Memorias de África (39 page)

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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

BOOK: Memorias de África
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El ataúd tenía una chapa grande plateada con una inscripción que ponía, según me dijeron posteriormente, que le había sido donada por la Misión al jefe Kinanjui, y con una cita de las Escrituras.

Fue un largo servicio funerario. Uno tras otro los misioneros se adelantaron y hablaron, me imagino que haciendo profesiones de fe y lanzando admoniciones. Pero no les escuché, estaba agarrada a la cuerda que rodeaba la tumba de Kinanjui. Algunos de los nativos cristianos les siguieron y se dedicaron a rebuznar por la verde llanura.

Finalmente Kinanjui fue bajado a la tumba y cubierto con la tierra de su país.

Llevé conmigo a mis sirvientes a Dagoretti para que vieran el funeral, y se quedaron hablando con sus amigos y parientes y volvieron a pie, de manera que Farah y yo volvimos en automóvil. Farah iba tan silencioso como la tumba que dejamos atrás. Le había costado mucho tragarse el hecho de que yo no hubiera traído a Kinanjui a casa, durante dos días había estado como un alma en pena, sumido en grandes dudas y depresiones.

Ahora, cuando llegamos ante la puerta de casa, me dijo:

—No te preocupes,
Memsahib
.

III
La tumba en las colinas

Denys Finch-Hatton había venido de uno de sus safaris y se había quedado una pequeña temporada en la granja, pero cuando comencé a deshacer la casa y a preparar las cosas y no pudo quedarse allí, se fue a vivir a la casa de Hugh Martin en Nairobi. Desde allí venía todos los días en automóvil hasta la granja y cenaba conmigo, sentándose —hacia el final, cuando yo había vendido mis muebles— en un cajón y con la comida sobre otro. Nos quedábamos allí hasta muy avanzada la noche.

Unas cuantas veces Denys y yo hablamos como si de verdad fuera a dejar el país. Él consideraba a África su hogar y me entendía muy bien, compartiendo mi pena conmigo, aunque se riera de mi angustia por dejar a mi gente.

—¿Crees —decía— que no puedes vivir sin Sirunga?

—Sí —respondí.

Pero la mayor parte de las veces, cuando estábamos juntos, hablábamos y actuábamos como si el futuro no existiera; nunca se había preocupado mucho por él, como si supiera que podía aprovechar fuerzas desconocidas para nosotros, si quería. Naturalmente estaba de acuerdo con mi plan de dejar que las cosas marcharan y que la gente pensara lo que quisiera. Cuando él estaba allí parecía algo completamente normal y a nuestro gusto estar sentados sobre unas cajas de embalaje en una casa vacía. Me citaba un poema:

Debes dejar tu triste cantinela

por otra más alegre.

Nunca vendré por piedad,

siempre vendré por placer.

Durante aquellas semanas solíamos hacer cortos vuelos sobre las colinas de Ngong o sobre la Reserva. Una mañana Denys vino a buscarme muy temprano, cuando estaba saliendo el sol y luego vimos a un león en la llanura, al sur de las colinas.

Habló de empaquetar sus libros, que llevaban muchos años en mi casa, pero nunca lo hizo.

—Tenlos tú —me dijo—, yo no tengo dónde meterlos. No se podía decidir adónde iría cuando se cerrara mi casa. Una vez, siguiendo los insistentes consejos de un amigo, llegó a ir en automóvil hasta Nairobi para echar un vistazo a los
bungalows
que había para alquilar, pero volvió tan disgustado por lo que había visto que ni siquiera quería hablar de ello y durante la cena, cuando empezó a hacerme una descripción de las casas y de sus muebles, se calló y se quedó sentado en silencio, con una repulsión y una tristeza en su rostro que eran muy raras en él. Había estado en contacto con un tipo de existencia que le resultaba insoportable.

Era, sin embargo, una desaprobación completamente objetiva e impersonal, se había olvidado que fuera partidario de esa existencia y cuando lo recordé me interrumpió.

—Oh, en cuanto a mí —dijo—, seré totalmente feliz en una tienda de campaña en la reserva masai o tomaré una casa en la aldea somalí.

Pero en esa ocasión, por una vez, habló de mi futuro en Europa. Quizá fuera más feliz allí que en la granja, pensaba, lejos de esa clase de civilización que estaba invadiendo África.

—Sabes —prosiguió—, este continente posee un sentido del sarcasmo tremendo.

Denys tenía un trozo de tierra allá abajo en la costa, treinta millas al norte de Mombasa, en la ensenada de Takaunga. Allí quedaban las ruinas de un antiguo asentamiento árabe, con un pequeño minarete y un poro —una protuberancia gastada por los años, de piedra gris en el suelo salitroso y en medio de unos pocos mangos—. Había construido una casita en aquella cierra y yo estuve allí. El escenario era de una grandeza marina divina, limpia, desolada, con el azul océano Índico ante ti, la profunda ensenada de Takaunga al sur y la larga, escarpada e ininterrumpida línea costera de color gris pálido y rocas de coral amarillentas, donde la vista se perdía.

