Memorias de Adriano (22 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

BOOK: Memorias de Adriano
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Por aquellos días arribó la emperatriz. El largo viaje la había afectado mucho; la encontré frágil, sin que hubiera perdido su dureza. Sus frecuentaciones políticas ya no me causaban inquietud, como en la época en que había alentado tontamente a Suetonio; ahora sólo se rodeaba de literatas inofensivas. La confidenta del momento, una tal Julia Balbila, escribía versos griegos bastante agradables. La emperatriz y su séquito se establecieron en el Liceo, del cual salían poco. Lucio, en cambio, se mostraba como siempre ávido de todos los placeres, comprendidos los de la inteligencia y los ojos. A los veintiséis años no había perdido casi nada de aquella sorprendente belleza que le valía ser aclamado en las calles por la juventud romana. Seguía siendo absurdo, irónico y alegre. Sus caprichos de antaño se habían convertido en manías. Jamás viajaba sin llevar a su cocinero; los jardineros le componían, aun a bordo, asombrosos arriates de flores raras; llevaba consigo su lecho, cuyo modelo había diseñado personalmente, y cuatro colchones rellenos con cuatro especies de sustancias aromáticas, sobre los cuales se acostaba rodeado de sus jóvenes amantes como de otras tantas almohadas. Sus pajes, empolvados y llenos de afeites, vestidos como los Céfiros y el Amor, hacían lo posible por adaptarse a sus caprichos muchas veces crueles; tuve que intervenir personalmente para impedir que el pequeño Bóreas, cuya delgadez admiraba Lucio, se dejara morir de hambre. Todo eso era más irritante que agradable. Visitamos juntos lo que hay para ver en Alejandría: el Faro, el mausoleo de Alejandro, el de Marco Antonio donde Cleopatra triunfa eternamente sobre Octavio, y no olvidamos los templos, los talleres, las fábricas y aun el barrio de los embalsamadores. El sacerdote del templo de Serapis me ofreció un servicio de cristalería opalina, que envié a Serviano, con el cual quería mantener relaciones cordiales por respeto hacia mi hermana Paulina. De aquellas giras asaz fastidiosas nacieron grandes proyectos edilicios.

En Alejandría las religiones son tan variadas como los negocios, pero la calidad del producto me parece más dudosa. Los cristianos, sobre todo, se distinguen por una abundancia inútil de sectas. Dos charlatanes, Valentino y Basílides, intrigaban el uno contra el otro, vigilados de cerca por la policía romana. La hez del pueblo egipcio aprovechaba cada observancia ritual para precipitarse garrote en mano sobre los extranjeros; la muerte del buey Apis provoca más motines en Alejandría que una sucesión imperial en Roma. Las gentes a la moda cambian allí de dios como en otras partes se cambia de médico, y no con mejor suerte. Pero su único ídolo es el oro: en ninguna parte he visto pedigüeños más desvergonzados. En todas partes surgían inscripciones pomposas para conmemorar mis beneficios, pero mi negativa a suprimir un impuesto que la población estaba en condiciones de pagar, no tardó en enajenarme la buena voluntad de aquella turba. Los dos jóvenes que me acompañaban fueron repetidamente insultados: a Lucio le reprochaban su lujo, por lo demás excesivo; a Antínoo, su origen oscuro, sobre el cual corrían absurdas historias; a ambos, el ascendiente que les atribuían sobre mi. Este último cargo era ridículo: Lucio, que juzgaba las cuestiones públicas con una sorprendente perspicacia, no tenía la menor influencia política, y Antínoo no se preocupaba por tenerla. El joven patricio, conocedor del mundo, se limitaba a reírse de los insultos; pero Antínoo sufrió.

