Sería fácil interpretar lo que antecede como la historia de un soldado demasiado intelectual, que busca hacerse perdonar sus libros. Pero estas perspectivas simplificadas son falsas. Diversos personajes reinaban en mi sucesivamente, ninguno por mucho tiempo, pero el tirano caído recobraba rápidamente el poder. Albergaba así al oficial escrupuloso, fanático de disciplina, pero que compartía alegremente las privaciones de la guerra con sus hombres; al melancólico soñador de los dioses, al amante dispuesto a todo por un instante de vértigo, al joven teniente altanero que se retira a su tienda, estudia sus mapas a la luz de la lámpara, sin ocultar a los amigos su desprecio por la forma en que van las cosas, y al estadista futuro. Pero tampoco olvidemos al innoble adulador, que para no desagradar consentía en emborracharse en la mesa imperial, al jovenzuelo que opinaba sobre cualquier cosa con ridícula seguridad; al conversador frívolo, capaz de perder a un buen amigo por una frase ingeniosa; al soldado que cumplía con precisión maquinal sus bajas tareas de gladiador. Y mencionemos también a ese personaje vacante, sin nombre, sin lugar en la historia, pero tan yo como todos los otros, simple juguete de las cosas, ni más ni menos que un cuerpo, tendido en su lecho de campaña, distraído por un olor, ocupado por un aliento, vagamente atento a un eterno zumbido de abeja. Y sin embargo, poco a poco, un recién venido entraba en función: un hombre de teatro, un director de escena. Conocía el nombre de mis actores; arreglaba para ellos entradas y salidas plausibles; cortaba las réplicas inútiles; evitaba gradualmente los efectos vulgares. Aprendía por fin a no abusar del monólogo. Poco a poco mis actos me iban formando.
Las hazañas militares hubieran podido valerme la enemistad de un hombre menos grande que Trajano. Pero el coraje era el único lenguaje que comprendía inmediatamente y cuyas palabras llegaban a su corazón. Acabó por ver en mía un segundo, casi a un hijo, y nada de lo que sucedió más tarde pudo separarnos del todo. Por mi parte, algunas de mis nacientes objeciones a su política fueron dejadas momentáneamente de lado, olvidadas frente al admirable genio que Trajano desplegaba en el ejército. Siempre me ha gustado ver trabajar a un gran especialista. En lo suyo, el emperador poseía una habilidad y una seguridad inigualables. Al frente de la Legión Minervina, la más gloriosa de todas, fui designado para destruir las últimas defensas del enemigo en la región de las Puertas de Hierro. Luego del sitio de la ciudadela de Sarmizegetusa, entré con el emperador a la sala subterránea donde los consejeros del rey Decebalo acababan de envenenarse en el curso de un banquete final; Trajano me ordenó hacer quemar aquel extraño amontonamiento de muertos. Por la noche, en la escarpa del campo de batalla, me puso en el dedo el anillo de diamantes que había recibido de Nerva, y que representaba en cierto modo la prenda de la Sucesión del poder. Aquella noche dormí contento.
Mi incipiente popularidad dio a mi segunda estadía en Roma algo de ese sentimiento de euforia que habría de volver a encontrar en un grado mucho mayor durante mis años de felicidad. Trajano me había entregado dos millones de sextercios para hacer regalos al pueblo. La suma no era bastante, pero yo gozaba ya de la administración de mi propia fortuna, que era considerable, y vivía a salvo de preocupaciones de dinero. Había perdido en gran medida mi innoble temor de desagradar. Una cicatriz en el mentón me proporcionó el pretexto para usar la corta barba de los filósofos griegos. Impuse a mi vestimenta una simplicidad que exageré todavía más en la época imperial; mi tiempo de brazaletes y perfumes había terminado. No importaba que esta simplicidad fuese todavía una actitud. Lentamente me iba habituando a la privación por sí misma y a ese contraste que amé más tarde entre una colección de gemas preciosas y las manos desnudas del coleccionista. A propósito de vestimentas, durante el año en que serví como tribuno del pueblo me ocurrió un incidente del cual se extrajeron presagios. Un día en que me tocaba hablar en público bajo la lluvia, perdí mi abrigo de gruesa lana gala. Obligado a pronunciar mi discurso envuelto en una toga, por cuyos pliegues resbalaba el agua como en otros tantos canalones, me pasaba a cada momento la mano por la frente para secar la lluvia que me llenaba los ojos. Resfriarse es en Roma un privilegio de emperador, puesto que le está vedado llevar cualquier otra prenda que no sea la toga; a partir de aquel día, la vendedora de la esquina y el voceador de sandías creyeron en mi fortuna.
