Memorias de África (14 page)

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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

BOOK: Memorias de África
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Msabu
—me dijo—, mi hijo me ha contado lo siguiente: todos los chicos cogieron la escopeta uno tras otro y apuntaron a Kabero. Pero no les explicó cómo se disparaba, no se lo explicó en absoluto. Al final cogió otra vez la escopeta y en el mismo momento se disparó, hirió a todos los niños y mató a Wamai, el hijo de Jogona. Así es exactamente cura ocurrió.

—Ya sé todo eso —dije—, y fue lo que se llama mala suerte y un accidente. Puede hacer el mismo disparo desde mi casa o tú, Mauge, desde la tuya.

Esto provocó un gran revuelo en la
kyama
. Todos miraron a Mauge, que se sintió muy incómodo. Luego durante un rato hablaron entre sí, en voz muy baja, como en un susurro. Al final retornaron a la discusión.


Msabu
—me dijeron—, esta vez sí que no entendemos ni una palabra de lo que has dicho. Nos parece que estás hablando de un rifle, porque tú disparas muy bien con un rifle, pero no tan bien con una escopeta. Si se hubiera tratado de un rifle hubieras tenido toda la razón. Pero nadie puede disparar con una escopeta desde tu casa o desde la casa de Mauge, hacia la casa de Bwana Menanya y matar gente dentro de la casa.

Después de una corta pausa dije:

—Todos saben ahora que fue el hijo de Kaninu el que disparó el arma. Kaninu pagará a Jogona con una cantidad de ovejas para compensarle de la pérdida. Pero también sabéis que el hijo de Kaninu no era un chico malo y no quería matar a Wamai, y que Kaninu no pagará tantas ovejas como si hubiera sido otro el caso. En este punto un anciano llamado Awaru habló. Había tenido un contacto más íntimo con la civilización que los otros, porque había pasado siete años en la cárcel.


Msabu
—dijo—, tú dices que el hijo de Kaninu no era malo y que, por tanto, Kaninu no tiene por qué pagar con tantas ovejas. Pero si su hijo hubiera querido matar a Wamai, demostrando así que era un chico muy malo, ¿sería eso bueno para Kaninu? ¿Le hubiera gustado tanto que hubiera pagado con muchas más ovejas?

—Awaru —dije—, tú sabes que Kaninu ha perdido a su hijo. Tú mismo vas a la escuela, así que sabes lo listo que era como escolar. Si era tan bueno en lo demás es una desgracia para Kaninu haberlo perdido.

Hubo una larga pausa, en el redondel. Al final, Kaninu, como si recordara repentinamente un dolor o un deber olvidado, lanzó un largo gemido.


Memsahib
—dijo Farah—, deja que estos kikuyus digan la cantidad que tienen en sus corazones.

Me habló en
swaheli
, de manera que la asamblea podía entenderle, y consiguió que los nativos se revolvieran inquietos, porque una cantidad es algo concreto y a ellos eso no les gusta. Farah recorrió con la mirada el círculo y sugirió altivamente:

—Cien.

Un centenar de ovejas era una cifra fantástica en la que nadie podía haber pensado en serio. Un silencio cayó sobre la
kyama
. Los ancianos se dieron cuenta que estaban a la merced de las burlas del somalí y decidieron no darse por enterados. Uno de los más viejos susurró «Cincuenta», pero la cantidad carecía de peso arrastrada por la corriente de aire de las bromas de Farah.

Tras un momento Farah dijo rápidamente «Cuarenta» con el estilo de un experimentado tratante de ganado, a gusto con cifras y animales. La palabra comenzó a revolver las ideas que latían en la reunión; empezaron a hablar animadamente entre ellos. Ahora necesitaban tiempo, meditar y parlotear abundantemente, pero ya estaban puestos los cimientos de una negociación. Cuando regresamos a casa Farah me dijo confidencialmente:

—Me parece que esos viejos conseguirán cuarenta ovejas de Kaninu.

Kaninu tuvo que soportar todavía otra prueba en la
kyama
. El viejo y barrigudo Kathegu, otro importante aparcero de la granja, padre y abuelo de una enorme parentela, se levantó y propuso que se fueran a ver las ovejas y cabras de Kaninu, para escogerlas una por una. Esto iba contra los usos de cualquier
kyama
, y a Jogona no se le hubiera ocurrido nunca, por lo que yo pensé que debía haber un acuerdo entre él y Kathegu, en beneficio de este último. Esperé a ver qué pasaba.

En primer lugar Kaninu pareció resignarse al martirio, bajó la cabeza y comenzó a gemir como si por cada animal nombrado le arrancaran una muela. Pero cuando finalmente Kathegu, un tanto vacilante, señaló una cabra grande y amarilla, sin cuernos, el corazón de Kaninu se rompió y las fuerzas le abandonaron. Avanzó quitándose la túnica con un solemne ademán. Por un momento bramó como un toro frente a mí; lanzó un bramido de auxilio, un espantoso
de profundis
hasta que se dio cuenta, con una rápida mirada, que yo estaba de su parte y que no iba a perder la cabra amarilla. Se sentó sin hacer ruido; únicamente al cabo de un rato lanzó a Kathegu una mirada llena de sarcasmo.

