Memorias de África (19 page)

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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

BOOK: Memorias de África
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Los kikuyus, cuando van a una ngoma, se frotan el cuerpo con un tipo particular de tiza de color rojo pálido, de la que hay mucha demanda; les da un aspecto curiosamente rubio. El color no pertenece ni al mundo vegetal ni al animal, con él los jóvenes parecen fosilizados, como estatuas excavadas en la roca. Las chicas con sus recatados vestidos de cuero curtido, adornados con abalorios, se cubren de tierra hasta confundirse con ella —estatuas vestidas, en las cuales los pliegues y colgaduras son delicadamente formados por un artista experimentado—. Los muchachos van desnudos a una ngoma, pero en estas ocasiones cuidan mucho su peinado, se echan tiza sobre la cabellera y las coletas, y llevan muy altas sus cabezas de piedra caliza. Durante mis últimos años en África el Gobierno prohibió a la gente ponerse tiza en la cabeza. En ambos sexos el aderezo es lo que más importa: ni los diamantes ni otros grandes adornos dan a quienes los llevan un aire tan de gala. Sea cual sea la distancia a la que te halles de un grupo de kikuyus teñidos de rojo marchando, sientes el aire vibrar festivamente.

Una danza al aire libre durante el día sufre de falta de limitación. El escenario es demasiado grande —¿dónde empieza y dónde acaba?—. Las pequeñas figuras de los danzarines individuales pueden estar teñidas de arriba a abajo, con la parte trasera entera de un avestruz flotando sobre sus cabezas y como bravos caballeros, con espuelas en los talones hechas de piel de mono Colobus, pero se les ve diseminados bajo los pequeños árboles: El espectáculo —en el que grandes y pequeños corros de bailarines, grupos de espectadores por todas partes y chiquillos que corren de un lado para otro— te obliga a estar mirando constantemente de aquí para allá. Toda la escena recuerda a esas viejas pinturas de batallas vistas desde una elevación del terreno, en las cuales puedes ver a la caballería que avanza por un lado, mientras la artillería toma posiciones por otro, y aisladas figuras de oficiales de órdenes galopan diagonalmente por el campo.

Los ngomas diurnos son, además, muy ruidosos. La música de danza de las flautas y los tambores queda con frecuencia ahogada por el clamor del público, las bailarines lanzan un extraño, prolongado y curioso aullido cuando en una de las figuras ejecutadas por los bailarines un moran da un salto, o blande la lanza sobre su cabeza de una manera excepcionalmente hermosa. Sentados en la hierba los viejos seguían conversando agradablemente y sin parar. Era bonito ver a una pareja de viejas kikuyus pasándolo bien, con una calabaza entre ellas, charlando tan contentas, presumiblemente de los días en que ellas destacaban en el corro de danzas, los rostros radiantes de felicidad, mientras, por la tarde, el sol comienza a bajar y el tembu de la calabaza también. A veces, cuando una pareja de viejos maridos se acercaba al grupo, una de las mujeres se levantaba fresca de sus recuerdos, moviendo los brazos, y daba uno o dos pasos rápidos en puro estilo ndito. La multitud no se fijaba en ella, pero era entusiásticamente aplaudida por el pequeño círculo de sus contemporáneos.

Pero las ngomas nocturnas eran mucho más serias.

Se celebraban sólo en otoño, después de la recolección del maíz y durante la luna llena. Pienso que no tienen ninguna significación religiosa para ellos, pero quizá la tuvieron alguna vez; la actitud de los intérpretes y de los espectadores sugiere un momento sagrado y misterioso. Los bailarines podrían tener mil años. Algunas de las danzas —plenamente aprobadas por las madres y las abuelas de los danzarines— eran consideradas inmorales por los colonos blancos, pues pensaban que debían ser prohibidas por la ley.

Una vez, cuando volví de unas vacaciones en Europa, me encontré con que en plena recolección del café veinticinco de mis jóvenes guerreros habían sido enviados a la cárcel por mi administrador por haber bailado una danza prohibida en un ngoma nocturna en la granja. Mi administrador me informó que su esposa no pudo soportar aquella danza. Cuando reñí a los mayores de los aparceros por haber celebrado su ngoma cerca de la casa de mi administrador, me explicaron gravemente que habían estado danzando en la
manyatta
de Kathegu, a cuatro o cinco millas de allí. Luego me fui a Nairobi a hablar del asunto con el comisionado del Distrito, que dejó que todos los bailarines volvieran a la granja a recoger café. Las danzas nocturnas eran un hermoso espectáculo. Aquí no tenías dudas sobre el escenario, estaba formado por las hogueras y se extendía hasta donde llegaba la luz, porque el fuego era el principio central de la ngoma. En realidad no es necesario para la danza, porque la luz de la luna en las tierras altas africanas es maravillosamente clara y blanca; creaba un gran efecto. El fuego convertía el lugar del baile en un escenario de primera categoría: reunía todos los colores y movimientos dentro de una unidad.