Se habla con frecuencia de los ensueños de la juventud. Pero se olvidan demasiado sus cálculos. También son ensueños, y no menos alocados que los otros. No era yo el único en soñarlos durante aquel período de fiestas romanas; el ejército entero se precipitaba a la carrera de los honores. Entré asaz alegremente en ese papel de ambicioso que jamás he podido representar mucho tiempo con convicción, o sin los constantes auxilios de un apuntador. Acepté desempeñar con la más prudente exactitud la aburrida función de curador de las actas del Senado, y cumplir mi tarea con provecho. El lacónico estilo del emperador, admirable en el ejército, resultaba insuficiente para Roma; la emperatriz, cuyos gustos literarios se parecían a los míos, lo persuadió de que me dejara preparar sus discursos. Aquél fue el primero de los buenos oficios de Plotina. Logré éxito, tanto más que estaba acostumbrado a ese tipo de complacencias. En la época de mis penosos comienzos, muchas veces había redactado arengas para senadores cortos de ideas o de estilo, y que acababan por creerse sus verdaderos autores. Trabajar para Trajano me produjo un placer semejante al que los ejercicios de retórica me habían proporcionado en la adolescencia; a solas en mi habitación, estudiando mis efectos ante un espejo, me sentía emperador. La verdad es que aprendí a serlo; las audacias de que no me hubiera creído capaz se volvían fáciles cuando era otro quien las endosaba. El pensamiento del emperador, simple pero inarticulado, y por tanto oscuro, se me hizo familiar; me jactaba de conocerlo un poco mejor que él mismo. Me encantaba mimar el estilo militar del jefe, escucharlo pronunciar en el Senado frases que parecían típicas y de las cuales era yo responsable. Otras veces, estando enfermo Trajano, fui encargado de leer personalmente aquellos discursos de los cuales él ya no se enteraba; mi elocución por fin irreprochable honraba las lecciones del actor trágico Olimpo.
Aquellas funciones casi secretas me valían la intimidad del emperador y hasta su confianza, pero la antigua antipatía continuaba. Por un momento había cedido al placer que un viejo príncipe siente al ver que un joven de su sangre inicia una carrera, pues con no poca ingenuidad imagina que habrá de continuar la suya. Pero quizá ese entusiasmo había brotado con tanta fuerza en el campo de batalla de Sarmizegetusa porque irrumpía a través de muchas capas superpuestas de desconfianza. Aun hoy creo que había allí algo más que la mextirpable animosidad basada en las querellas seguidas de difíciles reconciliaciones, en las diferencias de temperamento, o simplemente en los hábitos mentales de un hombre que envejece. El emperador detestaba instintivamente a los subalternos indispensables. Hubiera preferido en mí una mezcla de celo e irregularidad al cumplir mi cargo: le resultaba casi sospechoso a fuerza de técnicamente irreprochable. Bien se lo vio cuando la emperatriz creyó ayudar mi carrera arreglándome un casamiento con la sobrina nieta de Trajano. Éste se opuso obstinadamente al proyecto, alegando mi falta de virtudes domésticas, la extremada juventud de la elegida y hasta mis antiguas historias de deudas. la emperatriz se empecinó, y yo mismo insistí; a su edad, Sabina no dejaba de tener encantos. Aquel matrimonio, aligerado por una ausencia casi continua, fue para mí una frente tal de irritaciones y de inconvenientes, que me cuesta recordar que en su día representó un triunfo para un ambicioso de veintiocho años.
Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; Conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buena voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban como tal. El círculo oficial estaba compuesto por hombres de admirable integridad, pero cuya cultura era un tanto pesada, mientras su blanda filosofía no iba al fondo de las cosas. Nunca me ha placido mucho la afabilidad estirada de Plinio; la sublime tiesura de Tácito se me antoja que encierra la concepción del mundo de un republicano reaccionario y que se detiene en la época de la muerte de César. En cuanto al círculo extraoficial, era de una repelente grosería, lo que me evitó momentáneamente correr nuevos riesgos. Para todas aquellas gentes tan variadas, tenía yo la cortesía indispensable. Me mostraba deferente hacia unos, flexible ante otros, canallesco cuando hacía falta, hábil pero no demasiado hábil. Mi versatilidad me era necesaria; era múltiple por cálculo, ondulante por juego. Caminaba sobre la cuerda floja. No sólo me hubieran hecho falta las lecciones de un actor, sino las de un acróbata.
