Memorias de África (13 page)

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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

BOOK: Memorias de África
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Y hay magia en las palabras: una persona que durante muchos años era llamada por los que le conocían con el nombre de un animal, terminaba por sentirse familiarizado con éste, por reconocerse en él. Cuando volvía a Europa se extrañaba de que no le relacionaran con el animal.

Una vez, en el zoo de Londres, volví a ver de nuevo al viejo funcionario retirado del Gobierno que en África conocí como
Bwana Tembu
(el
Señor Elefante
). Estaba a solas delante de la jaula de los elefantes, profundamente absorto en la contemplación de esos animales. Quizá iba a menudo. Sus sirvientes nativos hubieran pensado que era algo absolutamente lógico, pero probablemente nadie más en Londres que yo, que iba a estar allí sólo unos días, podría entenderlo.

La mente de los nativos funciona de una manera extraña, y está relacionada con la mentalidad de los pueblos desaparecidos, para quienes era natural imaginar que Odín, para mirar el mundo entero, se quitaba uno de sus ojos; y que se figuraba al dios del amor como un chiquillo ignorante de éste. Es probable que los kikuyus de la granja creyeran que mi grandeza como juez residía en el hecho de que yo no sabía nada de las leyes según las cuales juzgaba.

Debido a su don para los mitos, los nativos también pueden hacer cosas contra las cuales no puedes guardarte ni escapar. Te pueden transformar en un símbolo. Yo era consciente de ese proceso y privadamente utilizaba una palabra para ello —en mi interior decía que ellos me convertían en su serpiente de bronce—. Los europeos que hayan vivido durante mucho tiempo entre los nativos comprenderán lo que quiero decir, aunque la palabra no esté usada correctamente de acuerdo con la Biblia. Creo que a pesar de todas nuestras actividades en la tierra, de los progresos científicos y mecánicos que hemos llevado allí y hasta de la propia Pax Britanica es el único uso práctico que los nativos han hecho de nosotros.

No utilizaban a todos los hombres blancos para ese propósito y desde luego no a todos por igual. Nos daban, dentro de su mundo, un orden de precedencias de rango según nuestra utilidad como serpientes de bronce. Muchos de mis amigos —Denys Finch-Hatton, Galbraith y Berkeley Cole, Sir Northrup MacMillan— tenían una posición muy elevada entre los nativos.

Lord Delamere era una serpiente de bronce de primera magnitud. Recuerdo que una vez viajé por las tierras altas durante la época en que la gran peste de saltamontes asolaba la tierra. Las langostas habían estado el año anterior, ahora había aparecido su pequeña y negra progenie para comer lo que los otros habían dejado y que no restara ni una brizna de hierba por donde no hubieran pasado. Para los nativos era un golpe terrible, demasiado para soportar después de lo que ya habían pasado. Con los corazones rotos gemían o aullaban como perros moribundos, mientras movían sus cabezas como si las golpearan contra un muro que se levantase delante de ellos. Les dije que había atravesado conduciendo la granja de Delamere y que había visto los saltamontes por todas partes, en las dehesas y en los pastos, y añadí que Delamere estaba furioso y desesperado. En aquel momento los oyentes se quedaron silenciosos y casi tranquilos. Me preguntaron qué había dicho Delamere de su desgracia, y de nuevo me pidieron que lo repitiera y luego se callaron.

Como serpiente de bronce no tenía tanto prestigio como Lord Delamere, pero hubo ocasiones en las que fui útil a los nativos. Durante la guerra, cuando el destino del Cuerpo de Porteadores dependía por entero del mundo nativo, los aparceros de la granja solían venir y sentarse en torno a mi casa. No hablaban, ni siquiera entre sí, me miraban y me convertían en su serpiente de bronce. No podía echarlos porque no hacían nada malo y, además, si lo hubiera hecho, irían a sentarse en otro lugar. Era difícil de soportar. Me ayudaba el hecho de que el regimiento de mi hermano hubiera sido enviado por entonces a la primera línea en Vimy: podía volver mis ojos hacia él y convertirlo en mi serpiente de bronce.

Los kikuyus me convirtieron en su principal plañidera, o mujer de dolores, cuando una gran desgracia se abatía sobre la granja. Era lo que ahora había ocurrido con aquel accidente de la escopeta. Como yo estaba apenada por los niños la gente de la granja se permitió dejar el asunto y prescindir de él por el momento. En nuestra desgracia me consideraban como la congregación, al sacerdote que apura el cáliz, pero en nombre de todos. Ocurre como con la brujería, que cuando la han practicado contigo nunca te liberas completamente de ella. Me producía un gran dolor un proceso tan penoso de soportar y deseaba huir de él. Muchos años después, en ocasiones, me sorprendía pensando: «¿Cómo me pueden tratar de esa manera? ¡Yo, que he sido una serpiente de bronce!».

