caverna sagrada; el joven bitinio se tendió para recibir la sangrienta aspersión. Pero cuando vi surgir de la profundidad aquel cuerpo estriado de rojo, la cabellera apelmazada por un lodo pegajoso, el rostro salpicado de manchas que estaba vedado lavar y que debían borrarse por sí mismas, sentí que el asco me ganaba la garganta, y con él el horror de aquellos ambiguos cultos subterráneos. Días después prohibí a las tropas acantonadas en Emesa la entrada al negro santuario de Mitra.
También yo tuve mis presagios; como Marco Antonio antes de su última batalla, oí en plena noche alejarse la música del relevo de los dioses protectores que se marchan… La escuchaba sin prestar atención. Mi seguridad era como la del jinete a quien un talismán protege de las caídas. Un congreso de reyezuelos de Oriente tuvo lugar bajo mis auspicios en Samosata; durante las cacerías en la montaña, Abgar, rey de Osroene, me enseñó personalmente el arte del halconero; batidas, preparadas como escenas teatrales, precipitaban manadas enteras de antílopes en redes de púrpura; Antínoo se curvaba con todas sus fuerzas para frenar el impulso de una pareja de panteras que tiraban de sus pesados collares de oro. A cubierto de esos esplendores selláronse los acuerdos; las negociaciones me fueron invariablemente favorables, seguí siendo el jugador que gana todas las manos. El invierno transcurrió en aquel palacio de Antioquía donde antaño había pedido a los hechiceros que me iluminaran el porvenir. Pero el porvenir ya no podía darme nada, o por lo menos nada que pasara por un don. Mis vendimias estaban hechas; el mosto de la vida llenaba la cuba. Verdad es que había dejado de ordenar mi propio destino, pero las disciplinas cuidadosamente elaboradas de antaño sólo me parecían ahora la primera etapa de una vocación humana; con ellas pasaba lo que con las cadenas de que un bailarín se carga a fin de saltar mejor cuando las arroja. En ciertos puntos mi austeridad se mantenía; seguía prohibiendo que sirvieran vino antes de la segunda guardia nocturna; me acordaba de haber visto, sobre esas mismas mesas de madera pulida, la mano temblorosa de Trajano. Pero hay otras formas de embriaguez. Ninguna sombra se perfilaba sobre mis días, ni la muerte, ni la derrota —aun esa más sutil que nos infligimos a nosotros mismos—, ni la vejez que sin embargo acabaría por llegar. Pero me apresuraba, como si cada una de esas horas fuese a la vez la más bella y la última.