Le dije a Farah:
—Mira cuántos ñúes.
Pero a poco dejé de estar segura de que lo fueran; tomé mis prismáticos y me puse a mirarlos, pero era muy difícil a mediodía: —¿Crees que son ñúes, Farah? —le pregunté.
Me di cuenta que «Dusk» había fijado toda su atención en aquellos animales, tenía las orejas levantadas, sus ojos seguían desde lejos su avance. A menudo le dejaba echar una carrera detrás de las gacelas y antílopes de las praderas, pero aquel día hacía demasiado calor y le dije al
toto
que no le soltara la correa. En aquel momento, «Dusk» dio un corto y furioso empellón y saltó hacia adelante, por lo que el
toto
se cayó al suelo y tuve que sujetar yo misma la correa con todas mis fuerzas. Miré a la manada.
—¿Qué son? —le pregunté a Farah.
En las praderas es muy difícil calibrar las distancias. El aire vibrante y la monotonía del escenario son los causantes, pero también la naturaleza de las diseminadas acacias, que tienen exactamente la misma forma que los grandes y viejos árboles del bosque, pero que en realidad son de doce pies de altura, de manera que las jirafas asoman por encima de ellas sus cabezas y sus cuellos. Continuamente te equivocas en cuanto al tamaño de la caza que ves en la distancia y a mediodía puedes confundir un chacal con un antílope y un avestruz con un búfalo. Un minuto después Farah dijo:
—
Memsahib
, son perros salvajes.
Los perros salvajes suelen presentarse tres o cuatro al mismo tiempo, pero a veces ocurre que puedes encontrarte una docena de ellos junta. Los nativos les tienen mucho miedo y te dirán que son muy feroces. Una vez estaba cabalgando por la reserva, cerca de la granja, cuando me encontré a cuatro perros salvajes que me siguieron a una distancia de quince yardas. Los dos pequeños terriers que llevaba conmigo se vinieron a mi lado, realmente bajo la panza del poni hasta que cruzamos el río y estuvimos en la granja. Los perros salvajes no son tan grandes como las hienas. Son más o menos del tamaño de un perro alsaciano grande. Son negros, con un mechón blanco en la punta del rabo y las orejas puntiagudas. Su piel no es buena, tienen un pelo áspero e irregular, que huele muy mal.
Allí debía de haber unos quinientos perros salvajes. Venían a galope lento de una manera extraña, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, como si estuvieran asustados por algo, o como si viajaran rápidamente siguiendo un rastro. Giraron un poco cuando llegaron cerca de nosotros; al mismo tiempo no parecían vemos y seguían al mismo paso. Cuando estuvieron más cerca de nosotros fue a cincuenta yardas. Corrían en una larga fila, de dos, tres o cuatro en fondo, la procesión tardó en pasar un rato. En medio de ella, Farah dijo:
—Esos perros están muy cansados, llevan mucho tiempo viajando. Cuando hubieron pasado y desaparecido, de nuevo miré en busca del safari. Seguía allí, a cierta distancia detrás de nosotros, y cansados por la conmoción nos sentamos en la hierba hasta que llegó. «Dusk» estaba terriblemente agitado, tiraba de su correa para correr detrás de los perros salvajes. Lo cogí por el cuello, si no le hubiera atado a tiempo posiblemente estaría comido.
Los carreteros se adelantaron al safari y vinieron a todo correr hacia nosotros, para preguntarnos qué había pasado. No pude explicarles a ellos, ni a mí misma, qué había provocado que los perros salvajes vinieran de tan lejos, en tan gran número y de aquella manera. Los nativos lo tomaron como un presagio muy malo, un presagio de guerra, porque los perros salvajes son comedores de carroña. No se dedicaron a discutir entre ellos lo sucedido como solían hacer con otros acontecimientos del safari.
He contado este hecho a mucha gente y algunos no me han creído. Pero es verdad y mis criados pueden testificarlo.
Un viejo armador danés recordaba los días de su juventud y cómo una vez, cuando tenía dieciséis años, se pasó una noche en un burdel de Singapur. Había ido con los marineros del barco de su padre y se sentó a charlar con una anciana china. Cuando ella oyó decir que era nativo de un país muy lejano trajo un viejo loro, que era suyo. Contó que hacía mucho, mucho tiempo, se lo había regalado un noble inglés que había sido su amante en su juventud. El muchacho pensó que el loro podía tener hasta cien años. Podía decir frases en todos los idiomas del mundo, aprendidas en la atmósfera cosmopolita de la casa. Pero el amante de la mujer china le había enseñado una frase antes de regalárselo, que ella no entendía, ni ningún visitante le había podido decir qué significaba. Así que llevaba muchos años preguntándolo. Pero como el muchacho era de tan lejos quizá fuera en su idioma y pudiera traducirle la frase.
