Memorias de África (32 page)

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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

BOOK: Memorias de África
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Para decidir cuáles habían sido las intenciones y la actitud mental del colono lo interrogaron a lo largo de un día. Intentaron trazar un cuadro de lo que había ocurrido y poner en él todos los detalles a los que tuvieron acceso. Así, escribieron que cuando el colono llamó a Kitosch, éste acudió y permaneció a tres yardas de él. Este insignificante detalle en el informe fue de gran efecto. Aquí se iniciaba el drama, el hombre blanco y el negro a tres yardas de distancia.

Pero desde ese momento, cuando la historia avanza, el equilibrio del cuadro se rompe, y la figura del colono se hace más borrosa y pequeña. No hay más remedio. Se convierte sólo en una figura accesoria en un paisaje grande, un rostro pálido e insignificante, pierde su peso, parece como un recortable de papel y es empujado, como por una corriente de aire, por la desconocida libertad de hacer lo que le da la gana.

El colono declaró que había comenzado preguntando a Kitosch quién le había dado permiso para montar su yegua marrón y que había repetido la pregunta unas cuarenta o cincuenta veces; al mismo tiempo admitió que nadie podía haberle dado a Kitosch semejante permiso. Aquí comenzó su perdición. En Inglaterra no hubiera podido hacer una pregunta cincuenta veces, se habría detenido, de una forma u otra; mucho antes de llegar a la cuarenta.

Aquí en África a la gente le podía chillar la misma pregunta cincuenta veces. Finalmente Kitosch respondió que él no era un ladrón y el colono declaró que fue la insolencia de esa respuesta la que le hizo azotar al muchacho.

En este punto, en el informe, hay un segundo detalle, irrelevante pero significativo. Dice que durante la flagelación dos europeos, considerados amigos del colono, vinieron a verle. Estuvieron mirando durante diez minutos o un cuarto de hora y luego se fueron.

Después de la flagelación el colono no podía dejar que Kitosch se fuera. A última hora de la tarde ató a Kitosch con unas correas y lo encerró en el almacén. Cuando el jurado le preguntó por qué lo hizo dijo que el chico era tonto, que quería impedir que un muchacho semejante anduviera por la granja. Después de la cena volvió al almacén y se encontró con que Kitosch yacía inconsciente, un poco apartado de donde él lo había atado, con las correas aflojadas. Llamó a su cocinero Baganda y con su ayuda ató al muchacho más fuertemente que antes; sujetó sus manos a un poste que tenía detrás y la pierna izquierda a otro que estaba enfrente. Se fue del almacén, cerrando la puerta, pero media hora más tarde volvió con su cocinero y su
toto
de cocina y los dejó allí. Luego se fue a la cama y la siguiente cosa que recordaba es que el
toto
vino del almacén diciéndole que Kitosch había muerto.

El jurado recordaba las palabras de que el grado de un delito reside en la intención y buscó esa intención. Hicieron una cantidad de detalladas preguntas sobre la flagelación de Kitosch y sobre lo que había ocurrido después, y cuando lees los papeles les ves moviendo las cabezas.

¿Pero cuál había sido la intención y la actitud mental de Kitosch? Esto, cuando comenzaron a hurgar, resultó algo diferente. Kitosch tenía una intención y al final pesó en la balanza del caso. Se puede decir que su intención y su actitud mental, la del africano, salvaron al europeo.

Kitosch no tuvo mucha oportunidad de expresar su intención. Lo encerraron en el almacén; su mensaje, además, llegó de forma muy simple y en un único gesto. El vigilante nocturno declaró que se pasó la noche gritando. Pero no fue así, porque alrededor de la una habló con el
toto
, que estaba en el almacén con él. Le dijo al niño que le gritara porque los azotes le habían dejado sordo. Pero a la una le pidió al
toto
que le aflojara los pies y le explicó que de ninguna manera podía escapar. Cuando el
toto
hubo hecho lo que le pidió, Kitosch le dijo que quería morir. El niño declaró que a las cuatro volvió a decir que quería morir. Un poco después se estremeció todo su cuerpo, gritó «¡Me muero!», y se murió.

Tres médicos declararon en el proceso.

El cirujano del Distrito, que había realizado el examen
postmortem
, manifestó que la muerte se había producido por los golpes y heridas que encontró en el cuerpo. Creía que ninguna atención médica inmediata podría haber salvado la vida de Kitosch.

Los dos médicos de Nairobi, llamados por la defensa, eran, sin embargo, de diferente opinión.

Los azotes por sí solos, sostuvieron, no fueron suficientes para provocarle la muerte. Un factor importante se encuentra en el hecho, que no puede ser ignorado, de la voluntad de morir. En este punto el primero de los médicos declaró que podía hablar con autoridad porque llevaba veinticinco años en el país y conocía la mentalidad de los nativos. Muchos médicos estarían de acuerdo con él en que cuando un nativo quiere morir realmente se muere. En un caso como el presente estaba bien claro, porque Kitosch había dicho que quería morir. El segundo médico le apoyó en este punto.