Por aquel entonces me reprocharon algunos adulterios con patricias. Dos o tres de aquellas relaciones tan criticadas duraron más o menos hasta comienzos de mi principado. Roma, tan propicia al libertinaje, no ha apreciado jamás el amor entre aquellos que gobiernan. Marco Antonio y Tito podrían dar testimonio de ello. Mis aventuras eran más modestas, pero teniendo en cuenta nuestras costumbres, no entiendo cómo un hombre a quien las cortesanas repugnaron siempre, y a quien el matrimonio hartaba ya, hubiera podido familiarizarse de otra manera con la variada sociedad de las mujeres. Mis enemigos, encabezados por el odioso Serviano, mi cuñado, que por tener treinta años más que yo podía aunar las atenciones del pedagogo con las del espía, pretendían que la ambición y la curiosidad pesaban en aquellos amores más que el amor mismo, que la intimidad con las esposas me hacía penetrar poco a poco en los secretos políticos de los maridos y que las confidencias de mis amantes valían para mí tanto como los informes policiales que habían de deleitarme más tarde. Verdad es que toda relación prolongada me valía casi inevitablemente la amistad de un esposo robusto o débil pomposo o tímido, y casi siempre ciego, pero por lo general extraía de ellas muy poco placer y menos provecho. Hasta debo confesar que ciertos relatos indiscretos de mis amantes, escuchados sobre la almohada, terminaban despertando simpatía por esos maridos tan burlados y tan mal comprendidos. Aquellas relaciones, harto agradables cuando las mujeres eran hábiles, llegaban a ser conmovedoras cuando eran hermosas. Yo estudiaba las artes, me familiarizaba con las estatuas; aprendía a conocer mejor a la Venus de Cnido o a Leda temblorosa bajo el peso del cisne. Era el mundo de Tibulo y de Propercio; una melancolía, un ardor un tanto ficticio pero obsesionante como una melodía en el modo frigio, besos furtivos en las escaleras, velos flotantes sobre los pechos, partidas al alba, y coronas de flores abandonadas en los umbrales.
Ignoraba casi todo de esas mujeres; lo que me daban de su vida cabía entre dos puertas entornadas; su amor, del que hablaban sin cesar, me parecía a veces tan liviano como sus guirnaldas, una joya de moda, un accesorio costoso y frágil; sospechaba que se adornaban con su pasión a la vez que con su carmín y sus collares. Mi vida era igualmente misteriosa para ellas; no querían conocerla, prefiriendo soñarla de la manera más arbitraria. Acababa por comprender que el espíritu del juego exigía esos disfraces perpetuos, esos excesos en la confesión y las quejas, ese placer tan pronto fingido como disimulado, esos encuentros concertados como figuras de danza. Aun durante las querellas esperaban de mí una réplica prevista, y la bella desconsolada se retorcía las manos como en escena.
Con frecuencia he pensado que los amantes apasionados de las mujeres están tan enamorados del templo y los accesorios del culto como de la diosa misma; hallan deleite en los dedos enrojecidos con alheña, en los perfumes frotados sobre la piel, en las mil astucias que exaltan la belleza y a veces la fabrican por entero. Aquellos tiernos ídolos diferían por completo de las grandes hembras bárbaras o de nuestras campesinas pesadas y graves; nacían de las volutas doradas de las grandes ciudades, de las cubas del tintorero o del vapor de los baños, tal como Venus de las olas griegas. Era casi imposible separarlas de la afiebrada dulzura de ciertas noches de Antioquía, de la excitación matinal de Roma, de los nombres famosos que ostentaban, del lujo en medio del cual su último secreto era el de mostrarse desnudas, pero jamás sin adornos. Yo hubiera querido más: la criatura humana despojada, a solas consigo misma, como alguna vez debería estarlo durante una enfermedad, a la muerte de un primogénito, al ver una arruga en el espejo. Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar a lo humano. Pero mis amantes parecían empecinarse en pensar tan sólo como mujeres; el espíritu o el alma que yo buscaba no pasaba todavía de un perfume.
Debía de haber otra cosa, sin embargo. Disimulado tras de una cortina, como un personaje de comedia que espera la hora propicia, espiaba con curiosidad los rumores de un interior desconocido, el sonido particular de las charlas de mujeres, el estallido de una cólera o una risa, los murmullos de una intimidad, todo aquello que cesaba tan pronto me sabían allí. Los niños, la perpetua preocupación por los vestidos, las cuestiones de dinero, debían de adquirir en mi ausencia una importancia que me ocultaban; aun el marido tan befado se volvía esencial, quizá hasta lo amaban. Solía comparar a mis amantes con el rostro malhumorado de las mujeres de mi familia, las administradoras y las ambiciosas, ocupadas sin cesar en la liquidación de las cuentas matrimoniales o vigilar el tocado de los bustos de los antepasados. Me preguntaba si aquellas matronas estrecharían también a un amante bajo la glorieta del jardín, y si mis fáciles beldades no esperaban más que mi partida para reanudar una discusión con el intendente. Buscaba, bien o mal, unir esas dos caras del mundo de las mujeres.