Memorias de África (22 page)

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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

BOOK: Memorias de África
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Al hijo de Farah nacido en la granja, Ahamed, le llamaban Sauce, que significa, creo, sierra. En su corazón no había la menor traza de la timidez de los niños kikuyus. Cuando era un pequeño, envuelto como una bellota, sin casi cuerpo para su oscura cabeza, se sentaba muy recto y te miraba directamente a la cara: era como tener un pequeño halcón en la mano, o un cachorro de león en las rodillas. Había heredado la alegría de su madre y cuando pudo empezar a correr se convirtió en un divertido y gran aventurero, que ejerció mucha influencia en el joven mundo nativo de la granja.

IV
El viejo Knudsen

A veces había visitantes de Europa que afluían a la granja como restos de un naufragio llevados hasta aguas tranquilas, giraban y giraban hasta que, al final volvían mar adentro, o se disolvían y hundían.

El viejo Knudsen, el danés, vino a la granja enfermo y ciego, y permaneció en ella hasta que murió como un animal solitario. Paseaba por los caminos abrumado por sus miserias; era una tarea tan dura que le dejaba sin fuerzas, y durante largo períodos no decía ni una palabra, o cuando hablaba, su voz como la de un lobo o de una hiena, era un alarido.

Pero cuando recobraba aliento y pasaba un tiempo sin dolores, el fuego agonizante lanzaba chispas una vez más. Venía a verme y me explicaba cómo había luchado contra su mórbida disposición a la melancolía, una absurda tendencias a verlo todo negro. Tenía que razonar sobre ello, porque las circunstancias no eran tan malas, el diablo se lo lleve, no eran tan despreciables. Sólo pesimismo, pesimismo, ¡menudo vicio!

Fue Knudsen quien me aconsejó que hiciera carbón de leña para vendérselo a los indios de Nairobi en un momento especialmente malo para la granja. Me aseguró que se ganarían millares de rupias.

Y no podía fallar bajo la dirección del viejo, porque una vez, en un momento de su tumultuosa carrera, se había ido hasta la parte más lejana del norte de Suecia y había aprendido al dedillo el oficio. Asumió el trabajo de enseñarles a los nativos aquel arte. Mientras trabajamos juntos en el bosque hablé mucho con el viejo Knudsen. Hacer carbón de leña es un trabajo agradable. Hay algo de embriagador en ello y es sabido que los que lo fabrican ven las cosas de una manera diferente al resto de la gente; son dados a la poesía y a las fantasías, y los duendes del bosque les hacen compañía. Cuando el horno de combustión está incandescente y se abre, es hermoso ver cómo el carbón de leña sale expulsado y se desparrama por el suelo. Liso como la seda, materia defecada, ligera de peso e imperecedera la pequeña, oscura y experta momia de la madera.

La
mise-en-scene
del arte de quemar carbón de leña está llena de belleza. Como se cortan solamente las matas, porque el carbón de leña no se puede hacer de madera gruesa, trabajábamos bajo las copas de los árboles altos. En la paz y quietud sombría del bosque africano, la madera cortada olía como grosellas; y el punzante, fresco, exuberante y agrio olor del horno incandescente era tonificante como la brisa marina. Todo el lugar adquiría una atmósfera teatral, lo cual, como por debajo del Ecuador no hay teatros, tenía un encanto infinito. Las delgadas espirales de humo azul que salen de los hornos se levantan a distancias regulares y los propios hornos oscuros parecen como tiendas de campaña en el escenario; el campamento de unos contrabandistas o de soldados en una ópera romántica. Las oscuras figuras de los nativos se movían sin ruido. Cuando has limpiado la maleza en un bosque africano acude siempre una gran cantidad de mariposas, a las que parece que les gusta reunirse en las cepas. Todo era misterioso e inocente. Allí entonaba muy bien la encorvada figurilla del viejo Knudsen, todo agitado, pelirrojo, ágil. Ahora que tenía un trabajo que le gustaba, criticaba y animaba, como un Puck que se hubiera hecho viejo, ciego y muy malicioso. Era muy concienzudo en su trabajo y sorprendentemente paciente con sus discípulos nativos. No siempre estábamos de acuerdo. Cuando era una muchacha fui a una escuela de pintura en París donde aprendí que los olivos hacen el mejor carbón de leña, pero Knudsen me explicó que los olivos no tenían nudos y, ¡siete mil demonios del Infierno!, todo el mundo sabe que el corazón de las cosas está en sus nudos.

