El anciano pidió permiso para sentarse, y apoyó en un taburete su pierna vendada. Mientras le hablaba, cubrí con una manta su pie enfermo. Me escuchaba con la sonrisa de un gramático que observa cómo su alumno sale del paso en un recitado difícil. Al terminal, me preguntó tranquilamente qué había pensado hacer con los enemigos del régimen. Si era necesario, se probaría que los cuatro hombres habían tramado mi muerte; en todo caso tenían interés en ella. Todo paso de un reino a otro entraña esas operaciones de limpieza; él se había encargado de ésta para dejarme las manos libres. Si la opinión pública reclamaba una víctima, nada más sencillo que quitarle su cargo de prefecto del pretorio. Había previsto esa medida y me aconsejaba tomarla. Y si se necesitaba todavía más para tranquilizar al Senado, estaría de acuerdo en que yo llegara hasta el confinamiento o el exilio.
Atiano había sido ese tutor al que se le pide dinero, el consejero en los días difíciles, el agente fiel, pero por primera vez miraba yo atentamente aquel rostro de mejillas cuidadosamente afeitadas, aquellas manos deformes que se apoyaban calmosas sobre el puño en un bastón de ébano. Conocía bastante bien los diversos elementos de su próspera existencia: su mujer, que tanto quería y cuya salud reclamaba cuidados, sus hijas casadas, sus nietos, para los cuales sentía ambiciones modestas y tenaces a la vez, como lo habían sido las suyas propias; su amor por los platos finos; su marcado gusto por los camafeos griegos y las danzarinas jóvenes. Pero me había dado prioridad frente a todas esas cosas; desde hacia treinta años, su primer cuidado había sido el de protegerme, y más tarde el de servirme. Para mí, que hasta entonces sólo había preferido ideas, proyectos, o a lo sumo una imagen futura de mí mismo, aquella trivial abnegación de hombre a hombre me parecía prodigiosamente insondable. Nadie es digna de ella, y sigo sin explicármela. Acepté su consejo: Atiano perdió su puesto. Una fina sonrisa me mostró que esperaba que lo tomara al pie de la letra. Sabia bien que ninguna solicitud intempestiva hacia un viejo amigo me impediría adoptar el partido más sensato; aquel político sutil no hubiera deseado otra cosa de mí. Pero no había por qué exagerar la duración de su desgracia; después de algunos meses de eclipse, conseguí hacerlo entrar en el Senado. Era el máximo honor que podía otorgar a un hombre de la orden ecuestre. Tuvo una vejez tranquila de rico caballero romano, gozando de la influencia que le daba su profundo conocimiento de las familias y los negocios; muchas veces fui su huésped en su villa de los montes de Alba. No importa: tal como Alejandro la víspera de una batalla, yo había sacrificado al Miedo antes de mi entrada a Roma. Suelo contar a Atiano entre mis victimas humanas.
Atiano había visto bien: el oro virgen del respeto sería demasiado blando sin una cierta aleación de temor. Con el asesinato ocurrió como con la historia del testamento fraguado: las gentes honestas, los corazones virtuosos se rehusaron a considerarme culpable; los cínicos suponían lo peor, pero me admiraban más por ello. Roma se tranquilizó, apenas supo que mis rencores no iban más allá; el júbilo que sentía cada uno al saberse seguro lo llevó a olvidar prontamente a los muertos. Se maravillaban de mi moderación pues la consideraban deliberada, voluntaria, preferida diariamente a una violencia que me hubiera sido igualmente fácil; alababan mi simplicidad pues la creían obra del cálculo. Trajano había tenido la mayoría de las virtudes modestas; las mías asombraban más; otro poco, y hubieran visto en ellas un refinamiento de vicio. Yo era el mismo hombre de antaño, pero lo que habían despreciado en mí pasaba ahora por sublime: una extremada cortesía, en la que los espíritus groseros habían visto una forma de debilidad, Quizá de cobardía, se transformaba en la vaina lisa y brillante de la fuerza. Pusieron por las nubes mi paciencia hacia los solicitantes, mis frecuentes visitas a los enfermos de los hospitales militares, mi amistosa familiaridad con los veteranos de vuelta al hogar. Nada de eso difería de la forma en que había tratado toda mi vida a mis servidores y a los colonos de mis granjas. Cada uno de nosotros posee más virtudes de lo que se cree, pero sólo el éxito las pone de relieve, quizá porque entonces se espera que dejemos de manifestarías. Los seres humanos confiesan sus peores debilidades cuando se asombran de que un amo del mundo no sea de una estúpida indolencia, presunción o crueldad.