Los judíos, aguijoneados por sus correligionarios de Judea, agriaban lo mejor posible aquella masa ya ácida. La sinagoga de Jerusalén delegó a su miembro más venerado, el nonagenario Akiba, para que me instara a renunciar a los proyectos en vía de realización en Jerusalén. Con ayuda de intérpretes, pues el anciano no sabia griego, sostuve varias conversaciones que le sirvieron de pretexto para monologar. En menos de una hora fui capaz de aprehender, ya que no de compartir, su pensamiento; él no hizo ningún esfuerzo por lo que se refiere al mío. Fanático, no tenía la menor idea de que pueda razonarse sobre premisas diferentes de las suyas. Ofrecía yo a aquel pueblo despreciado un lugar entre los que constituían la comunidad romana. Jerusalén, por boca de Akiba, me significaba su voluntad de seguir siendo hasta el fin la fortaleza de una raza y de un dios aislados del género humano. Aquellas ideas insensatas se expresaban con fatigante sutileza; tuve que soportar una larga hilera de razones, sabiamente deducidas unas de otras, que probaban la superioridad de Israel. Al cabo de ocho días, el obstinado negociador terminó por percatarse de que había tomado el camino equivocado, y anunció su partida. Odio la derrota, aun la ajena; me emociona sobre todo cuando el vencido es un anciano. La ignorancia de Akiba, su negativa a aceptar nada que no fueran sus libros santos y su pueblo, le confería una especie de íntima inocencia. Pero no era fácil enternecerse con el sectario. La longevidad parecía haberlo despojado de toda flexibilidad humana; su cuerpo descarnado y su espíritu reseco tenían un duro vigor de langosta. Parece ser que más tarde murió como un héroe defendiendo la causa de su pueblo, o más bien de su ley; cada cual se consagra a sus propios dioses.

Las distracciones de Alejandría empezaban a agostarse. Flegón, que conocía todas las curiosidades locales, la alcahueta o el hermafrodita célebre, nos propuso visitar a una maga. Aquella proxeneta de lo invisible habitaba en Canope. Acudimos de noche, en barca, siguiendo el canal de aguas espesas. El trayecto fue aburrido. Como siempre, una sorda hostilidad reinaba entre los dos jóvenes; la intimidad a la cual yo los forzaba no hacía más que aumentar su mutua aversión. Lucio ocultaba la suya bajo una condescendencia burlona; mi joven griego se encerraba en uno de sus accesos de humor sombrío. Por mi parte me sentía cansado; días antes, al volver de un paseo a pleno sol, había sufrido un breve síncope del que sólo fueron testigos Antínoo y Euforión, mi servidor negro. Ambos se habían alarmado excesivamente, pero los obligué a que guardaran el secreto.

Canope no es más que una decoración; la casa de la maga hallábase situada en la parte más sórdida de aquella ciudad de placer. Desembarcamos en una terraza semiderrumbada. La hechicera nos esperaba dentro, munida de los sospechosos instrumentos de su oficio. Parecía competente y no había en ella nada de la nigromántica de teatro; ni siquiera era vieja.

Sus predicciones fueron siniestras. Hacía ya algún tiempo que los oráculos me anunciaban dificultades de toda suerte, trastornos políticos, intrigas palaciegas y enfermedades graves. Hoy me siento convencido de que en aquellas bocas de la sombra actuaban influencias muy humanas, a veces para prevenirme, casi siempre para infundirme miedo. La verdadera situación en una parte del Oriente se expresaba así más claramente que en los informes de mis procónsules. Yo recibía serenamente esas supuestas revelaciones, pues mi respeto por el mundo invisible no llegaba al punto de confiar en aquellos divinos parloteos. Diez años atrás, poco después de mi llegada al poder, había hecho cerrar el oráculo de Dafné, cerca de Antioquía, que me había vaticinado el poder, por miedo a que siguiera haciendo lo mismo con el primer pretendiente que lo consultara. Pero siempre es enojoso oír hablar de cosas tristes.

Después de habernos inquietado lo mejor posible, la adivinadora nos ofreció sus servicios; un sacrificio mágico, que constituye la especialidad de los hechiceros egipcios, bastaría para lograr un arreglo amistoso con el destino. Mis incursiones en la magia fenicia me habían llevado a comprender que el horror de esas prácticas prohibidas no radica tanto en lo que nos muestran como en lo que nos ocultan. Si mi odio a los sacrificios humanos no hubiera sido conocido, probablemente me habrían aconsejado inmolar a un esclavo. Pero se contentaron con hablar de un animal familiar.

