Memorias de Adriano (16 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

BOOK: Memorias de Adriano
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Las fortificaciones y los campamentos que había que renovar o establecer, las nuevas rutas o las que necesitaban ser puestas en buen estado, me retuvieron en Germania cerca de un año; nuevos bastiones, erigidos en una extensión de setenta leguas, reforzaron nuestras fronteras a lo largo del Rin. Aquel país de viñedos y ríos torrentosos no me ofrecía nada imprevisto; volvía a encontrar en él las huellas del joven tribuno que llevara a Trajano la noticia de su advenimiento. También encontré, más allá de nuestro último fuerte de troncos de abetos, el mismo horizonte monótono y negro, el mismo mundo cerrado para nosotros desde el imprudente avance que hicieron en él las legiones de Augusto, el océano de árboles, la reserva de hombres blancos y rubios. Cumplida la tarea de reorganización, bajé hasta la desembocadura del Rin por las praderas belgas y bátavas. Dunas desoladas componían un paisaje septentrional matizado por hierbas sibilantes; las casas del puerto de Noviomago, construidas sobre pilotes, se recostaban en los navíos amarrados a sus umbrales; las aves marinas se posaban en los tejados. Yo amaba aquellos lugares melancólicos que parecían horribles a mis ayudas de campo, aquel cielo nublado, los ríos fangosos desgastando una tierra informe y sin fuerza, con cuyo limo nada han modelado los dioses.

Una banca de fondo casi plano me condujo a la isla de Bretaña. El viento nos devolvió varias veces a la costa que acabábamos de abandonan; aquella accidentada travesía me valió algunas asombrosas horas vacías. Gigantescas nubes nacían del pesado mar, sucio de arena, incesantemente removido en su lecho. Si antaño, entre los dacios y los sármatas, había contemplado religiosamente la Tierra, ahora percibía por primera vez un Neptuno más caótico que el nuestro, un infinito mundo liquido. En Plutarco había leído una leyenda de navegantes acerca de una isla situada en los parajes vecinos al Mar Tenebroso, donde los Olímpicos triunfantes habrían confinado siglos atrás a los Titanes vencidos. Aquellos grandes cautivos de la roca y la ola, eternamente flagelados por un océano insomne, incapaces de dormir pero soñando sin cesar, seguirían oponiendo al orden olímpico su violencia, su angustia, su deseo perpetuamente crucificado. En aquel mito situado en los confines del mundo volvía a encontrar las teorías filosóficas que había hecho mías: cada hombre está eternamente obligado, en el curso de su breve vida, a elegir entre la esperanza infatigable y la prudente falta de esperanza, entre las delicias del caos y las de la estabilidad, entre el Titán y el Olímpico. A elegir entre ellas, o a acordarlas alguna vez entre sí.

Las reformas civiles cumplidas en Bretaña forman parte de mi obra administrativa, de la que he hablado en otra parte. Lo que importa aquí es que he sido el primer emperador que se instaló pacíficamente en esa isla situada en los límites del mundo conocido, donde sólo Claudio se había arriesgado algunos días en su calidad de general en jefe. Durante todo un invierno, Londinium se convirtió por mi voluntad en ese centro efectivo del mundo que había sido Antioquia en tiempos de la guerra parta. Cada viaje desplazaba así el centro de gravedad del poder, lo llevaba por un tiempo al borde del Rin o a orillas del Támesis, permitiéndome valorar los puntos fuertes y débiles que hubieran tenido como sede imperial. Aquella estadía en Bretaña me indujo a contemplar la hipótesis de un estado centrado en el Occidente, de un mundo atlántico. Estas imaginaciones carecen de valor práctico, y sin embargo dejan de ser absurdas apenas el calculista traza sus esquemas concediéndose una suficiente cantidad de futuro.

Apenas tres meses antes de mi llegada, la Sexta Legión Victoriosa había sido transferida a territorio británico. Reemplazaba a la malhadada Novena Legión, deshecha por los caledonios durante las revueltas que nuestra expedición contra los partos había desencadenado como contragolpe en Bretaña. Para impedir la repetición de semejante desastre se imponían dos medidas. Nuestras tropas fueron reforzadas por la creación de un cuerpo auxiliar indígena; en Eboracum, desde lo alto de un otero verde, vi maniobrar por primera vez aquel ejército británico recién constituido. La erección de una muralla que dividía la isla por su parte más angosta, sirvió al mismo tiempo para proteger las regiones fértiles y civilizadas del sur contra los ataques de las tribus norteñas. Inspeccioné personalmente buena parte de los trabajos, emprendidos simultáneamente sobre un terraplén de ochenta leguas; se me presentaba la ocasión de ensayar, en ese espacio bien delimitado que va de una costa a otra, un sistema de defensa que más tarde podría aplicarse a otras partes. Pero aquella obra puramente militar servía ya a la paz, favoreciendo la prosperidad de esa región de Bretaña; nacían aldeas, y las poblaciones convergían hacia nuestras fronteras. Los albañiles de la legión recibían ayuda de equipos indígenas; para muchos de aquellos montañeros, aún ayer insumisos, la erección de la muralla significaba la primera prueba irrefutable del poder protector de Roma; el dinero del salario era la primera moneda romana que pasaba por sus manos. Aquella línea de defensa se convirtió en el emblema de mi renuncia a la política de conquistas; al pie del bastión más avanzado hice levantar un templo al dios Término.