Había rechazado todos los títulos. Durante el primer mes de mi reinado, y contra mi voluntad, el Senado me había conferido a la larga serie de designaciones honoríficas que, a manera de un chal rayado, adorna el cuello de ciertos emperadores. Dácico, Pártico, Germánico: Trajano había amado esos bellos sonidos de músicas guerreras, semejantes a los címbalos y los tambores de los regimientos partos; en él habían suscitado ecos y respuestas; a mime irritaban y me aturdían. Hice suprimir todo eso; también rechacé, provisionalmente, el admirable título de Padre de la Patria que Augusto sólo aceptó al final y del que no me consideraba todavía digno. Hice lo mismo con el triunfo; hubiera sido ridículo consentir en él por una guerra en la cual mi mérito era el de haberle puesto fin. Aquellos que vieron modestia en estos rechazos se engañaron tanto como los que los atribuían a orgullo. Mis cálculos atendían menos al efecto provocado en el prójimo que a mis propias ventajas. Quería que mi prestigio fuese personal, pegado a la piel, inmediatamente mensurable en términos de agilidad mental, de fuerza o de actos cumplidos. Los títulos, de venir, vendrían más tarde y serían diferentes: testimonios de victorias más secretas a las cuales todavía no osaba pretender. Bastante ocupado estaba por el momento en llegar a ser, o ser lo más posible Adriano.
Me acusan de no querer a Roma. Y sin embargo era bella en esos dos años en que el Estado y yo nos probamos mutuamente, con sus calles estrechas, sus foros amontonados, sus ladrillos de color de carne vieja. Después de Oriente y Grecia, volver a ver Roma la revestía de una cierta rareza que un romano, nacido y alimentado perpetuamente en la ciudad, no hubiera advertido. Me acostumbré otra vez a sus inviernos húmedos y cubiertos de hollín, a sus veranos africanos moderados por la frescura de las cascadas de Tíbur y por los lagos de Alba, a su pueblo casi rústico, provincianamente aferrado a sus siete colinas, pero en el cual la ambición, el cebo del lucro, los azares de la conquista y de la servidumbre vuelcan poco a poco todas las razas del mundo, el negro tatuado, el germano velludo, el esbelto griego y el pesado oriental. Me desembaracé de ciertas delicadezas: acudía a los baños públicos en las horas de afluencia popular; aprendí a soportar los Juegos, en los que hasta entonces sólo había visto un feroz derroche. No había cambiado de opinión: detestaba esa matanza donde las fieras no tienen ninguna probabilidad a su favor; poco a poco, sin embargo, percibía su valor ritual, sus efectos de purificación trágica en la inculta multitud; quería que las fiestas igualaran en esplendor a las de Trajano, pero con más arte y más orden. Me obligaba a saborear la esgrima exacta de los gladiadores, pero a condición de que nadie fuera obligado a ejercer ese oficio contra su voluntad. Desde lo alto de la tribuna del Circo, aprendía a parlamentar con la multitud por boca de los heraldos, a imponerle silencio con una deferencia que ella me devolvía centuplicada, a no concederle jamás algo que no tuviera derecho a esperar dentro de lo razonable, a no negar nada sin explicar mi negativa. No llevaba, como haces tú, mis libros al palco imperial; se insulta al prójimo cuando se desdeñan sus alegrías. Si el espectáculo me repugnaba, el esfuerzo de soportarlo era un ejercicio más valioso que la lectura de Epicteto.
La moral es una convención privada; la decencia, una cuestión pública; toda licencia demasiado visible me ha hecho siempre el efecto de una ostentación de mala ley. Prohibí los baños mixtos, causa de riñas casi continuas; hice fundir e incorporar a las arcas del Estado la colosal vajilla de plata que había servido para la gula de Vitelio. Nuestros primeros Césares adquirieron una detestable reputación de cazadores de herencias; tomé por principio no aceptar para el Estado ni para mi ningún legado sobre el cual algún heredero directo pudiera considerarse con derechos. Traté de reducir la exorbitante cantidad de esclavos del palacio imperial, y sobre todo su audacia, que los llevaba a considerarse los iguales de los mejores ciudadanos, y a veces a aterrorizarlos; cierto día uno de mis servidores interpeló con impertinencia a un senador; mandé que lo abofetearan. Mi repugnancia al desorden me indujo a hacer fustigar en pleno Circo a algunos disipadores cubiertos de deudas. Para evitar las confusiones, insistía en que se llevara la toga o la laticlavia en la vida pública de Roma; eran ropas incómodas, como todo lo honorífico, y sólo en la capital me Sometía a su uso. Me ponía de pie para recibir a mis amigos; nunca me sentaba durante las audiencias, como reacción contra la desvergüenza que significa recibir a alguien estando sentado o acostado. Ordené reducir el número de carruajes que obstruyen nuestras calles, lujo de velocidad que se destruye a sí mismo, pues un peatón saca ventaja a cien vehículos amontonados a lo largo de las vueltas de la Vía Sacra. Cuando iba de visita, tomé la costumbre de hacerme transportar en litera hasta el interior de las casas, evitando así mi huésped la fatiga de esperarme o despedirme bajo el sol o el enconado viento de Roma.