Se requería que, en la medida de lo posible, la víctima me hubiera pertenecido; los perros quedaban descartados, pues la superstición egipcia los considera inmundos. Lo más conveniente era un pájaro, pero no viajo llevando una pajarera. Mi joven amo me ofreció su halcón. Las condiciones quedarían cumplidas: yo le había regalado el bello animal luego de recibirlo personalmente del rey de Osroene. El adolescente lo alimentaba con su propia mano, y era una de las raras posiciones con las cuales se había encariñado. Comencé por negarme, pero insistió gravemente; comprendí que atribuía una significación extraordinaria a su ofrenda, y acepté por bondad. Luego de recibir detalladas instrucciones, mi correo Menécrates partió en busca del ave, que se hallaba en nuestros aposentos del Serapeum. Aun al galope, el viaje exigiría más de dos horas. No era cuestión de pasarlas en la sucia covacha de la maga, y Lucio se quejaba de la humedad de la barca. Flegón encontró un medio, y nos instalamos como pudimos en casa de una proxeneta, después que ésta hubo alejado al personal de la casa. Lucio decidió dormir y yo aproveché del intervalo para dictar algunos mensajes; Antínoo se acostó a mis pies. El cálamo de Flegón chirriaba bajo la lámpara. Entrábamos en la última vigilia de la noche cuando Menécrates volvió con el ave, el guantelete, el capuchón y la cadena.

Retornamos a casa de la maga. Antínoo retiró el capuchón, y después de acariciar largamente la cabecita soñolienta y salvaje del halcón, lo entregó a la encantadora, que inició una serie de pases mágicos. Fascinada, el ave se durmió de nuevo. Era necesario que la víctima no se debatiera y que su muerte diese la impresión de ser natural. Ritualmente ungido de miel y esencia de rosa, el halcón fue metido en una cuba llena de agua del Nilo; el animal ahogado se asimilaba a Osiris llevado por la corriente del río; los años terrestres del ave se sumaban a los míos; la menuda alma solar se unía al Genio del hombre por quien se la sacrificaba; aquel Genio invisible podría aparecérseme y servirme desde entonces bajo esa forma. Las prolongadas manipulaciones que siguieron no eran más interesantes que una preparación culinaria.

Lucio bostezaba. Las ceremonias imitaron hasta el fin los funerales humanos, y las fumigaciones y las salmodias continuaron hasta el alba. El ave fue metida en un sarcófago lleno de sustancias aromáticas, que la maga enterró ante nosotros al borde del canal, en un cementerio abandonado. Acurrucóse luego bajo un árbol para contar, una a una, las monedas de oro que Flegón acababa de darle.

Volvimos en barca. Soplaba un viento extrañamente frío. Sentado junto a mí, Lucio levantaba con la punta de sus finos dedos las mantas de algodón bordado; por pura cortesía seguíamos cambiando frases sobre las noticias y los escándalos de Roma. Antínoo, tendido en el fondo de la barca, había apoyado la cabeza en mis rodillas; fingía dormir para aislarse de esa conversación que no lo incluía. Mi mano resbalaba por su nuca, bajo sus cabellos. Así, en los momentos más vanos o más apagados, tenía la sensación de mantenerme en contacto con los grandes objetos naturales, la espesura de los bosques, el lomo musculoso de las panteras, la pulsación regular de las fuentes. Pero ninguna caricia llega hasta el alma. Brillaba el sol cuando arribamos al Serapeum; los vendedores de sandias anunciaban su mercancía por las calles. Dormí hasta la hora de la sesión del Senado local, a la cual asistí. Más tarde supe que Antínoo había aprovechado de esa ausencia para persuadir a Chabrias de que lo acompañara a Canope. Una vez allí volvió a casa de la maga.