Cuando la marea estaba baja podías ir andando durante millas mar adentro desde la casa, como por una tremenda y en ocasiones irregularmente pavimentada
piazza
, recogiendo curiosas conchas, grandes y picudas, y estrellas de mar. Los pescadores
swaheli
vagaban por allí vestidos con un taparrabos y tocados por turbantes azules o rojos, como si Simbad el Marino hubiera resucitado, para vender peces con púas y multicolores, algunos de los cuales eran de excelente sabor. La costa bajo la casa estaba horadada por una fila de profundas cuevas y grutas, donde te sentabas y mirabas la distante y resplandeciente agua azul. Cuando subía la marea llenaba las cuevas hasta el nivel de la tierra sobre la que estaba construida la casa, y en la porosa roca coralina el mar cantaba y suspiraba de la manera más extraña, como si el suelo debajo de ti estuviera vivo; las largas olas venían corriendo por la ensenada de Takaunga como si fueran un ejército lanzándose al asalto.

Había luna llena cuando estuve en Takaunga y la belleza de las noches radiantes y silenciosas era tan perfecta que el corazón se sentía conmovido. Se dormía con las puertas abiertas al mar plateado; la brisa tibia y juguetona hacía entrar la arena suelta susurrando hasta el suelo de piedra. Una noche pasó un grupo de
dhows
árabes, muy cerca de la costa, corriendo sin ruido bajo el monzón; era una fila de sombrías velas marrón oscuro bajo la luna. A veces Denys hablaba de hacer de Takaunga su hogar en África y empezar desde allí sus safaris. Cuando comencé a hablar de dejar la granja me ofreció su casa, como yo le había ofrecido la mía en las tierras altas. Pero los blancos no pueden vivir en la costa al menos que puedan disponer de muchas comodidades y Takaunga estaba demasiado baja y era demasiado cálida para mí.

En el mes de mayo del año en que yo me fui de África, Denys fue a pasar a Takaunga una semana. Proyectaba hacer una casa mayor y plantar mangos en el terreno. Se fue en su aeroplano y quería volver sobrevolando Voi para ver si había elefantes para sus safaris. Los nativos le habían hablado mucho de una manada de elefantes que había llegado hasta Voi desde el oeste, y en particular de un macho grande, el doble de cualquier otro elefante, que andaba vagabundeando solo por la maleza.

Denys, que era una persona excepcionalmente racional, a veces estaba sujeto a humores y presentimientos, bajo cuya influencia se quedaba callado durante días enteros o hasta durante una semana, aunque no se daba cuenta y se quedaba muy sorprendido cuando le preguntabas qué le pasaba. Los últimos días antes de ese viaje hasta la costa estaba de ese humor ausente, como si estuviera ensimismado, pero cuando se lo dije se echó a reír.

Le pedí que me dejara ir con él, porque me parecía que sería muy bonito ver el mar. Primero me dijo que sí, pero luego cambió de opinión y me dijo que no. No podía llevarme; pensaba que el viaje hacia Voi iba a ser muy duro, quizá tuviera que aterrizar y dormir en la maleza, de manera que le sería necesario llevar consigo a un criado nativo. Le recordé que me había dicho que me llevaría a volar sobre África en su avión. «Sí, me acuerdo», dijo; y si había elefantes en Voi me llevaría para verlos desde el aire, cuando hubiera localizado los lugares para aterrizar y para acampar. Fue la única vez en que le pedí a Denys que me llevara consigo en su ae­roplano y me dijo que no.

Se fue el día 8, un viernes:

—Espérame el jueves —me dijo al irse—, volveré para almorzar contigo.

Cuando ya se había ido hacia el aeródromo de Nairobi en automóvil, volvió hacia atrás para buscar un volumen de poemas que me había regalado y que quería llevar consigo en el viaje. Con un pie en el estribo del automóvil y un dedo en d libro me leyó un poema que habíamos estado comentando.

—Aquí están tus gansos grises —dijo.

Vi gansos grises sobrevolando los llanos

patos salvajes en el aire alto

inmutables de horizonte a horizonte

con sus almas endurecidas en sus gargantas

y su gris blancura ondulando en los enormes cielos

y los rayos de sol sobre las colinas arrugadas.

Luego se fue para siempre, despidiéndose con la mano. Al aterrizar en Mombasa el avión de Denys se rompió una hélice. Telegrafió a Nairobi para que le mandaran las piezas de recambio que quería y la East África Airway Company le envió a un muchacho a Mombasa con ellas. Cuando el aeroplano estuvo reparado y Denys listo para volver a volar, le dijo al empleado de Airways que fuera con él. Pero el muchacho no quiso. Aquel muchacho estaba acostumbrado a volar, lo había hecho con muchas personas, entre ellas el propio Denys, que era un buen piloto y además gozaba de mucha fama entre los nativos, por eso y por otras cosas. Pero esa vez el muchacho no quiso volar.