Cabalgaba hacia la granja, y al cruzar el río, cuando estaba dentro del agua, me encontré a un grupo de hijos de Kaninu, tres jóvenes y un chiquillo. Llevaban lanzas y marchaban rápidamente. Cuando les detuve y les pregunté noticias de su hermano Kabero se quedaron, el agua a la altura de sus rodillas, muy serios y con los ojos bajos; me hablaron lentamente. Me dijeron que Kabero no había vuelto y que nada sabían de él desde que había desaparecido anoche. Tenían la certidumbre de que estaba muerto. Fuera que desesperado de había matado a sí mismo —la idea de suicidio sobreviene de manera muy natural a todos los nativos, incluidos los niños— o que se hubiera perdido en la maleza y que lo hubieran devorado los animales salvajes. Sus hermanos le habían buscado por todas partes y ahora estaban en camino de la reserva para intentar encontrarlo.

Cuando llegué a la orilla del río en mi tierra, me volví y miré hacia la pradera; mi tierra era más alta que la de la reserva. No había ningún signo de vida por la pradera, excepto a lo lejos unas cebras que pastaban y galopaban. Al salir del chaparral de la otra orilla del río el grupo de buscadores caminó con rapidez, marchando en fila india; el grupito parecía como un pequeño gusano que avanzara veloz y sinuosamente entre la hierba. De vez en cuando el sol se reflejaba en sus armas. Parecían muy seguros de la dirección que habían tomado, ¿pero cuál era? En su búsqueda del niño perdido, su única guía serían los buitres, que siempre se ciernen en el cielo sobre los cadáveres de la pradera e indican el punto exacto donde ha matado el león.

Pero ese sería un cuerpecillo muy pequeño, muy poca cosa para el festín de los glotones del aire, no habría muchos de ellos para avistarlo, no se quedarían durante mucho tiempo.

Era muy triste pensado. Cabalgué hasta casa.

III
Wamai

Fui a la
kyama
seguida por Farah. Siempre llevaba a Farah conmigo en los tratos con los kikuyus, porque mientras que en lo concerniente a sus asuntos privados demostraba escaso sentido común, y como todos los somalíes perdía la cabeza cuando se trataba de sentimientos y luchas tribales, sobre las diferencias entre otras gentes mostraba sabiduría y discreción. Además era mi intérprete, porque hablaba bien el
swaheli
.

Me di cuenta, antes de llegar a la asamblea, que el objetivo principal del procedimiento era esquilmar lo más posible a Kaninu. Vería cómo le quitaban las ovejas por todos los lados, unas para indemnizar a las familias del muerto y del niño herido, otras para mantener la
kyama
. Desde el principio eso me disgustó. Porque yo pensaba que Kaninu había perdido a su hijo como los otros padres y el destino del chiquillo me parecía el más trágico de todos. Wamai estaba muerto y no contaba, y Wanyangerri en el hospital, donde lo cuidaban, pero Kaberto había sido abandonado por todos y nadie sabía dónde yacían sus huesos.

Kaninu se prestaba excepcionalmente bien para su papel de buey cebado para una fiesta. Era uno de mis aparceros más ricos; en mi lista de aparceros figuraba con treinta y cinco cabezas de ganado, cinco mujeres y sesenta cabras. Su aldea estaba al lado de mi bosque, constantemente veía a sus hijos y a sus cabras, y continuamente había broncas con sus mujeres porque venían a cortar mis árboles grandes. Los kikuyus no conocen el lujo, los más ricos de entre ellos viven como los pobres, y en la cabaña de Kaninu no había mobiliario, salvo quizá un escabel de madera. Pero en la aldea de Kaninu había muchas cabañas y un bullicioso enjambre de ancianas, jóvenes y niños por todas partes. Y al atardecer, a la hora de ordeñar, se veía una larga hilera de vacas que avanzaban hacia la aldea por la pradera, con sus sombras azuladas caminando a su lado entre la hierba. Todo ello daba al viejo flaco, envuelto en un manto de cuero, con su rostro oscuro y astuto surcado por una red de arrugas llenas de porquería, el halo ortodoxo de un nabab de la granja.

Kaninu y yo habíamos tenido muchos litigios, incluso había llegado a amenazarlo con echarlo de la granja por determinado negocio al que se dedicaba. Kaninu se llevaba bien con la tribu masai vecina y había casado a cuatro o cinco de sus hijas allí. Los propios kikuyus me habían contado que en el pasado los masai consideraban degradante casarse con una kikuyu. Pero en nuestros días la extraña y agonizante nación, para retrasar su desaparición final, había olvidado su orgullo. Las mujeres masai no tenían niños y en la tribu había demanda de jóvenes y prolíficas mujeres kikuyus. Toda la parentela de Kaninu era gente agraciada, y él trajo, a cambio de sus hijas, a unas cuantas esbeltas y alborotadoras novillas de la reserva. Más de un pater familias kikuyu de este período se hizo rico por el mismo procedimiento. Me dijeron que el gran jefe de los kikuyus, Kinanjui, había enviado a más de veinte de sus hijas a los masai, recibiendo a cambio un centenar de cabezas de ganado.