El primer día del mes de Atir, el segundo año de la CCXXVI Olimpíada… era el aniversario de la muerte de Osiris, dios de las agonías; a lo largo del río, agudas lamentaciones resonaban desde hacia tres días en todas las aldeas. Mis huéspedes romanos, menos habituados que yo a los misterios de Oriente, mostraban cierta curiosidad por esas ceremonias de una raza diferente. A mi me fatigaban. Había hecho amarrar mi barca a cierta distancia de las otras, lejos de todo lugar habitado. Pero un templo faraónico semi abandonado alzábase cerca de la ribera, y como conservaba aún su colegio de sacerdotes, no pude escapar del todo al resonar de las lamentaciones.

La noche anterior Lucio me había invitado a cenar en su barca. Me hice trasladar a ella a la caída del sol. Antínoo se negó a seguirme. Lo dejé en mi cabina de popa, tendido sobre su piel de león, ocupado en jugar a los dados con Chabrias. Media hora más tarde, ya cerraba la noche, cambió de parecer y mandó llamar una canoa. Ayudado por un solo remero, recorrió contra la corriente la distancia bastante considerable que nos separaba de las otras barcas. Su entrada en la tienda donde tenía lugar la cena interrumpió los aplausos provocados por las contorsiones de una bailarina. Llevaba una larga vestidura siria, tenue como la gasa, sembrada de flores y de quimeras. Para remar con más soltura había dejado caer la manga derecha; el sudor temblaba en aquel pecho liso. Lucio le lanzó una guirnalda que él atrapó al vuelo; su alegría casi estridente no cesó un solo instante, sostenida apenas por una copa de vino griego. Regresamos juntos con mi canoa de seis remeros, acompañados desde lo alto por la despedida mordaz de Lucio. La salvaje alegría continuó. Pero de mañana toqué por casualidad un rostro empapado en lágrimas. Le pregunté con impaciencia por qué lloraba; contestó humildemente, excusándose por la fatiga. Acepté aquella mentira y volví a dormirme. Su verdadera agonía se cumplió en ese lecho, junto a mí.

El correo de Roma acababa de llegar; la jornada transcurrió en lecturas y respuestas. Como siempre, Antínoo iba y venía silenciosamente por la habitación; nunca sabré en qué momento aquel hermoso lebrel se alejó de mi vida. Hacia la duodécima hora se presentó Chabrias muy agitado. Contrariando todas las reglas, el joven había abandonado la barca sin especificar el objeto y la duración de su ausencia; ya habían pasado más de dos horas de su partida. Chabrias se acordaba de extrañas frases pronunciadas la víspera, y de una recomendación formulada esa misma mañana y que se refería a mí. Me confesó sus temores. Bajamos presurosamente a la ribera. El viejo pedagogo se encaminó instintivamente hacia una capilla situada junto al río, pequeño edificio aislado pero dependiente del templo, que Antínoo y él habían visitado juntos. En una mesa para las ofrendas, las cenizas de un sacrificio estaban todavía tibias. Cabrias hundió en ellas los dedos y extrajo unos rizos cortados.

No nos quedaba más que explorar el ribazo. Una serie de cisternas que habían debido de servir antaño para las ceremonias sagradas, comunicaban con un ensanchamiento del río. Al borde de la última, a la luz del crepúsculo que caía rápidamente, Chabrias percibió una vestidura plegada, unas sandalias. Bajé los resbaladizos peldaños: estaba tendido en el fondo, envuelto ya por el lodo del río. Con ayuda de Chabrias, conseguí levantar su cuerpo, que de pronto pesaba como de piedra. Chabrias llamó a los remeros, que improvisaron unas angarillas de tela. Reclamado con todo apuro, Hermógenes no pudo sino comprobar la muerte. Aquel cuerpo tan dócil se negaba a dejarse calentar, a revivir. Lo transportamos a bordo. Todo se venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, el Salvador del Mundo, y sólo quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca.

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