Mucho tiempo después, cuando una vez se encontró a Farah en Nairobi y estuvieron hablando de aquello, le dijo:

—Ni por cien rupias hubiera volado con Bwana Bedar.

La sombra del destino, que el propio Denys había sencido durante los últimos días en Ngong, fue sentida con más fuerza todavía por el nativo.

De manera que Denys llevó a su propio criado, Kamau, consigo a Voi. ¡Pobre Kamau, qué terror tenía a volar! Me había dicho en la granja que cuando alzaba el vuelo el avión clavaba los ojos en sus pies y los mantenía allí hasta que tomaba tierra otra vez, tanto miedo tenía de mirar el paisaje desde una gran altura.

Esperé a Denys el jueves y calculé que volaría desde Voi al amanecer, y que en dos horas llegaría a Ngong. Pero como no llegaba y yo tenía cosas que hacer en Nairobi, me fui a la ciudad. Cuando estaba enferma o llena de preocupaciones en África sufría como una especie de idea obsesiva. Me parecía que el ambiente que me rodeaba estaba lleno de peligros o de angustia, que en medio de aquel desastre estaba donde no debía estar, y además todos me miraban con desconfianza y con miedo.

Aquella pesadilla era en realidad una reminiscencia de los tiempos de la guerra. Porque durante un par de años la gente en la colonia me había creído germanófila en el fondo de mi corazón y me miraban con desconfianza. Sus sospechas las desencadenó el hecho de que, con toda inocencia, yo hubiera comprado, un poco antes de estallar la guerra, en Naivasha caballos para el general Van Lettow, del África Oriental alemana. Me había pedido, seis meses antes cuando viajábamos hacia África juntos, que le comprara diez yeguas abisinias, pero cuando llegué al país tenía otras cosas en las que pensar y lo olvidé, así que sólo después de escribir hablándome de las yeguas, fui a Naivasha a comprárselas. Poco después estalló la guerra, así que las yeguas no llegaron a salir del país. Lo cual no borraba que; al estallar la guerra, yo estuviera comprando caballos para el Ejército alemán. Pero las sospechas contra mí no duraron toda la guerra, se olvidaron cuando mi hermano, que estaba como voluntario entre las tropas inglesas, ganó la Cruz Victoria en el asalto de Amiens, al norte de Roye. El
East African
anunció el acontecimiento con unos titulares que decían: «Una V. C. del África Oriental».

Por entonces, el aislamiento no me preocupó porque no tenía nada de germanófila y pensaba que podía aclarar las cosas si fuera preciso. Pero aquello había calado más hondo de lo que yo creyera, porque muchos años después, cuando estaba muy cansada o tenía fiebre, aquel sentimiento volvía. Durante mis últimos tiempos en África, cuando todo me iba mal, a veces sucedía que se me venía encima de repente, como una sombra, y en cierto modo me asustaba, como si estuviera trastornada.

Aquel jueves en Nairobi la pesadilla inesperadamente se apoderó de mí y con tanta fuerza que me preguntaba si no estaría volviéndome loca. Una profunda tristeza parecía envolver la ciudad y la gente que me encontraba se alejaba de mí. Nadie quería detenerse y hablarme, mis amigos en cuanto me veían subían a sus automóviles y se iban. Hasta el viejo señor Duncan, el abacero escocés, al que compraba desde hacía muchos años y con el cual había bailado en el gran baile del palacio del Gobierno, me miró con una especie de horror y se fue de la tienda. Empecé a sentirme tan sola en Nairobi como en una isla desierta.

Había dejado a Farah en la granja para que recibiera a Denys, de modo que no tenía a nadie con quien hablar. Los kikuyus, en estos casos, no sirven porque sus ideas sobre la realidad y la realidad misma son diferentes a las nuestras. Pero tenía que ir a almorzar con Lady McMillan en Chiromo y pensé que allí encontraría blancos con los que podría hablar y recuperaría el equilibrio de mi mente.

Fui en el coche hasta la vieja y preciosa casa de Chiromo, al final de una larga avenida de bambúes, y me encontré con una fiesta. Pero en Chiromo era igual que en las calles de Nairobi. Todo el mundo parecía mortalmente triste y en cuanto les empezaba a hablar se callaban. Me senté al lado de mi viejo amigo el señor Bulpett y se puso a mirar para el suelo y dijo unas cuantas palabras tan sólo. Intenté quitarme de encima la sombra que me abrumaba y comencé a hablarle de sus escaladas a las montañas de México, pero parecía haber olvidado todo.

Pensé: Esta gente no me va, me volveré a la granja. Denys ya estará allí. Charlaremos y nos comportaremos como dos personas sensatas, recuperaré la cordura y sabré y entenderé todo.

Pero cuando el almuerzo se terminó, Lady McMillan me pidió que fuera con ella hasta su pequeña sala de estar y me dijo que había habido un accidente en Voi. El avión de Denys había capotado y él se había matado en la caída.

Así que fue como había pensado: al sonido del nombre de Denys se me reveló la verdad y lo supe y lo entendí todo.

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