Todo me pareció encantador en aquella tierra lluviosa: las franjas de bruma en el flanco de las colinas, los lagos consagrados a ninfas aún más fantásticas que las nuestras, la melancólica raza de ojos grises. Tenía como guía a un joven tribuno del cuerpo auxiliar británico; aquel dios rubio había aprendido el latín, balbuceaba el griego, ejercitándose tímidamente en componer poesías amorosas en esa lengua. Una fría noche otoñal fue mi intérprete ante una sibila. Sentados en la choza de humo de un carbonero celta, calentándonos las piernas metidas en gruesas bragas de áspera lana, vimos arrastrarse hasta nosotros a una vieja empapada por la lluvia, desmelenada por el viento, feroz y furtiva como un animal de los bosques. Aquel ser se precipitó sobre los panecillos de avena que se cocían en el hogar. Mi guía consiguió persuadir a la profetisa de que examinara para mí las volutas de humo, las chispas, las frágiles arquitecturas de sarmientos y cenizas. Vio ciudades que se alzaban, multitudes jubilosas, pero también vio ciudades incendiadas, tristes hileras de vencidos que desmentían mis sueños de paz, un rostro joven y dulce, que tomó por un rostro de mujer y en el cual me negué a creer; un espectro blanco que acaso no era más que una estatua, objeto aún más inexplicable para aquella habitante de los bosques y las landas. Y, a una vaga distancia en el tiempo, vio mi muerte, que yo era harto capaz de prever sin su ayuda.

La Galia próspera, la opulenta España, me retuvieron menos tiempo que Bretaña. En la Galia Narbonense volví a encontrar a Grecia, que ha llevado hasta allí sus hermosas escuelas de elocuencia y sus pórticos bajo un cielo puro. Me detuve en Nimes para sentar el plano de una basílica dedicada a Plotina y destinada a convertirse un día en su templo. Los recuerdos familiares que vinculaban a la emperatriz con aquella ciudad me hacían aún más caro su paisaje seco y dorado.

Pero la revuelta de Mauretania ardía aún. Abrevié mi travesía de España negándome, entre Córdoba y el mar, a detenerme un instante en Itálica, ciudad de mi infancia y mis antepasados. En Gades me embarqué rumbo a África.

Los hermosos guerreros tatuados de las montañas del Atlas seguían inquietando a las ciudades africanas costaneras. Durante algunas breves jornadas vivía allí el equivalente númida de las luchas con los sármatas; volvía a ven las tribus domadas una a una, la fiera sumisión de los jefes prosternados en pleno desierto, en un desorden de mujeres, hatos y animales arrodillados. Pero la arena reemplazaba allí a la nieve.

Pon una vez me hubiera sido dulce la primavera en Roma, volver a encontrar la Villa ya empezada, las caricias caprichosas de Lucio, la amistad de Plotina. Pero mi permanencia en la ciudad se vio interrumpida casi de inmediato por alarmantes rumores de guerra. La paz con los partos había quedado sellada hacia apenas tres años y ya estallaban graves incidentes en el Eufrates. Partí de inmediato para Oriente.

Estaba decidido a liquidar aquellos incidentes fronterizos usando medios menos triviales que el de las legiones en marcha. Concerté una entrevista personal con Osroes. Llevaba conmigo a la hija del emperador, que había sido tomada prisionera casi en la cuna, en la época en que Trajano ocupó Babilonia, y mantenida en Roma como rehén. Era una niña enclenque, de grandes ojos. Su presencia y las de sus azafatas me incomodó bastante en un viaje que importaba sobre todo cumplir sin retardos. El grupo de mujeres veladas fue llevado a lomo de dromedario a través del desierto sirio, bajo un baldaquino de cortinas severamente cerradas. Por la noche, en los altos, mandaba preguntan si nada faltaba a la princesa.

En Licia me detuve una hora a fin de decidir al comerciante Opramoas, que ya había mostrado sus cualidades de negociador, para que me acompañara al territorio parto. La falta de tiempo le impidió desplegar su lujo habitual. Aquel hombre ablandado por la opulencia no dejaba por eso de ser un admirable compañero de ruta, habituado a todos los azares del desierto.

El lugar de la conferencia quedaba en la orilla izquierda del Eufrates, no lejos de Dura. Cruzamos el río en una balsa. Los soldados de la guardia imperial parta, con sus corazas de oro, montados en caballos tan espléndidos como ellos, formaban a lo largo de la ribera una línea enceguecedora. Mi inseparable Flegón estaba muy pálido. También los oficiales que me acompañaban sentían algún temor: aquel encuentro podía ser una trampa. Opramoas, habituado a olfatear el aire del Asia, se mostraba perfectamente tranquilo, confiado en esa mezcla de silencio y tumulto, de inmovilidad y repentinos galopes, en ese lujo tendido en el desierto como un tapiz sobre la arena. En cuanto a mí, estaba maravillosamente sereno: como César en su barca, me entregaba a esos leños que llevaban mi fortuna. Una prueba de esa confianza estaba en restituir de inmediato la princesa parta a su padre, en vez de guardarla en nuestras líneas hasta mi retorno. Prometí también devolver el trono de oro de la dinastía arsácida, arrebatado antaño por Trajano; de nada nos servia, mientras que la superstición oriental lo valoraba extraordinariamente.