Una circunstancia particular en el bosque calmó el mal genio de Knudsen. Los árboles africanos tienen un follaje delicado, la mayor parte de las veces digitado, así que cuando has talado el denso matorral, ahuecando el bosque, por así decirlo, la luz es casi como la de un hayedo en el mes de mayo en mi patria, cuando apenas han brotado o están empezando a brotar las hojas. Llamé la atención de Knudsen sobre el parecido y la idea le encantó, porque mientras fabricábamos el carbón de leña se le ocurrió una fantasía: estábamos en una excursión del domingo después de Pentecostés en Dinamarca. Le puso a un viejo tronco hueco el nombre de de Lottenburg, que es el nombre de un lugar de diversión cerca de Copenhague. Cuando escondí unas cuantas botellas de cerveza danesa en el interior de Lottenburg y le invité a beberlas, condescendió a decir que era una buena broma.

Cuando teníamos todos nuestros hornos de combustión encendidos nos sentábamos y hablábamos de la vida. Aprendí muchas cosas acerca del pasado de Knudsen y de las extrañas aventuras que le ocurrieron por donde iba. En esas conversaciones había que hablar del viejo Knudsen, el más honrado de los hombres, o te hundías en el más negro pesimismo contra el cual te prevenía. Había probado de todo: naufragios, peste, peces de colores increíbles, remolinos, trombas de agua, soles al mismo tiempo en el cielo, falsos amigos, negra villanía, breves éxitos y lluvias de oro que se secaban inmediatamente de nuevo. Un fuerte sentimiento recorría toda su odisea: la abominación de la ley en cualquiera de sus manifestaciones. Era un rebelde nato que veía un camarada en todos los proscritos. Para él un acto contra la leyera un acto heroico. Le gustaba hablar de reyes y familias reales, bufones, enanos y lunáticos, porque consideraba que estaban fuera de ella, y también de cualquier crimen, revolución, broma y burla que fuera en contra suya. Sentía un profundo desprecio por los buenos ciudadanos y el respeto a la ley le parecía un signo de espíritu servil. Ni siquiera respetaba o creía en la ley de la gravedad, como aprendí mientras cortábamos árboles juntos. No veía por qué razón la gente sin prejuicios y emprendedora no podía cambiada exactamente en sentido contrario.

Knudsen ansiaba grabar en mi mente los nombres de la gente que había conocido, sobre todo el de los estafadores y sinvergüenzas. En sus narraciones nunca aparecía el nombre de una mujer. Era como si el tiempo hubiera barrido de su mente tanto a las dulces muchachas de Elsinore, como a las insensibles mujeres de los puertos de todo el mundo. Al mismo tiempo, cuando hablaba con él, notaba la presencia constante de una mujer desconocida. No puedo decir qué fue: esposa, madre, maestra o mujer de su primer jefe. En mis pensamientos la llamaba la señora Knudsen. La imaginaba bajita porque él también era bajito. Era la mujer que echa a perder los placeres del hombre y que además siempre tiene razón. La esposa de los sermones en la cama y el ama de casa de los grandes días de limpieza, la que fastidia todas las iniciativas, la que lava la cara a los niños y quita la copa de ginebra de la mesa, la que personifica la ley y el orden. En sus exigencias de poder absoluto tiene cierto parecido con la divinidad femenina de las mujeres somalíes, sólo que la señora Knudsen no soñaba con esclavizar mediante el amor, sólo gobernaba mediante el razonamiento y la rectitud. Knudsen debió de encontrársela cuando era joven, cuando su espíritu era lo suficientemente moldeable como para recibir una impresión imborrable. Huyó de su lado por mar, porque ella lo odiaba y no se le acercaba nunca, pero en tierra de nuevo, allí en África, no podía escapar porque seguía con él. En salvaje corazón, bajo su cabellera blanquirroja, la temía más que a cualquier hombre y sospechaba que cualquier mujer era en realidad la señora Knudsen disfrazada.

