Farah hablaba de la brujería kikuyu de una manera seca, preocupado, como si hablara de la glosopeda en la granja, que no podíamos coger nosotros, pero que podía hacer estragos en el ganado.
Me acosté tarde aquella noche pensando en la brujería que había en la granja. De entrada tenía mal aspecto, como si viniera de una antigua tumba a aplastar su rostro contra los cristales de mis ventanas. Oí a las hienas aullar a lo lejos, hacia el río. Recordé que los kikuyus tenían sus hombres lobos y ancianas que de noche tomaban la forma de hienas. Quizá la madre de Wainaina corría ahora a lo largo del río, enseñando sus dientes al aire nocturno. Y me acostumbré a la idea de la brujería, me parecía una cosa razonable, ¡tantas cosas ocurren por la noche en África!
«Esa vieja es dañina», pensé en
swaheli
, «usa sus artes para cegar a las vacas de Kaninu y deja que su nieto continúe vivo gracias a una botella de leche de mis vacas».
Pensé: «Ese accidente y las cosas que ha desencadenado están llenando de sangre la granja y yo tengo la culpa. Debo buscar nuevas soluciones, o la granja desembocará en un mal sueño, en una pesadilla. Sé lo que hay que hacer, mandaré buscar a Kinanjui».
El gran jefe Kinanjui vivía a unas nueve millas al nordeste de la granja, en la reserva kikuyu, cerca de la Misión francesa, y gobernaba sobre más de cien mil personas. Era un anciano astuto, de excelentes maneras y una grandeza real, aunque no había nacido jefe, sino que lo habían hecho muchos años atrás los ingleses, hartos del jefe legítimo de los kikuyus del distrito.
Kinanjui era amigo mío y me había ayudado en diversas Su
manyatta
, a la cual yo había ido en varias ocasiones, era tan sucia y estaba tan llena de moscas como la de cualquier otro kikuyu. Pero era mucho más grande, porque el jefe Kinanjui se había otorgado a sí mismo todos los placeres del matrimonio. La aldea estaba llena de sus mujeres, desde viejas tarascas, flacas y sin dientes, que se apoyaban en muletas, hasta esbeltas muchachas de rostros como lunas y ojos de gacela, con sus brazos y sus largas piernas enrolladas con resplandecientes aros de cobre. Sus hijos estaban por todas partes, en racimos, como las moscas. Los jóvenes, sus hijos, muy erguidos, con la cabeza llena de adornos, iban y venían siempre provocando problemas. Kinanjui me había dicho una vez que en aquel momento tenía cincuenta y cinco hijos que era
morani
.
A veces el viejo jefe se acercaba hasta mi granja, vestido con una vistosa túnica de piel, acompañado por dos o tres senadores de blanca cabellera y unos cuantos de sus hijos guerreros, en una visita amistosa o para descansar un momento de sus asuntos de gobierno. Se pasaba la tarde en una butaca de la veranda que yo hacía sacar hasta el prado para él, fumando los cigarros que yo le enviaba, y sus consejeros y sus guardias permanecían acuclillados en torno suyo. Mis sirvientes y aparceros, cuando se enteraban que había venido, se acercaban y se agrupaban a su alrededor, entreteniéndolo con los acontecimientos de la granja; la compañía era una especie de club político reunido bajo los árboles. Kinanjui se comportaba en esas reuniones con un estilo muy personal: cuando pensaba que las discusiones se estaban prolongando demasiado, se echaba hacia atrás en la butaca, y aunque su cigarro seguía encendido, cerraba los ojos y su respiración se hacía profunda y lenta, en un ronquido bajo y regular, una especie de sueño oficial,
pro forma
, que solía utilizar en las reuniones de su consejo de Estado. En algunas ocasiones yo llevaba una butaca fuera para hablar con él, y en estos casos Kinanjui mandaba irse a todos, para señalar que desde ese momento el mundo iba a ser gobernado en serio. Cuando yo lo conocí ya no era el que había sido, porque la vida lo había desgastado mucho. Pero cuando hablábamos libre y francamente, en privado, demostraba una mente original, un espíritu rico, audaz e imaginativo; había meditado mucho sobre la vida y tenía sólidas opiniones sobre ella.