El muchacho quedó profunda, extrañamente conmovido por la sugerencia. Cuando miró al loro y pensó que podía oír danés de aquel terrible pico estuvo a punto de marcharse corriendo de la casa. Sólo se quedó por ayudar a la anciana china. Pero cuando ella hizo que el loro dijera su frase, resultó ser en griego clásico. El pájaro dijo sus palabras muy lentamente y el muchacho sabía el griego suficiente como para reconocerlas; eran unos versos de Safo:
La luna y las Pléyades se han puesto,
y medianoche es pasada,
y las horas huyen, huyen,
y yo estoy echada, sola.
La anciana, cuando él le tradujo los versos, chascó los labios e hizo girar sus ojos rasgados. Le pidió que se los dijera otra vez y movió la cabeza.
«Dioses y hombres,
todos somos así engañados»
Mi granja estaba un poco alta para el cultivo del café. A veces, en los meses fríos podíamos tener heladas en las tierras más bajas, y por la mañana, los brotes de la planta de café y sus frutos aparecían parduscos y marchitos. El viento soplaba desde las praderas y aun en los años buenos nunca teníamos la misma cantidad de café por acre que la gente que vivía en los distritos más bajos de Thika y Kiambu, a cuatro mil pies.
Andábamos escasos de lluvia también en la comarca de Ngong y por tres veces tuvimos un año de verdadera sequía, que nos dejó muy desanimados. En un año en que teníamos cincuenta pulgadas de lluvia recogíamos ochenta toneladas de café y en un año de cincuenta y cinco pulgadas, cerca de noventa; pero hubo dos años malos en los que sólo tuvimos veinticinco y veinte pulgadas de agua, respectivamente, y tan sólo recogimos dieciséis y quince toneladas de café, un desastre para la granja.
Al mismo tiempo los precios del café se vinieron abajo: de conseguir cien libras por una tonelada pasamos a sesenta o setenta. Llegaron los malos tiempos a la granja. No podíamos pegar nuestras deudas y no teníamos dinero para el mantenimiento de la plantación. Mis parientes en mi país, que tenían una participación en la granja, me escribieron y me dijeron que debía vender.
Hice muchos planes para salvada. Un año intenté plantar lino en nuestra tierra en barbecho. El cultivo de lino es un trabajo muy bonito, pero requiere mucha habilidad y experiencia. Tenía un refugiado belga que me daba consejos sobre ello y cuando me preguntó cuánta tierra pensaba plantar, y le respondí que trescientos acres, exclamó inmediatamente:
—
Qa madame, c’est imposible.
Podía cultivar cinco acres e incluso diez con éxito, pero no más. Pero diez acres no nos llevaban a nada y planté ciento cincuenta. Un campo cubierto de flores de lino de color azul celeste es una visión maravillosa: es como un trozo de cielo en la tierra y no existe nada cuyo proceso sea tan gratificante como el de la fibra de lino, fuerte y brillante, y ligeramente grasienta al tacto. La vas siguiendo con el pensamiento mientras la envías fuera y la imaginas convertida en sábanas y camisones. Pero los kikuyus no podían, de la noche a la mañana y sin una constante supervisión, aprender a estirar, enriar y espadar el lino; y por eso mi cultivo no tuvo éxito.
La mayor parte de los granjeros del país se dedicaron, en esos años, a intentar cosas por el estilo y a unos cuantos de ellos al final les llegó la inspiración. Le salieron bien a Ingrid Lindstrom de Njoro; cuando yo abandoné el país, ella, después de estar esclavizada durante doce años por sus hortalizas, cerdos, pavos, plantas para el aceite de ricino, saja, fracasando en todo y desesperada, salvó la granja para su familia y para ella misma plantando piretro, que exportaba a Francia y se usaba en perfumería. Pero yo no tuve suerte con mis experimentos y cuando venía el tiempo seco y el viento soplaba desde las llanuras de Athi las plantas de café languidecían y las hojas se volvían amarillas; en algunas partes de la granja tuvimos malas enfermedades del café, como trips y antestia.
Para cuidar el café intentamos abonar los campos. Educada en las ideas europeas sobre cultivos, siempre había estado contra las plantaciones sin abono. Cuando los aparceros de la granja se enteraron del proyecto se adelantaron a ayudarme y me trajeron de las
bomas
de su ganado y de sus cabras, el abono de decenios. Era un delicado material, de aspecto turboso, fácil de manejar. Abrimos un surco entre las filas de plantas de café, con arados pequeños tirados por un solo buey que acababa de comprar en Nairobi, y como no podíamos meter un carro en los campos, las mujeres de la granja llevaban el abono en sacos a su espalda y lo echaban en el surco, un saco por cada planta, de manera que podíamos hacer que retrocedieran los arados y los bueyes para cubrirlo. Era un trabajo muy bonito de mirar y yo esperaba grandes cosas de él, pero tal y como ocurrieron las cosas nadie vio los efectos del abonado. Nuestro verdadero problema era que andábamos escasos de capital, porque se había gastado en el pasado, antes de que yo me hiciera cargo de la granja. No podíamos llevar a cabo ninguna mejora radical, sino ir viviendo al día, y eso, en los últimos años, se convirtió en nuestro modo de vida normal en la granja.