Pero un año antes la reserva masai había sido puesta en cuarentena por una epidemia de glosopeda y no se podía sacar ganado de ella. Ese era un grave dilema para la existencia de Kaninu. Porque los masai eran nómadas y cambiaban su morada de acuerdo con la estación, la lluvia y los pastos, y las vacas de sus rebaños que legalmente pertenecían a Kaninu eran llevadas de un lado a otro, pudiendo estar en esos momentos a cien millas de allí, donde nadie sabía qué pasaba con ellas. Los masai eran unos tratantes de ganado sin escrúpulos con todo el mundo, y más aún con los kikuyus, a los cuales despreciaban. Eran buenos guerreros y se decía que grandes amantes. En sus manos los corazones de las hijas de Kaninu se estarían volviendo como los de las mujeres sabinas del pasado y ya no podía seguir confiando en ellas. Por tanto, el viejo y mañoso kikuyu comenzó a traer su ganado a mi granja a través del río, durante la noche, porque se suponía que el Comisionado del Distrito y el veterinario del Departamento estarían dormidos. Era un comportamiento de lo más bellaco por su parte, porque la reglamentación de la cuarentena se contaba entre las que los nativos entendían y tenían en alta estima. Si se encontraban esas vacas en mi tierra, la propia granja hubiera sido puesta en cuarentena. Por tanto, puse vigilantes por el río para ahuyentar a los criados de Kaninu, y en las noches de luna llena hubo muchas dramáticas emboscadas y veloces huidas por la corriente plateada, con las novillas, objeto de la preocupación general, chapoteando y corriendo en todas las direcciones.

Jogona, el padre del niño Wamai que había muerto, era un pobre hombre. No tenía en el mundo más que una anciana esposa y tres cabras. No tendría nunca más porque era una persona muy simple. Yo conocía muy bien a Jogona. Un año antes del accidente y de la reunión de la
kyama
hubo en la granja un terrible asesinato. Dos indios que me habían alquilado un molino río arriba y molían maíz para los kikuyus, fueron muertos una noche, robadas sus mercancías y a los asesino no se les encontró nunca. El crimen asustó a todos los comerciantes y tenderos indios de la zona, que desaparecieron como si se los llevara el viento; yo tuve que armar a Pooran Singh, en mi propio molino, con una vieja escopeta para que se quedara allí, Y aun así necesité mucha persuasión. Yo misma pensé, las primeras noches después del crimen, que había oído pasos en torno a la casa, así que durante una semana tuve un vigilante nocturno, y ese hombre era Jogona. Era muy amable y no hubiera servido de nada contra unos asesinos, pero era un anciano muy simpático y era agradable charlar con él. Tenía el aire de un alegre chiquillo, su ancho rostro mostraba una expresión pura y animada, y cada vez que me miraba se echaba a reír. Parecía muy contento de verme en la
kyama
.

Pero hasta el Corán que yo estaba estudiando por aquellos días decía: «No torcerás la justicia de la ley en beneficio del pobre». Además de mí había por lo menos un miembro de la asamblea consciente de que su propósito era esquilmar a Kaninu: el propio Kaninu. Los otros ancianos estaban allí sentados infinitamente atentos y con toda su inteligencia preparada para el desarrollo del procedimiento. Kaninu, en el suelo, se había cubierto la cabeza con su gran túnica de cuero de cabra y de vez en cuanto lanzaba un lamento o un gimoteo, como un perro cansado de ladrar y que en su miseria se limita a sobrevivir.

Los ancianos querían comenzar con el caso del niño herido Wanyangerri, porque les daba infinitas posibilidades de cháchara. ¿Cuál sería la indemnización si Wanyangerri moría? ¿Si quedaba desfigurado? ¿Y si había perdido la facultad de hablar? Farah, en mi nombre, les dijo que yo no podía discutir sobre ese asunto hasta que no fuera a Nairobi y hubiera visto al médico en el hospital. Se tragaron su decepción y prepararon sus argumentos para el próximo caso.

Era el
kyama
, les dije por mediación de Farah, quien arreglaría rápidamente el caso y no tenían por qué estar allí sentados para eso durante el resto de sus vidas. Estaba claro que no se trataba de un caso de asesinato, sino de un desgraciado accidente.

Los
kyama
honraron mi discurso con su atención, pero tan pronto como se hubo acabado mostraron su oposición.


Msabu
, nosotros no sabemos nada —dijeron—. Pero vemos que tú tampoco sabes mucho y sólo entendemos un poco de lo que nos dices. Se trata de que el hijo de Kaninu fue el que hizo el disparo. Si no, ¿por qué no está herido? Si quieres saber más de esto te lo dirá Mauge, que está aquí. Su hijo estaba allí y el disparo le arrancó una oreja.

Mauge era uno de los aparceros más ricos, una especie de rival en la granja de Kaninu. Era un hombre de aspecto muy solemne y sus palabras tenían peso, aunque hablaba muy lentamente y cada dos por tres se detenía para pensar.

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