Unos pocos años antes ocurrió una cosa que fortaleció la amistad entre Kinanjui y yo.
Llegó a casa un día cuando estaba almorzando con un amigo que viajaba por el país; no podía ocuparme del jefe kikuyu hasta que mi amigo se fuera. Kinanjui suponía que le ofrecería una copa mientras esperaba, después de su largo paseo al sol, pero no tenía suficiente bebida de una sola clase, de manera que mi invitado y yo llenamos un vaso con todo tipo de licores fuertes que tenía en casa. Pensé que cuanto más fuerte se lo hiciera mejor aguantaría la espera, y se lo llevé yo misma fuera de casa. Pero Kinanjui, después de humedecerse los labios con una cortés sonrisa, me lanzó la mirada más profunda que me ha lanzado un hombre, echó para atrás la cabeza y vació el vaso de un solo trago.
Media hora más tarde, cuando mi amigo acababa de irse, mis sirvientes vinieron y me dijeron:
—Kinanjui ha muerto.
Pensé en aquel momento en la tragedia y el escándalo que se me venían encima como sombras sepulcrales. Salí a verlo.
Yacía en el suelo, en la penumbra de la cocina, con el rostro sin expresión, los labios azulados y los dedos fríos como los de un muerto. Era como haber matado a un elefante: por un acto tuyo una criatura poderosa y majestuosa, que se paseaba por el mundo y tenía sus opiniones sobre todas las cosas, no volvería a levantarse. Se le veía también humillado, porque los kikuyus habían vertido agua encima de él y le habían quitado su túnica de piel de mono. Desnudo era como un animal cuando le has quitado el trofeo por el cual lo has matado.
Pensé en mandar a Farah a buscar al médico, pero no conseguimos hacer arrancar el automóvil y la gente de Kinanjui nos pidió que esperáramos un poco más antes de hacer nada.
Una hora después, cuando iba a ir otra vez, con el corazón acongojado, a hablar con ellos, vinieron mis criados y me dijeron:
—Kinanjui se ha ido a casa.
Según parece se había puesto repentinamente en pie, se echó la túnica encima, sus servidores le rodearon y se puso a andar, haciendo las nueve millas hasta su aldea sin decir una sola palabra. Después de esto, me parece, Kinanjui pensó que yo había asumido un riesgo, incluso que me había expuesto a un peligro, porque no estaba permitido dar alcohol a los nativos para hacerle feliz. Volvió a la granja varias veces y fumaba un cigarro con nosotros, pero no volvió a mencionar una copa. Se la hubiera dado si la hubiera pedido, pero yo sabía que no iba a pedirla nunca más.
Envié un mensajero a la aldea de Kinanjui y le expliqué todo el asunto del accidente. Le pedí que viniera a la granja para acabar con aquello de una vez. Le insinué que podíamos dar a Wainaina la vaca y la cabra de la que había hablado Kaninu y dejar así que se acabara el asunto. Esperé con ansiedad la llegada de Kinanjui, porque tenía la cualidad que todos valoramos en un amigo, y es que era eficaz.
Con mi carta, el caso, que durante un tiempo parecía calmado, se encrespó de nuevo y terminó dramáticamente.
Una tarde, cuando cabalgaba de vuelta a mi caso, vi un automóvil que venía por el camino a tremenda velocidad, tomando una curva sobre dos ruedas. Era un automóvil escarlata, con muchos adornos de níquel. Sabía que pertenecía al cónsul norteamericano en Nairobi y me pregunté qué urgente asunto podía traer al cónsul a mi casa a semejante velocidad. Pero cuando estaba dejando el caballo en la parte trasera de la casa, Farah apareció para decirme que acababa de llegar el jefe Kinanjui. Venía en su propio automóvil, porque el día anterior se lo había comprado al cónsul norteamericano y no iba a salir hasta que no le viera.