Los nativos pocas veces exageran un efecto. No encendían grandes hogueras. Las aparceras de la granja, que se consideraban las anfitrionas de la fiesta, traían la leña durante el día antes de la danza y la apilaban en el centro del redondel. Las ancianas, que honraban el baile con su presencia, se sentaban alrededor de la pila central, y desde allí alimentaban una fila de pequeñas hogueras, que era como un círculo de estrellas, a lo largo de la noche. Los bailarines volvían a danzar y correr en torno a las hogueras, con el bosque nocturno como trasfondo. El lugar debía ser lo bastante grande porque el calor y el humo no molestara los ojos de los viejos espectadores, pero era un lugar cerrado en el mundo, como una casa grande con todos dentro.

Los nativos carecen del sentido o el gusto del contraste, el cordón umbilical de la naturaleza no ha sido cortado en ellos del todo. Celebran sus ngomas sólo durante el tiempo de la luna llena. Cuando la luna daba lo mejor de sí ellos daban lo mejor de ellos mismos. Cuando el paisaje se bañaba y nadaba en una delicada y poderosa luz que venía del cielo, a la gran iluminación sobre África añadían su pequeño resplandor rojo.

Los invitados llegan en pequeños grupos, a veces tres o cuatro a la vez, a veces doce o quince —amigos que vienen juntos porque se han citado o que se han añadido a la compañía durante el camino—. Muchos de estos bailarines han caminado durante quince millas para llegar a la ngoma. Cuando viajan muchos juntos traen consigo flautas y tambores, así que, en la noche del gran baile, todos los caminos y senderos de la comarca resuenan y retiñen con la música, como cascabeles que se agitan bajo la luna. Al llegar al círculo donde se celebra la danza los caminantes se detienen y esperan a que se abra para ellos; a veces, cuando vienen desde muy lejos o son hijos de los grandes jefes vecinos, son recibidos por los ancianos aparceros, por los mejores bailarines de la granja o por los monitores de la danza.

Los monitores de la ngoma eran jóvenes de la granja como los otros, pero debían hacer respetar el ceremonial y se aprovechaban de su posición. Antes de que comenzara la danza se pavoneaban arriba y abajo frente a los bailarines con el ceño fruncido y expresión grave; a medida que la danza se iba haciendo más animada corrían de un lado a otro para que todo marchara como era debido. Iban eficazmente armados llevando haces de palos atados, cuyo extremo mantenían encendido metiéndolo de cuando en cuando en la hoguera. Vigilaban de cerca a los bailarines y en el momento que veían algo que no les gustaba se acercaban en seguida; con una terrible expresión y un furioso gruñido lanzaban todo el haz de palos con el extremo encendido por delante, contra el cuerpo del transgresor. La víctima se doblaba por el golpe, pero no emitía el menor sonido. Tal vez una quemadura de esta clase no era una herida deshonrosa como recuerdo de una ngoma.

En una de las danzas las muchachas se apoyaban pudorosamente sobre los pies de los jóvenes guerreros y los ceñían por la cintura, mientras ellos, con los brazos estirados a cada lado de la cabeza de la muchacha, cogían la lanza con ambas manos, y la levantaban de vez en cuando tirándola al suelo con toda su fuerza. Era un bonito cuadro ver a las jóvenes de la tribu buscando refugio en el pecho de sus hombres contra algún gran peligro, y a los hombres protegiéndolas, incluso dejándoles pisar sus pies, contra las serpientes u otros peligros del suelo. A medida que se desarrolla la danza durante horas y horas, los rostros de los bailarines toman una expresión de éxtasis angélico, como si verdaderamente estuvieran dispuestos a morir unos por otros.

Había otras danzas en las cuales los bailarines corrían de un lado a otro entre las hogueras, donde un bailarín principal daba grandes saltos y brincos, con mucha oscilación de lanzas; se inspiraba, me parece, en la caza del león.

Había cantantes en las ngomas, al igual que flautas y tambores. Algunos de esos cantantes eran famosos en todo el país y se les hacía venir desde muy lejos. Su canto era más bien un recitado rítmico que una canción. Eran improvisadores y hacían sus baladas espontáneamente, uniéndoselas el rápido y atento coro de los bailarines. Daba gusto escuchar, en el aire nocturno, alzarse una suave voz, como el llamamiento regularmente repetido y medido de las jóvenes voces. Pero a medida que pasaba la noche, acompañado de vez en cuando por los tambores, se convertía en algo mortalmente monótono y extraordinariamente penoso de oír, como si no pudieras soportarlo ni un momento más, ni quisieras que se parara.