Es muy probable, prosiguió el médico, que si Kitosch no hubiera tomado esa actitud, no se hubiera muerto. Si, por ejemplo, hubiera comido alguna cosa no hubiera perdido su valor, porque ya se sabe que el hambre reduce el coraje. Añadió que la herida que había en el labio seguramente no se debía a una patada, sino que se la había infligido el propio muchacho, al morderse por el dolor.

El médico, además, no creía que Kitosch se hubiera hecho a la idea de morir hasta después de las nueve, porque hacia esa hora parece que intentó escaparse. No se había muerto hasta después de las nueve. Cuando fue sorprendido en el intento de escapar y le ataron de nuevo, el hecho de ser un prisionero, dijo el médico, seguramente pesó en su mente.

Los dos médicos de Nairobi resumieron su opinión sobre el caso. La muerte de Kitosch, sostuvieron, se debió a los azotes, al hambre y al deseo de morir, siendo ésta la causa principal. El deseo de morir, admitieron, pudo ser provocado por los efectos de la flagelación.

Después de las declaraciones de los médicos el asunto giró sobre lo que en el tribunal fue llamada «Teoría del deseo de morir». El cirujano del Distrito, que era el único que había visto el cadáver de Kitosch, rechazó la teoría, y puso ejemplos de pacientes de cáncer que había tratado que deseaban morir, pero que no se morían. Sin embargo, se descubrió que se trataba de europeos.

El jurado, finalmente, dio su veredicto: culpable de heridas graves. El mismo veredicto se aplicó a los nativos acusados, pero se consideró que habían actuado bajo las órdenes de su amo, un europeo, por lo que sería injusto meterles en prisión. El juez impuso una sentencia de dos años al colono y de un día a cada uno de los nativos.

Cuando lees el caso te resulta un hecho extraño, humillante, que un europeo en África no tenga poder para quitar la vida a un africano. El país es la tierra de los nativos, y hagas lo que hagas con ellos, cuando quieren se marchan por su propia voluntad y porque no quieren quedarse. ¿Quién tiene la responsabilidad de lo que ocurre en una casa? El hombre que es su dueño, el que la ha heredado.

Por su vigoroso sentido de lo que es justo y decoroso, la figura de Kitosch, con su firme voluntad de morir, aunque alejada de nosotros por los muchos años pasados, destaca con una belleza propia. En ella se encuentra la fugacidad de las cosas salvajes que son, en la hora de la necesidad, conscientes de un refugio en algún lugar de la existencia; que se van cuando quieren; a los cuales nunca podemos retener.

Algunos pájaros africanos

Al principio de las grandes lluvias, en la última semana de marzo o en la primera de abril, he escuchado al ruiseñor de los bosques de África. No la canción entera, sólo unas cuantas notas: los primeros compases de un concierto, un ensayo, repentinamente suspendido y vuelto a comenzar. Era como si en la soledad de los bosques empapados de lluvia alguien en un árbol estuviera tocando un pequeño cello. Era, sin embargo, la misma melodía y con la misma abundancia y suavidad que pronto llenaría los bosques de Europa, desde Sicilia a Elsinore.

Teníamos las cigüeñas blancas y negras en África, los pájaros que hacen sus nidos sobre los tejados de bálago de las aldeas del norte de Europa. En África tienen un aspecto menos imponente que allá, porque hay pájaros tan altos y voluminosos como el marabú y el serpentaria que se le pueden comparar. Las cigüeñas tienen unos hábitos distintos en África que en Europa, donde viven como si fueran parejas casadas y son el símbolo de la felicidad doméstica. Aquí se las ve en grandes bandadas, como en clubs. Les llaman los pájaros-langosta en África y siguen a las langostas cuando éstas caen sobre la tierra, viviendo por todo lo alto gracias a eso. Sobrevuelan las praderas también cuando arde la hierba, enfrente de la línea de avance de pequeñas llamas saltarinas, por encima del centelleante aire del color del arco iris y el humo gris, en busca de las ratas y las serpientes que escapan del fuego. Las cigüeñas se lo pasan muy bien en África. Pero su verdadera vida no está aquí y cuando los vientos primaverales les traen pensamientos de apareamiento y de anidar, sus corazones se vuelven hacia el norte, y recuerdan los viejos tiempos y lugares y vuelan hacia allá, de dos en dos y poco después se las encuentra vadeando las frías marismas de sus lugares de origen.

En las praderas, en el principio de las lluvias, donde los vastos tallos de hierba quemada empiezan a mostrar brotes verdes, hay muchos centenares de chorlitos. Las praderas siempre tienen algo de marino, los horizontes abiertos recuerdan el mar y las largas playas marinas, el viento vagabundo es el mismo, la hierba chamuscada tiene un olor marino y cuando crece, corre en oleadas sobre la tierra. Cuando los claveles blancos florecen en las praderas te recuerda las altas olas crestadas de blanco al navegar por el Sund. Sobre las praderas los chorlitos toman el aspecto de aves marinas y se comportan como tales en una playa, correteando sobre la hierba espesa, tan rápidos como pueden durante un corto tiempo, y luego levantan el vuelo ante tu caballo con agudos chillidos, así que el cielo claro se llena de vida con alas y voces de pájaros.

Las grullas coronadas, que acuden a los maizales recién apisonados y plantados a robar el maíz, compensan su robo por ser pájaros de buenos augurios, que anuncian la lluvia, y también porque bailan para nosotros. Es un hermoso espectáculo cuando los altos pájaros están juntos, verlos desplegar sus alas y bailar. Es una danza con mucho estilo y con un poco de afectación porque, ¿si pueden volar, por qué saltan una y otra vez como si estuvieran atados a la tierra por magnetismo? Todo su baile tiene un aire sagrado, como ciertas danzas rituales; tal vez las grullas intenten juntar cielo y tierra como los ángeles con alas que subían y bajaban por la escalera de Jacob. Con su colorido gris pálido, el pequeño casquete negro de terciopelo y la cresta en forma de abanico, las grullas tienen todo el aire de frescos claros y llenos de vida. Cuando después de la danza levantan el vuelo y se van, para mantener el tono sagrado del espectáculo que han dado, sueltan una clara nota tañida con las alas o con la voz, como si un grupo de campanas de iglesia se hubiera alzado y volara. Las puedes escuchar durante un largo rato, hasta cuando los propios pájaros han desaparecido en el cielo: campanadas que vienen de las nubes.

El cálao rinoceronte era otro visitante de la granja y venía a comer las castañas del castaño de El Cabo. Eran pájaros muy extraños. Es una aventura o una experiencia encontrártelos, aunque no agradable del todo porque parecen muy listos. Una mañana antes del amanecer fui despertada por un ruidoso guirigay fuera de la casa, y cuando salí a la terraza vi a cuarenta y un cálaos posadas en los árboles del prado. Parecían, más que pájaros, fantásticos artículos de lujo puestos en los árboles, aquí y allá, por un niño. Negros como eran, con el suave y noble negro africano, profunda oscuridad absorbida a través de una época, como hollín viejo, te hacían pensar que por su elegancia, vigor y vivacidad ningún color puede rivalidad con el negro. Todos aquellos cálaos hablaban entre sí alegremente, pero con porte distinguido, como un grupo de herederos después de un funeral. El aire de la mañana era claro como el cristal, el grupo sombrío se bañaba en frescura y pureza, el sol salía como una opaca pelota de color rojizo. Te preguntabas qué clase de día te esperaba después de un amanecer semejante.

Los flamencos son los pájaros africanos de colores más delicados, rosados y rojos como la ramita voladora de un arbusto de adelfas. Tienen patas increíblemente largas y en sus cuerpos y sus cuellos curvas de lo más extraño y rebuscado, como si debido a una exquisita y tradicional mojigatería hicieran las posturas y los movimientos vitales lo más difíciles posible.

Una vez, viajé desde Port Said hasta Marsella, en un barco francés que llevaba a bordo una carga de ciento cincuenta flamencos para el
Jardin d’Acclimatation
de Marsella. Los tenían encerrados en grandes y sucias jaulas con costados de lona, diez en cada una y muy apretados unos contra otros. El guardián que los llevaba me dijo que esperaba perder un veinte por ciento de ellos en el viaje. No estaban hechos para aquella clase de vida, cuando hacía mal tiempo perdían su equilibrio, se rompían las patas y los otros pájaros de la jaula les pisoteaban. Por la noche, cuando soplaba fuerte el viento en el Mediterráneo y las olas golpeaban el barco, a cada golpe de mar oía en la oscuridad a los flamencos chillar. Todas las mañanas veía al guardián con uno o dos pájaros muertos y echarlos por encima de la borda. La noble ave zancuda del Nilo, hermana del loto, que flota sobre el paisaje como una nube vagabunda en el ocaso, se había convertido en un inerte montón de plumas rosadas y rojas con un par de largos y delgados palos pegados. Los pájaros muertos flotaban en el agua durante un poco de tiempo, balanceándose en la estela del barco antes de hundirse.

«Pania»

Los galgos, que han vivido innumerables generaciones con los hombres, han adquirido un sentido del humor humano y pueden reír. Su idea de una broma es como la de los nativos, que se divierten cuando las cosas van mal. Quizá no puedas superar esa clase de humor hasta que no tienes un arte y una iglesia establecida. «Pania» era hijo de «Dusk». Un día paseaba con él cerca del estanque donde había un grupo de altos y espesos árboles gomíferos cuando se apartó de mí para subir a uno de los árboles y volver de nuevo a medio camino para hacerme ir con él. Fui hasta el árbol y vi a un serval sentado en lo alto. Los servales se dedicaban a comer nuestras gallinas, así que grité a un
toto
que viniera y le envié a la casa a buscar mi escopeta; cuando la trajo, maté al serval. Cayó desde la altura con un golpetazo y «Pania» se puso a su lado en un segundo, moviéndolo y arrastrándolo, muy contento con la exhibición.

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