El fasto de aquellas entrevistas con Osroes no fue más que exterior. Nada las diferenciaba de las conversaciones entre dos vecinos que se esfuerzan por arreglar amistosamente una cuestión de pared medianera. Me veía abocado a un bárbaro refinado, que hablaba griego, nada tonto, sin que nada que obligara a creerlo más pérfido que yo mismo, pero lo bastante vacilante como para dar una impresión de inseguridad. Mis curiosas disciplinas mentales me permitían captar su esquivo pensamiento; sentado frente al emperador de los partos, aprendía a prever, y muy pronto a orientar sus respuestas; entraba en su juego, me imaginaba a Osroes regateando con Adriano. Me horrorizan los debates inútiles en los que cada uno sabe por adelantado que va a ceder o no; en los negocios, la verdad me agrada sobre todo como medio de simplificar y andar rápido. Los partos nos temían; nosotros desconfiábamos de los partos; la guerra nacería del acoplamiento de nuestros dos temores. Los sátrapas fomentaban la guerra por interés personal no tardé en darme cuenta de que también Osroes tenía sus Quietos y sus Palmas. El más belicoso de aquellos príncipes semiindependientes apostados en la frontera, Farasmanés, era aún más peligroso para el imperio parto que para nosotros. Se me ha acusado de neutralizar, mediante subsidios, ese grupo dañino y ocioso: pero era un dinero bien invertido. Me sentía demasiado seguro de la superioridad de nuestras fuerzas para que pesara en mí un estúpido amor propio; estaba dispuesto a todas las concesiones huecas, que sólo afectan el prestigio, y a ninguna otra. Lo más difícil fue persuadir a Osroes de que si yo le prometía pocas cosas era porque estaba dispuesto a cumplir mis promesas. Me creyó, sin embargo, o hizo como si creyera. El acuerdo que sellamos en aquella visita sigue en pie; desde hace quince años, tanto por una como por otra parte, nada ha alterado la paz en las fronteras. Cuento contigo para que ese estado de cosas continúe después de mi muerte.

Una noche, durante una fiesta que Osroes daba en mi honor en la tienda imperial, advertí entre las mujeres y los pajes de largas pestañas a un hombre desnudo, descarnado, completamente inmóvil, cuyos enormes ojos parecían ignorar aquella confusión de platos cargados de carnes, de acróbatas y bailarinas. Le hablé, valiéndome de mi intérprete; no se dignó contestar. Era un sabio. Pero sus discípulos se mostraban más locuaces; aquellos piadosos vagabundos venían de la India y su maestro pertenecía a la poderosa casta de los brahmanes. Supe que sus meditaciones lo llevaban a creer que todo el universo no es más que un tejido de ilusiones y errores; la austeridad, el renunciamiento, la muerte, eran para él la única manera de escapar al flujo cambiante de las cosas, por el cual sin embargo se había dejado arrastrar nuestro Heráclito, y de alcanzar más allá del mundo de los sentidos esa esfera de la pura divinidad, ese firmamento inmóvil y vacío con el cual también soñó Platón. A través de las torpezas de mis intérpretes presentía ciertas ideas que no habían sido enteramente extrañas a algunos de nuestros filósofos, pero que el sabio indio expresaba de manera más definitiva y desnuda. Aquel brahmán había llegado al estado en que nada, salvo su cuerpo, lo separaba del dios intangible, sin presencia y sin forma, al cual quería unirse: había decidido quemarse vivo al día siguiente. Osroes me invitó a presenciar la solemnidad. Alzóse una pira de maderas olorosas; el hombre se arrojó a ella y desapareció sin lanzar un grito. Sus discípulos no manifestaron la menor señal de dolor; para ellos no se trataba de una ceremonia fúnebre.

Aquella noche medité largamente. Estaba tendido en un tapiz de riquísima lana, protegido por una tienda adornada con espesas telas tornasoladas. Un paje me masajeaba los pies. Me llegaban de afuera los raros sonidos de aquella noche asiática: una conversación de esclavos susurrando junto a mi puerta, el leve frotar de una palmera, el ronquido de Opramoas detrás de una colgadura, el golpear de un casco de caballo; y más lejos, en el sector de las mujeres, el arrullo melancólico de un canto. El brahmán había desdeñado todo aquello. Ebrio de rechazo, se había entregado a las llamas como un amante que rueda en un lecho. Había apartado las cosas, los seres, y luego a sí mismo, como otras tantas vestiduras que le ocultaban la presencia única, el centro invisible y vacío que prefería a todo.

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