El cantante más famoso de mi época procedía de Dagoretti. Tenía una voz clara y fuerte y era, además, un gran bailarín. Mientras cantaba paseaba o corría por el redondel del baile dando largos, deslizantes pasos, medio arrodillándose. Ponía su mano al lado de la boca; probablemente lo hacía para concentrar el sonido, pero parecía como si confiara un gran y peligroso secreto a la congregación. Parecía el propio eco africano. Era capaz de llenar de felicidad o de sentimientos belicosos a su público o hacerle desternillar de risa. Cantaba una formidable canción, una canción guerrera, en la cual el cantante, me parece, se imagina que corre de aldea en aldea, para llamar a la nación a la guerra, y describe las matanzas y el botín. Hace cien años hubiera hecho que la sangre de los emigrantes blancos se les helara en las venas, pero por lo general no era tan terrorífico. Una noche cantó tres canciones, que pedí a Kamante que me tradujera. La primera era fantástica: se imaginaba que todo el grupo de bailarines se encontraba un barco y navegaba hasta
Volaia
. La segunda canción, me explicó Kamante, era en alabanza de las ancianas, las madres y las abuelas del cantante y de los danzantes. Aquella canción sonaba muy dulce, era larga y debía de describir detalladamente la sabiduría y la bondad de las desdentadas y calvas mujeres kikuyus, que escuchaban junto a la pila de leña en el centro de la pista, moviendo la cabeza. La tercera canción era corta, pero provocó grandes carcajadas en todo el mundo, el cantante tenía que elevar su aguda voz por ser escuchado y se reía también mientras cantaba. Las ancianas, que estaban de buen humor por los elogios que les habían hecho, batían sus muslos y estaban boquiabiertas, como cocodrilos. Kamante se mostró reacio a traducirla para mí; me dijo que era absurda y me la abrevió muchísimo. El tema era simple: después de una epidemia de peste, el Gobierno había puesto precio a cada rata muerta que se llevara al comisionado del distrito. La canción describía como las ratas, perseguidas universalmente, buscaban refugio en los lechos de las mujeres viejas y jóvenes, y lo que allí hacían. Debía de ser muy divertida en los detalles, que yo no entendía; Kamante, que me la traducía contra su voluntad, no podía reprimir una agria sonrisa. En una de las ngomas nocturnas ocurrió un dramático incidente.

La ngoma era una fiesta de despedida que dieron en mi honor un poco antes de que yo me fuera a hacer una visita a Europa. Era un buen año, se celebró por todo lo alto, había mil quinientos kikuyus presentes. La danza llevaba unas pocas horas: salí a echar un vistazo antes de irme a la cama, me pusieron una butaca con el respaldo dando a una de las cabañas de los criados, y yo charlaba con una pareja de viejos aparceros.

De pronto hubo una gran conmoción en el corro de bailarines, un profundo movimiento de sorpresa y de miedo, un curioso sonido, como cuando el viento sopla entre los juncos. La danza fue disminuyendo, disminuyendo, pero no murió del todo. Pregunté a uno de los ancianos qué pasaba. Me contestó en voz baja:
«Masai na-kudja»
(vienen los masai).

La noticia la había traído un mensajero, porque pasó cierto tiempo antes de que ocurriera algo más, probablemente los kikuyus lo habían mandado de vuelta para decir a sus invitados que podían venir. Iba contra la ley que los masai fueran a una ngoma kikuyu, pues en el pasado había habido muchos problemas por este tipo de cosas. Mis sirvientes vinieron y se pusieron detrás de mi butaca; todo el mundo miraba hacia la entrada de la pista de baile. Cuando llegaron los masai, la danza se detuvo por completo.

Eran doce jóvenes guerreros masai los que llegaron y cuando hubieron dado unos pasos se detuvieron, esperaron, sin mirar ni a derecha ni a izquierda; parpadeaban un poco ante el fuego. Iban completamente desnudos, sin más adornos que sus armas y sus magníficos peinados. Uno de ellos llevaba la cabeza de león que un moran porta en la guerra. Desde la rodilla hasta el pie llevaba una ancha banda escarlata pintada verticalmente, como si le corriera la sangre por la pierna. Permanecían erguidos, las piernas rígidas, las cabezas hacia atrás, silenciosos y mortalmente serios, en una actitud que era la vez la del conquistador y la del prisionero. Se sentía que habían venido a la ngoma contra su propia voluntad. El monótono batir de los tambores había llegado hasta la reserva a través del río, seguido, sin parar, y había inquietado el corazón de los jóvenes guerreros; doce de entre ellos no pudieron resistir la llamada.

Los kikuyus estaban profundamente conmocionados también, pero se comportaron bien con sus invitados. El bailarín principal de la granja les dio la bienvenida en la pista de baile, donde se metieron en profundo silencio, y la danza comenzó una vez más. Sin embargo, era diferente a como había sido antes, el aire estaba cargado. Los tambores comenzaron a batir con voz más grave y con un ritmo más rápido. Si la ngoma hubiera continuado hubiéramos asistido a un gran espectáculo, cuando los kikuyus y los masai se entregaran a mostrar su vigor y su habilidad como bailarines. Pero no siguió: hay cosas que no pueden marchar por mucha buena voluntad que se les eche.

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