Nuestro carbón de leña no resultó un éxito financiero. De vez en cuando uno de los hornos de combustión ardía accidentalmente y nuestros beneficios se hacían humo. Knudsen se mostró muy preocupado por nuestro fracaso y especulaba sobre él; por fin manifestó que nadie en el mundo podía fabricar carbón de leña si no disponía de una buena cantidad de nieve a mano.

Knudsen también me ayudó a hacer un estanque en la granja. La carretera de la granja atravesaba una amplia depresión cubierta de hierba, donde había un manantial, y se me ocurrió construir una presa y convertir el lugar en un lago. Siempre se anda escaso de agua en África. Podía ser una ventaja para el ganado beber en el campo y ahorrarse un largo viaje hasta el río. Esta idea de una presa ocupó día y noche a toda la granja y hablábamos constantemente del tema al final, cuando se terminó, apareció ante nosotros como un triunfo majestuoso. Tenía doscientos pies de larga. El viejo Knudsen se tomó un gran interés y enseñó a Pooran Singh a fabricar un cangilón. Cuando estuvo construida la presa comenzamos a tener problemas porque no podía contener el agua cuando, después de un largo período de sequía, comenzaban las grandes lluvias; cedía en varios sitios y más de una vez fue casi barrida. Fue Knudsen quien tuvo la idea de fortalecer el terraplén llevando a los bueyes de la granja y al ganado de los aparceros a pisar la presa cuando iban hacia el estanque a beber. Cada cabra y oveja tenía que contribuir a la gran obra y reforzar la estructura. Tuvo varias furiosas broncas con los pastorcillos porque Knudsen se empeñaba en que el ganado pasara lentamente y los salvajes y jóvenes
totos
en que lo hicieran galopando, con los rabos levantados. Por último cuando me puse de parte de Knudsen y venció a los totos, a la larga fila de ganado, marchando parsimoniosamente a lo largo de la estrecha orilla, parecía, al dibujarse contra el cielo, como la procesión de los animales de Noé hacia el arca. El propio Knudsen contándolos con el bastón bajo el brazo, parecía constructor de barcos Noé, feliz por pensar que muy pronto se hundirían todos menos él.

Con el tiempo tuve una gran extensión de agua, en algunos lugares de una profundidad de siete pies; la carretera atravesaba el estanque y quedó muy bien. Con el tiempo construimos dos estanques más abajo y de esa manera se formó una hilera de ellos, que parecían perlas ensartadas. El estanque se convirtió en el corazón de la granja. Bullía de vida, rodeado de ganado y de niños, y en la estación cálida, cuando los pozos se secaban en las praderas y en las colinas, aparecían los pájaros: garzas, ibis, martín pescador, codornices y docenas de variedades de gansos y patos. Por la tarde, al salir las primeras estrellas en el cielo, solía pasear hasta el estanque y sentarme; luego los pájaros volvían a sus nidos. Los pájaros que nadan vuelan con un propósito, al contrario que los otros pájaros: viajan, van de un lado para otro, ¡y qué es lo que no verán en sus vuelos nocturnos! El pato termina su órbita bajo el cielo despejado como un espejo, lanzándose sin ruido en picado hacia el agua oscura, como puntas de flechas lanzadas hacia atrás por un arquero celestial. Una vez cacé un cocodrilo en el estanque, fue algo muy extraño, porque debió de vagar unas doce millas desde el río Athi hasta llegar allí. ¿Cómo pudo saber que había agua en un sitio que nunca la había tenido antes?