Si yo hubiera tenido capital hubiera dejado el café, talado las plantas y plantado un bosque. En África los árboles crecen con rapidez, en diez años te paseas cómodamente bajo los altos árboles de la goma azules y acacias que tú misma has traído, bajo la lluvia, en cajas desde el vivero, con doce árboles en cada una de ellas. Hubiera podido tener, creo, un buen mercado para la madera y la leña en Nairobi. Es una noble ocupación plantar árboles, piensas en ello muchos años después con alegría. Antes, en la granja, había habido grandes extensiones de bosque nativo, pero las habían vendido a los indios para que los talaran antes de que me hiciera cargo de ella; era muy triste. Yo misma, en los años difíciles, tuve que talar el bosque que había junto a la factoría para la máquina de vapor y nada me duele más en mi vida que haber cortado ese bosque, cuyos altos troncos y sombras verdes y vivientes me obsesionaron. De vez en cuando, cuando podía permitírmelo, plantaba en pequeños trozos de terreno eucaliptos, pero no era gran cosa. Haciéndolo de esa manera hubiera tenido que pasar cincuenta años antes de tener cien acres plantados y que la granja se hubiera convertido en un bosque rumoroso, científicamente llevado, con un aserradero junto al río. Los aparceros de la granja, cuyas ideas acerca del tiempo eran muy diferentes que las de los blancos, esperaban el tiempo en que habría abundancia de leña del bosque que estaba yo empezando a plantar, como en el pasado.
También tenía mis planes de crear una ganadería y de poner una lechería en la granja. Estábamos en una zona afectada, lo que significa que en esa parte del país teníamos las fiebres de la costa oriental y que si criábamos ganado cruzado habría que desinfectarlo. Sería difícil competir con los ganaderos de las zonas sanas del interior, pero yo tenía Nairobi tan cerca que podía enviar la leche en automóvil por la mañana. Una vez tuvimos un rebaño de vacas cruzadas y construimos un bonito lavadero para la desinfección del ganado en la pradera. Pero tuvimos que venderlas y el lavadero, invadido por las hierbas, tomó el aspecto de las ruinas de un castillo hundido e invertido en el aire. Después, cuando por la tarde, a la hora del ordeño, paseaba hasta las
boma
de Mauge o Kaninu, y sentía el dulce aroma de las vacas, añoraba los establos y una lechería propia. Cuando iba por la pradera me la imaginaba moteada de vacas de piel leonada, como si fueran flores. Pero estos planes se fueron haciendo cada vez más distantes a medida que pasaban los años y al final apenas pensaba en ellos. Lo único que me preocupaba era que el café rindiera y que la granja siguiera marchando.
Es una pesada carga dirigir una granja. Mis nativos, e incluso mi gente blanca, echaban sobre mí todo el temor y las preocupaciones, y a veces me parecía que los bueyes de la granja y las plantas de café hacían lo mismo. Parecía haber un acuerdo entre las criaturas parlantes y las mudas por el que yo era la culpable de que las lluvias tardaran y que las noches fueran tan frías. Y por la noche parecía que no era adecuado que me sentara a leer tranquilamente; me echaba de mi casa el temor a perderla. Farah conocía todos mis pesares y no le gustaban mis paseos nocturnos. Hablaba de los leopardos que se habían visto cerca de la casa cuando se estaba poniendo el sol; y solía permanecer de pie en la veranda, una figura vestida de blanco, sólo visible en la oscuridad, hasta que yo estaba de vuelta. Pero yo me sentía demasiado triste para acordarme de los leopardos, sabía que era peligroso andar por los caminos de la granja de noche y seguí haciéndolo, igual que un fantasma, sin saber por qué ni hacia dónde.
Dos años antes de irme de África fui a Europa. Volví en la estación de la recolección del café, así que no pude tener noticias de la cosecha antes de llegar a Mombasa. Durante todo el tiempo pasado en el barco sopesaba el problema en mi mente: cuando me sentía bien y la vida me parecía propicia, suponía que íbamos a recoger setenta y cinco toneladas, pero cuando me sentía mal o nerviosa pensaba: por lo menos conseguiremos sesenta.
Farah vino a buscarme a Mombasa y yo no me atreví a preguntarle por la cosecha de café directamente; al principió nos limitamos a hablar de otras noticias de la granja. Pero por la noche, cuando me iba a la cama, no pude retrasado más y le pregunté cuántas toneladas de café se habían recolectado en total en la granja. Por lo general, a los somalíes les gusta anunciar desastres. Pero en este caso Farah no se sentía nada alegre, se quedó muy serio, de pie en la puerta, entrecerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, tragándose su dolor, y dijo: