Memorias de África (30 page)

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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

BOOK: Memorias de África
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Teníamos ciento treinta y dos bueyes en la granja, lo que significaba ocho yuntas y unos cuantos bueyes más de reserva. Ahora, en el polvo dorado del atardecer, venían paseando hasta casa a través de la pradera, en una larga hilera, caminando sosegadamente, como lo hacían todo; mientras yo estaba sosegadamente sentada sobre el cercado del redil, fumaba un cigarrillo de paz y les miraba. Allí llegaban «Nyose», «Ngufu» y «Faru» con «Msungu» —que significa hombre blanco—. Los carreteros, con frecuencia, ponían a sus yuntas el nombre de algún hombre blanco, y Delamere era un nombre corriente para los bueyes. Allí venía el viejo «Malinda», el gran buey amarillo, mi preferido; su piel estaba curiosamente marcada con imprecisas figuras, parecidas a estrellas de mar, de cuya semejanza quizá le viniera su nombre, porque «Malinda» significa falda.

Como en los países civilizados todo el mundo sufre de una crónica mala conciencia con respecto a los barrios miserables y se siente incómodo cuando piensa en ellos, así en África tienes mala conciencia y sientes una punzada cuando piensas en los bueyes. Pero con respecto a los bueyes de la granja me sentía, supongo, como un rey con respecto a sus barrios miserables: «Vosotros sois yo y yo soy vosotros».

Los bueyes en África han llevado encima la pesada carga del avance de la civilización europea. Donde quiera que se haya roturado nueva tierra han sido ellos quienes lo han hecho, arrastrando fatigosamente el arado, metidos hasta las corvas en la tierra, y los látigos silbando sobre sus cabezas. Donde se ha hecho un camino ellos lo han hecho; y han arrastrado penosamente el hierro y las herramientas a través de la tierra, bajo los gritos de los carreteros, por senderos en el polvo y las largas hierbas de las praderas, antes de que hubiera ningún camino. Se les unce antes del alba y sudan al subir y bajar las largas colinas y a través de dunas y lechos de río, durante las horas más ardientes del día. Los látigos han marcado sus flancos y con frecuencia se ven bueyes con uno o con los dos ojos arrancados de un latigazo. Los bueyes que arrastran carros de muchos contratistas indios y blancos trabajan todos los días, durante toda su vida, y no saben lo que es un sábado.

Es extraño lo que les hemos hecho a los bueyes. Los toros están en un constante estado de furia: giran sus ojos, escarban la tierra con las patas, excitados por cualquiera que entre dentro de su campo de visión, pero tienen una vida propia, echan fuego por sus belfos y una nueva vida crece de sus ijares; llenan sus días con sus deseos y satisfacciones vitales. Todo eso se lo hemos quitado a los bueyes y como recompensa les hemos reclamado su existencia. Los bueyes pasan a lo largo de nuestra vida cotidiana, arrastrando con fuerza todo el tiempo, criaturas sin vida, cosas hechas para nuestro uso. Tienen ojos húmedos, límpidos, violetas, hocicos suaves, orejas sedosas, son pacientes y torpes en sus movimientos; a veces parecen pensar. En mi tiempo había una ley que obligaba a que los carros y las carretas llevaran freno y los carreteros se suponía que debían echar el freno al bajar las largas colinas del país. Pero nadie respetaba la ley; la mitad de los carros y carretas en uso no llevaban frenos y en los otros se echaba muy pocas veces. Esto hacía que el descenso de las colinas fuera terriblemente duro para los bueyes. Tenían que soportar las carretas cargadas, echaban hacia atrás sus cabezas con el esfuerzo, de manera que sus cuernos tocaban las jorobas de sus lomos; sus costados se convertían en un par de fuelles. Muchas veces he visto los carros de los mercaderes de leña que pasaban por el camino de Ngong hacia Nairobi, yendo uno tras otro, como una larga oruga, tomando velocidad al bajar por la colina en la reserva forestal, mientras los bueyes zigzagueaban violentamente delante de ellos. También he visto a los bueyes tropezar y caer bajo el peso del carro, al fondo de la colina.

Los bueyes piensan: «Así es la vida y las condiciones del mundo. Son duras, muy duras. Todo es por haber nacido —no hay nada que hacer—. Es algo terriblemente difícil llevar los carros colina abajo, es una cuestión de vida o muerte. No hay remedio».

Si los gordos comerciantes indios de Nairobi, dueños de los carros, se hubieran gastado dos rupias y pusieran los frenos en orden, o si los lentos y jóvenes carreteros nativos sobre los carros cargados, le hubieran echado valor bajando y poniendo los frenos, si los había, si hubiera sido así, habría remedio y los bueyes marcharían tranquilamente colina abajo. Pero los bueyes no saben y siguen, día tras día, en su lucha heroica y desesperada contra las condiciones de la vida.

De las dos razas

La relación entre las razas blanca y negra en África recuerda de muchas maneras a la relación entre dos sexos.

Si a uno de los dos sexos se le dijera que juega un papel menos importante en la vida del Otro sexo, que ese otro sexo desempeña dentro de su propia existencia, se sentiría escandalizado y herido. Si al amante o al marido le dijeran que desempeña un papel menos importante en la vida de su esposa o de su amante, del que ella desempeña en su propia existencia, se sentiría confundido e indignado. Si a una esposa o a una amante se le dijera que desempeña un papel menos importante en la vida de su marido o de su amante, que el que ellas desempeñan en su vida, se sentiría exasperada.

Las verdaderas historias para hombres que nunca se confían en el oído de las mujeres, prueban esta teoría; y la conversación de las mujeres cuando están con otras mujeres y ningún hombre puede oídas, también.

Los cuentos que los blancos cuentan de sus sirvientes nativos están concebidos en el mismo espíritu. Si se les dijera que no desempeñan un papel más importante en la vida de los nativos que éstos en sus propias vidas, se sentirían muy indignados e incómodos.

Si les dijeras a los nativos que desempeñan un papel no más grande en la vida de los blancos que éstos en sus vidas, nunca os creerían, sino que se reirían de vosotros. Probablemente en los círculos nativos se cuentan historias y se repiten, que prueban el absorbente interés de los blancos por los kikuyus o los kavirondos y su completa dependencia con respecto a ellos.

Un safari en tiempo de guerra

Cuando estalló la guerra, mi marido y dos ayudantes suecos de la granja se presentaron voluntarios y fueron a la frontera alemana, donde Lord Delamere estaba organizando un servicio de información provisional. Me quedé, pues, sola en la granja. Pero poco después se comenzó a hablar de un campo de concentración para las mujeres blancas del país; se pensaba que estaban expuestas a peligros por parte de los nativos. Yo estaba aterrorizada, pensaba: «Si voy a un campo de concentración para señoras en este país durante unos meses», ¿y quién sabe cuánto va a durar la guerra?, «me moriré». Unos pocos días después tuve la suerte de ir con un joven granjero sueco, vecino nuestro, a Kijabe, una estación más allá en la línea ferroviaria y allí me hice cargo de un campamento al cual los mensajeros de la frontera traían las noticias, que luego debían ser telegrafiadas al cuartel general en Nairobi.

En Kijabe yo tenía mi tienda de campaña cerca de la estación entre los montones de leña para las máquinas de ferrocarril. Como llegaban mensajeros a todas las horas del día y de la noche, tuve que trabajar muy cerca del jefe de estación goano. Era un hombre pequeño y apacible, con una ardiente sed de conocimientos, al que no afectaba la guerra en absoluto. Me preguntaba muchas cosas de mi país y me hizo que le enseñara un poco de danés, porque pensaba que dentro de un tiempo le podría ser muy útil. Tenía un hijo de diez años llamado Víctor; un día, cuando iba paseando por la estación, a través del varaseto de la veranda, le oí explicándole a Víctor su gramática:

—Víctor, ¿qué es un pronombre? ¿Qué es un pronombre, Víctor? ¿No lo sabes? ¡Te lo he dicho quinientas veces!

Los que estaban en la frontera nos pedían constantemente provisiones y municiones; mi marido me escribió dándome instrucciones para que cargara cuatro carretas de bueyes y las enviara allá tan pronto como me fuera posible. Pero de ninguna manera debía mandadas sin que estuvieran a cargo de un hombre blanco, porque nadie sabía dónde estaban los alemanes y los masai estaban muy excitados por la idea de guerra y por los movimientos que había en toda la reserva. Por aquellos días se creía que los alemanes estaban por todos los lados y teníamos puestos centinelas en el gran viaducto de Kijabe para impedir que lo volaran.

Contraté a un joven sudafricano, llamado Klapprott, para que fuera con las carretas, pero cuando ya estaban cargadas la noche antes de que empezara la expedición fue arrestado por alemán. No era alemán y pudo demostrarlo, así que poco después fue puesto en libertad y cambió de nombre. Pero en aquel momento vi en su detención el dedo de Dios, porque ahora yo era la única persona que podía hacerse cargo de las carretas para atravesar el país. Y a primera hora de la mañana, cuando las viejas constelaciones de estrellas seguían en el cielo, comenzamos a bajar por la larga e inacabable colina de Kijabe, las grandes pradera de la reserva masai —gris hierro en la débil luz del amanecer— extendiéndose a nuestros pies, con lámparas atadas bajo los vagones, oscilando, y con mucho griterío y chasquido de látigos. Tenía cuatro carretas, con una yunta completa de dieciséis bueyes cada una y cinco bueyes de reserva, y conmigo iban veintiún kikuyus y tres somalíes: Farah, Ismail, el porteador, y un viejo cocinero también llamado Ismail, un anciano muy noble. Mi perro «Dusk» caminaba a mi lado.

Fue una pena que cuando la Policía detuvo a Klapprott detuviera también a su mula. No pude recuperada en absoluto en Kijabe, así que los primeros días tuve que caminar entre el polvo al lado de las carretas. Pero posteriormente le compré una mula y una montura a un hombre que encontré en la reserva y poco después compré otra para Farah.