Me encontré a Kinanjui sentado muy derecho en el automóvil, como si fuera un ídolo. Llevaba una larga túnica de pieles de mono azul, y en la cabeza un casquete del tipo que los kikuyus hacen con estómagos de oveja. Siempre había tenido una figura impresionante, alto, y robusto, sin un gramo de grasa encima; su rostro también era altivo, grande y huesudo, con la frente hacia atrás como la de un piel roja. Tenía una nariz ancha, tan expresiva que parecía como si fuera el punto central del hombre, como si toda la imponente figura existiera sólo para sustentar aquella nariz. Como la trompa de un elefante, era a la vez inquisitiva y extremadamente sensible y prudente, tan dispuesta a la ofensiva como la defensiva. Y, en fin, Kinanjui hubiera tenido una cabeza tan noble como la de un elefante, si no fuera o tan astuto.
Kinanjui escuchó mis cumplidos sobre el automóvil sin abrir la boca y sin pestañear, mirando fijamente al frente, de manera que yo sólo veía su rostro de perfil, como una cabeza grabada en una medalla. Mientras yo daba vueltas al coche, él volvía su cabeza de manera que su regio perfil se dirigía siempre hacia mí, quizá porque verdaderamente estaba pensando en la cabeza del rey que había en las rupias. Uno de sus hijos más jóvenes era el conductor y el motor estaba ardiendo. Cuando hubo terminado la ceremonia invité a Kinanjui a salir del automóvil. Recogió su gran túnica alrededor de su cuerpo con un gesto majestuoso y descendió. En aquel momento dio un paso atrás de dos mil años para ser juez kikuyu.
En la pared occidental de mi casa había un asiento de piedra y, frente a él, una mesa hecha con una piedra de molino. Esa piedra tenía una trágica historia: era la muela superior del molino de los dos indios asesinados. Después del asesinato nadie se atrevió a hacerse cargo de aquel. Permaneció vacío y silencioso durante un largo tiempo e hice traer la piedra hasta mi casa para tener una mesa que me recordara Dinamarca. Los molineros indios me habían dicho que su piedra de molino había venido a través del mar desde Bombay, porque las piedras de África no son lo suficientemente duras para el trabajo de molturación. En la parte superior había tallado un motivo y tenía unas grandes manchas, que mis sirvientes decían que eran la sangre de los indios y que nunca se pudieron quitar. La piedra de molino se convirtió en el centro de la granja, porque yo solía sentarme allí cuando hacía mis tratos con los nativos. Desde el asiento de piedra y la piedra de molino, Denys Finch-Hatton y yo vimos un Año Nuevo, la luna nueva y los planetas Venus y Júpiter juntos, formando un grupo en el cielo; era una visión tan radiante que apenas podías creer que fuera real, y nunca más la volví a tener.
Me senté en el banco con Kinanjui a mi izquierda. Farah estaba de pie a mi derecha y desde allí podía vigilar a los kikuyus, que se habían reunido en torno a la casa y que habían venido al difundirse la noticia de que Kinanjui estaba en la granja.
La actitud de Farah hacia los nativos del país era algo pintoresca. Al igual que las vestiduras y el porte de los guerreros masai, no era cosa de día anterior: era el producto de siglos. Las fuerzas que la habían levantado construyeron también grandes edificios de piedra, pero se derrumbaron en el polvo hace muchos años.
Cuando acabas de llegar al país y desembarcas en Mombasa, ves las ruinas de piedra gris de casas, minaretes y pozos entre los baobab de color gris claro, que no parecen pertenecer a ninguna clase de vegetación terrestre, sino que son porosas fosilizaciones, belemnitas gigantescos. Las mismas ruinas se encuentran por toda la costa, en Takacinga, Kalifi y Lamy. Son los restos de las ciudades de los antiguos comerciantes árabes en marfil y esclavos. Las embarcaciones de los comerciantes conocían bien todos los canalizos africanos y hollaban las azules sendas hasta la plaza del mercado de Zanzíbar. Los conocían desde los tiempos en que
Aladino envió al sultán cuatrocientos esclavos negros cargados con joyas, y desde que la sultana gozaba con su amante negro mientras su marido cazaba, por lo que fue muerta.