Volví a encontrar a los míos; siempre sentí algún afecto por mi hermana Paulina, y el mismo Serviano parecía menos odioso que en el pasado. Mi suegra Matidia había traído de Oriente los primeros síntomas de una enfermedad mortal; me ingenié para distraerla de sus sufrimientos con ayuda de frugales fiestas, y embriagar inocentemente con un dedo de vino a aquella matrona llena de ingenuidades de jovencita. La ausencia de mi mujer, que se había refugiado en la campiña a consecuencia de uno de sus malhumores, no restaba nada a aquellos placeres de familia. Probablemente haya sido el ser a quien menos supe agradar; cierto es que no me preocupé demasiado por hacerlo. Frecuentaba la modesta casa donde la emperatriz viuda se entregaba a las graves delicias de la meditación y los libros. Volví a encontrar el bello silencio de Plotina. La veía apartarse suavemente; aquel jardín, aquellas habitaciones claras, se volvían de más en más el recinto de una Musa, el templo de una emperatriz ya divina. Su amistad, sin embargo, seguía siendo exigente, pero sus exigencias eran siempre sensatas.
Volví a ver a mis amigos; gocé del placer exquisito de reanudar el contacto después de largas ausencias, de juzgar y ser nuevamente juzgado. Mi camarada de placeres y trabajos literarios de antaño, Víctor Voconio, había muerto; tomé a mi cargo escribir su oración fúnebre. Las gentes sonrieron al oír mencionar, entre las virtudes del difunto, la castidad que sus propios poemas negaban tanto como la presencia de Thestylis la de los rizos de miel, que Víctor había llamado en otros tiempos su hermoso tormento. Pero mi hipocresía era menos grosera de lo que pensaban: todo placer regido por el gusto me parecía casto. Ordené a Roma como una casa que el amo puede abandonar sin que sufra durante su ausencia: puse a prueba nuevos colaboradores; los adversarios incorporados a mi política cenaron en el Palatino con los amigos de los tiempos difíciles. Neracio Prisco esbozaba en mi mesa sus planes de legislación; el arquitecto Apolodoro nos explicaba sus planos; Ceyonio Cómodo, riquísimo patricio descendiente de una antigua familia etrusca de sangre casi real, buen catador de vinos y de hombres, combinaba conmigo mi próxima maniobra en el Senado.
Su hijo Lucio Ceyonio, que apenas tenía dieciocho años, alegraba con su riente gracia de joven príncipe aquellas fiestas que yo hubiera querido austeras. Lucio tenía ya entonces algunas manías absurdas y deliciosas: la pasión de confeccionar platos raros a sus amigos, un gusto exquisito por las decoraciones florales, un loco amor por los juegos de azar y los disfraces. Marcial era su Virgilio; declamaba aquellas poesías lascivas con una encantadora desvergüenza. Le hice promesas que más tarde me acarrearon hartas preocupaciones; aquel joven fauno danzante ocupó seis meses de mi vida.
Tantas veces he perdido de vista y he vuelto a encontrar a Lucio en el curso de los años siguientes, que temo guardar de él una imagen formada por recuerdos superpuestos y que no corresponde en suma a ninguna fase de su breve existencia. El árbitro algo insolente de las elegancias romanas, el orador en sus comienzos, inclinado tímidamente sobre los ejemplos de estilo a la espera de mi parecer sobre un pasaje difícil, el joven oficial preocupado, atormentando su barba rala, el enfermo desgarrado por la tos, a quien velé hasta la agonía, sólo existieron mucho más tarde. La imagen de Lucio adolescente se recorta en rincones más secretos del recuerdo: un rostro, un cuerpo, el alabastro de una tez pálida y rosada, el exacto equivalente de un epigrama amoroso de Calímaco, de unas pocas líneas claras y desnudas del poeta Estratón.
Pero yo tenía prisa en salir de Roma. Hasta ahora mis predecesores se habían ausentado de ella por razones de guerra; para mi los grandes proyectos, las actividades pacíficas y mi vida misma empezaban fuera de sus muros.
Me quedaba por cumplir un último deber: había que ofrecer a Trajano el triunfo que había obsesionado sus sueños de enfermo. Un triunfo sólo sienta a los muertos. En vida, siempre hay alguien pronto a reprocharnos nuestras debilidades, como antaño reprochaban a César su calvicie y sus amores. Pero un muerto tiene derecho a esa especie de inauguración funeraria, a esas pocas horas de pompa ruidosa antes de los siglos de gloria y los milenios de olvido. La fortuna de un muerto está al abrigo de los reveses; hasta sus derrotas adquieren un esplendor de victoria. El triunfo final de Trajano no conmemoraba un éxito más o menos dudoso sobre los partos, sino el honorable esfuerzo que había constituido toda su vida. Nos habíamos reunido para celebrar el mejor emperador que conociera Roma desde la vejez de Augusto, el más asiduo en su trabajo, el más honesto y el menos injusto. Aun sus defectos eran esas particularidades que llevan a reconocer la perfecta semejanza de un busto de mármol con el rostro. El alma del emperador subía al cielo, llevado por la inmóvil espiral de la Columna Trajana. Mi padre adoptivo pasaba a ser un dios; tomaba su lugar en la serie de las encarnaciones guerreras del Marte eterno, que de siglo en siglo vienen a trastornar y renovar el mundo. De pie en el balcón del Palatino, medí mis diferencias: yo me instrumentaba para fines más serenos. Empezaba a soñar con una soberanía olímpica.