Estuve fuera durante tres meses. Cuando llegamos a nuestro punto de destino nos enviaron a recoger las provisiones de un gran safari norteamericano que había montado sus tiendas cerca de la frontera y que se había levantado en un santiamén al llegar las noticias de la guerra. Desde allí las carretas tenían que ir a nuevos lugares. Aprendí a conocer los vados y los pozos de la reserva masai y a hablar un poco su lengua. Los caminos eran increíblemente malos, llenos de polvo y de bloques de piedra más altos que las carretas; después viajamos más a través de las praderas. El aire de las tierras altas africanas se me subió a la cabeza como el vino, estaba siempre como un poco borracha y la alegría de aquellos meses fue algo indescriptible. Había participado en safaris de caza, pero nunca como ahora había estado sola entre los africanos.

Los somalíes y yo, que nos sentíamos responsables de las propiedades del Gobierno, vivíamos con el miedo constante de perder los bueyes por culpa de los leones. Los leones estaban por los caminos, siguiendo los grandes transportes de abastecimientos y de ovejas que viajaban continuamente a lo largo de la frontera. Por las mañanas temprano, cuando avanzábamos, podíamos ver las huellas frescas de los leones en el polvo sobre las rodadas de las carretas. Por la noche, cuando los bueyes estaban desuncidos había siempre el riesgo de que los leones rondaran el campamento, asustándoles y produciendo una estampida, que los dispersaría por todo el territorio, donde no los volveríamos a encontrar. Así que construíamos cercados circulares de espino en torno a los lugares donde estaban los animales desuncidos y las tiendas, y nos sentábamos con rifles junto a las hogueras.

Allí Farah e Ismail, y el propio Ismail el viejo, se sentían tan lejos de la civilización que sus lenguas se soltaban y contaban extraños sucedido s de Somalia, o cuentos extraídos del Corán y de
Las Mil y Una Noches
. Tanto Farah como Ismail habían estado en el mar, porque los somalíes habían sido una nación marinera y fueron, me parece, en la antigüedad, grandes piratas en el mar Rojo. Me explicaron cómo cada criatura viviente sobre la tierra tenía su réplica bajo el mar: los caballos, los leones, las mujeres y las jirafas allí vivían y de cuando en cuando los marinos podían verlas. También me contaban cuentos de caballos que vivían en el fondo de los ríos de Somalia y que en las noches de luna llena salían a los prados para copular con las yeguas somalíes que allí pastaban, produciendo potros de extraordinaria belleza y rapidez. La bóveda del cielo nocturno oscilaba sobre nuestras cabezas, nuevas constelaciones estelares se levantaban desde Oriente. En el aire frío el humo estaba cargado de chispas, la leña fresca tenía un olor agrio. De vez en cuando los bueyes repentinamente se removían, pataleaban y se ponían muy juntos husmeando el aire, así que el viejo Ismail se subía a lo alto de la carreta cargada y movía su farol para mirar y espantar a quien anduviera rondando la cerca.

Tuvimos grandes aventuras con los leones:

—Cuidado con Siawa —dijo el jefe nativo de un transporte que encontramos en el camino—. No acampéis allí. Hay doscientos leones en Siawa.

Intentamos pasar Siawa antes de que cayera la noche; nos dimos prisa, pero el exceso de ésta es siempre malo, sobre todo en un safari, y hacia el atardecer la última carreta chocó con una piedra grande y no pudimos seguir. Mientras sostenía el farol sobre la gente que intentaba levantarla, un león cogió uno de nuestros bueyes de reserva a menos de tres yardas de mí. Gritando y haciendo restallar los látigos porque mis rifles estaban con el safari, pudimos asustar al león y el buey, que se había escapado con el león sobre sus espaldas, volvió junto a nosotros, pero estaba tan gravemente herido que murió dos días después.

Nos ocurrieron muchas otras cosas extrañas. Una vez un buey se bebió toda nuestra provisión de parafina, se murió y nos dejó sin luz de ninguna clase hasta que encontramos una
dhuka
india en la reserva, abandonada por su dueño, en la que curiosamente algunos de los artículos estaban sin tocar.

Durante una semana acampamos cerca de un gran campamento de morani-masai y los jóvenes guerreros, pintados para la lucha, armados de lanzas y de largos escudos, con pieles de león en la cabeza, rondaban mi tienda de campaña de día y de noche para que les diera noticias de la guerra y de los alemanes. A mi propia gente del safari le gustaba ese campamento, porque podían comprar leche del rebaño que viajaba con los morani y que pastoreaban los chiquillos masai, los laioni, demasiado jóvenes aún para ser guerreros. Las jóvenes guerreras masai, muy vivaces y bonitas, venían a mi tienda a visitarme. Siempre me pedían que les prestara mi espejo y, cuando se lo pasaban de una a otra, descubrían su doble fila de dientes resplandecientes en él, como jóvenes e irritadas carnívoras.

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