Cuando concluimos el primer estanque, Knudsen me comunicó su plan de poner en él peces. En África había una especie de perca, de muy buen sabor, y cavilábamos sobre cómo podríamos tener pesca abundante en la granja. No era fácil de conseguir; desde luego, el Departamento de Caza cultivaba percas en estanques, pero todavía no se podía ir a pescarlas. Pero Knudsen me confió que sabía de un estanque desconocido para todo el mundo donde podríamos coger el pescado que quisiéramos. Podíamos ir en automóvil hasta allí, lanzar una red en el estanque, y meter los peces en latas y cubos en los cuales seguirían vivos durante el viaje de vuelta, si nos acordábamos de poner algas en el agua. Estaba tan empeñado en su idea que temblaba mientras me lo explicaba; hizo una de sus inimitables redes con sus propias manos. Pero a medida que se acercaba el tiempo de la estación empezó a adquirir un aspecto más misterioso. Dijo que debíamos ponemos en marcha una noche de luna llena, alrededor de la medianoche. Al principio se entendía que íbamos a llevar tres sirvientes con nosotros, luego redujo el número a dos y a uno, y terminó preguntando si ése sería totalmente de fiar. Por último, confesó que sería mejor que fuéramos él y yo solos. Me pareció que no era un buen plan, porque no podríamos meter los recipientes en el automóvil, pero Knudsen se empeñó en que eso era lo mejor que podíamos hacer, y añadió que no debíamos decirle nada a nadie.

Tenía amigos en el Departamento de Caza, así que no pude por menos que preguntarle:

—Knudsen, ¿a quién pertenecen realmente esos peces?

Knudsen no me respondió nada. Escupió como un auténtico marinero, estiró su pie calzado con un viejo zapato remendado, y aplastó el escupitajo en el suelo, se volvió y se puso a andar muy despacio. Llevaba la cabeza metida entre los hombros. Ahora que ya no podía ver nada, tanteaba ante sí con el bastón. Era una vez más el hombre derrotado, el fugitivo sin hogar en un mundo desolado… Y como si con su gesto me hubiera hechizado, me quedé victoriosa en el lugar donde me dejó, en zapatillas como la señora Knudsen.

Knudsen y yo no volvimos a hablar nunca del proyecto de los peces. Sólo cierto tiempo después de su muerte puse percas en el estanque, con ayuda del Departamento de Caza. Allí prosperaron y añadieron su vida silenciosa, fría, muda e inquieta a la otra vida que había en el estanque. En la mitad del día pasabas por el estanque y las veías, cerca de la superficie, como peces hechos de cristal oscuro en la opaca agua soleada. Y cuando llegaba algún inesperado huésped a la casa, enviaba a mi
toto
tumbo al estanque con una caña primitiva para que pescara una perca de dos libras. Cuando me encontré al viejo Knudsen muerto en el camino de la granja envié un mensajero a la Policía de Nairobi para informar de su muerte. Esperaba enterrarlo en la granja, pero ya entrada la noche llegaron dos policías en coche para llevárselo, trayendo un ataúd consigo. Mientras tanto había estallado una tormenta y teníamos tres pulgadas de agua porque acababa de empezar la estación de las lluvias. Condujimos hasta la casa a través de torrentes y masas de agua; cuando llevábamos a Knudsen al automóvil los truenos sonaban sobre nuestras cabezas como cañonazos y los relámpagos nos rodeaban portadas partes, tan abundantes como mazorcas de maíz. El automóvil no tenía cadenas y apenas podía mantenerse en la carretera, se balanceaba de una parte a otra. Al viejo Knudsen le hubiera gustado, se hubiera sentido satisfecho con esta manera de dejar la granja.

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