Probablemente al enriquecerse esos grandes mercaderes llevaron consigo sus harenes a Mombasa y Kalifi y se establecieron en sus villas, frente a los largos rompientes del océano y los florecientes árboles de color rojo, mientras enviaban expediciones a las tierras altas.
Porque de aquel país áspero y salvaje, de las llanuras ardientes y secas y de las desconocidas extensiones sin agua, de la tierra de las grandes acacias que bordeaban los ríos y de las diminutas y olorosas florecillas silvestres de las tierras negras, procedía su riqueza. Aquí, junto al techo de África, vagaban los pesados, los sabios y majestuosos portadores de marfil. Estaban ensimismados en sus pensamientos y querían que les dejaran en paz. Pero les seguían y cazaban con flechas envenenadas los pequeños y oscuros wanderobos, y con largas escopetas recamadas en plata, que se cargaban por la boca, los árabes; los atrapaban y metían en fosos por sus largos y parduscos colmillos, mientras los mercaderes se sentaban y esperaban en Zanzíbar.
Aquí también se talaban y quemaban pequeños trozos de bosque, para plantar boniatos y maíz por una nación tímida y amante de la paz, que no servía ni para combatir ni para inventar, pero que quería que la dejaran tranquila y que, como el marfil, era muy solicitada en el mercado. Por allí se reunían los pájaros de presa grandes y pequeños.
Tous les tristes oiseauxmangeurs de chair humaine…
S’assemblent. Et les uns laissant un cráne chauve,
Les autres auxgibets essuyant leur bec fauve
D ’autres, d’un mat rompu quittant les noirs agreés…
Llegaron los árabes fríos y sensuales, que despreciaban la muerte, cuyas mentes, cuando no se ocupaban de los negocios, se dedicaban a la astronomía, el álgebra y sus harenes. Con ellos vinieron sus nuevos medio hermanos ilegítimos, los somalíes —impetuosos, pendencieros, abstemios y avaros, celosas mahometanos para compensar su bajo nacimiento y más fieles a los mandamientos del profeta que los hijos legítimos—. Con ellos venían los
swaheli
, esclavos y de corazón esclavo, crueles, obscenos, ladrones, llenos de sentido común y bufones, proclives a engordar con los años.
Se encontraron con los pájaros de presa nativos de las tierras altas.
Llegaron los masai, silenciosos como altas y estrechas sombras negras, con lanzas y pesados escudos, recelosos hacia los extranjeros, con las manos pintadas de rojo, para vender a sus hermanos.
Los diferentes pájaros se sentaron y hablaron. Farah me contó que en el pasado, antes de que los somalíes trajeran sus propias mujeres desde Somalia, sus jóvenes sólo podían casarse con las hijas de los masai entre todas las tribus del país. Debió de ser en todos los aspectos una extraña alianza. Porque los somalíes eran un pueblo religioso y los masai no tienen ningún tipo de religión, no demostraban ni el más mínimo interés por lo que había por encima de la tierra. Los somalíes son limpios y se preocupan mucho de sus abluciones e higiene, mientras que los masai son una nación sucia. Los somalíes también otorgan gran importancia a la virginidad de sus doncellas, pero las muchachas masai se toman la moral muy a la ligera. Farah me lo explicó una vez. Los masai, me dijo, no han sido nunca esclavos. No pueden serio, hasta se mueren en prisión. Se mueren si los encierran tres meses, de modo que la ley inglesa del país no considera la pena de encarcelamiento, sino el castigo mediante multas. Esta rigurosa incapacidad de seguir vivos bajo el yugo ha dado a los masai, entre todas tribus nativas, un lugar especial entre la aristocracia emigrante.