Después de una semana de sesiones y más sesiones de la
kyama
se fijó finalmente la indemnización en cuarenta ovejas que Kaninu debía pagar a Jogona, pero no se especificaban las que debían transferirse.

Quince días más tarde Farah me contó, mientras cenaba, las últimas noticias del caso:

«Tres ancianos kikuyus de Nyeri», me contó, «llegaron a la granja el día anterior. Habían oído hablar del caso en sus cabañas de Nyeri y se pusieron en camino para llegar al escenario y declarar que Wamai no era el hijo de Jogona, sino del difunto hijo de un hermano suyo y que, por tanto, la compensación por su muerte legalmente les correspondía a ellos».

Me reí de la impudicia y le dije a Farah que era muy propio de los kikuyus de Nyeri. «No», dijo Farah reflexivamente, creía que tenían razón. Jogona había venido desde Nyeri a la granja hacía seis años y por lo que Farah había podido saber, Wamai no era hijo suyo «ni lo había sido nunca». Prosiguió diciendo que Jogona había tenido la gran suerte de recibir ya, desde dos días antes, veinticinco de las cuarenta ovejas. «Si no Kaninu hubiera dejado que se las llevaran a Nyeri para ahorrarse el dolor», decía Farah, «de verlas constantemente en la granja ahora que no son suyas. Pero Jogona debía tener cuidado porque los kikuyus de Nyeri eran muy tercos. Se habían instalado en la granja y amenazaban con llevar el caso al Comisionado del Distrito.

Así que ya estaba preparada cuando unos días después de presentaron ante mi casa los de Nyeri, que eran kikuyus de clase inferior y tenían el aspecto de tres hienas hirsutas y sucias que habían hecho ciento cincuenta millas siguiendo el rastro de la sangre de Wamai. Con ellos vino Jogona en un estado de gran angustia y agitación. Sus diferentes actitudes probablemente residían en que los kikuyus de Nyeri no tenían nada que perder, mientras que Jogona tenía veinticinco ovejas. Los tres forasteros se sentaron sobre unas piedras sin dar más señales de vida que tres garrapatas sobre una oveja. No sentía ninguna simpatía por su causa porque, fueran cuales fueran las circunstancias, nunca habían mostrado el menor interés por el niño muerto mientras estuvo vivo, y le sentía por Jogona, que se había portado bien en la
kyama
y estaba muy afectado, me parece, por lo de Wamai. Jogona, cuando le pregunté, temblaba y suspiraba, de manera que era imposible comprenderle y no adelantamos más adelante en esa ocasión.

Pero dos días después Jogona volvió temprano por la mañana, cuando yo estaba escribiendo a máquina, y me pidió que escribiera para él la historia de sus relaciones con el niño muerto y con su familia. Quería llevarle el informe al Comisionado del Distrito en

Dagoretti. Jogona me impresionó hondamente por su sencillez, porque se le veía muy afectado y no disimulaba sus emociones. Estaba claro que consideraba que su decisión era un paso muy serio y peligroso; sentía un temor reverente.

Escribí aquella declaración. Me tomó mucho tiempo porque era un largo informe de acontecimientos que habían hacía más de seis años y extremadamente complicados. Mientras hablaba, Jogona tenía con frecuencia que interrumpirse, volvía sobre las cosas y las reconstruía. La mayor parte del tiempo tuvo la cabeza entre las manos, golpeándose a veces gravemente el cogote como si de allí fueran a salir los hechos. Una vez se levantó y apoyó la cara contra la pared, como hacen las mujeres kikuyus cuando paren.

Hice una copia de ese informe. Lo sigo teniendo conmigo.

Era muy difícil de seguir, estaba lleno de complicadas circunstancias irrelevantes detalles. No me sorprendía que para Jogona hubiera sido difícil recordar, lo más sorprendente es que hubiera conseguido recordarlo todo. Comenzaba:

«Cuando Waweru Wamai, de Nyeri, iba a morir»,
nataka kufa
, quería morir, como dicen en
swaheli
, «tenía dos esposas. Una de las esposas, que tenía tres hijas, después de la muerte de Waweru se casó con otro hombre. Waweru no había terminado de pagar por la otra esposa, seguía debiéndole al padre dos cabras. Esta esposa hizo un esfuerzo excesivo al levantar un haz de leña y abortó, y nadie sabía si podría tener más hijos…».

Continuaba en ese estilo y arrastraba al lector al intrincado laberinto de las condiciones y relaciones de los kikuyus:

«Esa esposa tenía un niño pequeño llamado Wamai. En aquel tiempo estaba enfermo y la gente creía que tenía la viruela. Waweru quería mucho a su esposa y a su hijo, y cuando estaba agonizando sufría mucho porque no sabía qué sería de ella cuando muriera. Entonces envió a buscar a su amigo Jogona Kanyagga, que vivía no muy lejos. Jogona Kanyagga debía a Waweru en aquel tiempo tres chelines por un par zapatos. Waweru le propuso un acuerdo…».

El acuerdo consistía en que Jogona debía hacerse cargo de la esposa y el hijo de su amigo agonizante, y pagar al padre de ella las dos cabras que todavía le debía de la suma del precio de compra. A partir de ahí el informe se convertía en una lista de los gastos que había tenido Jogona desde la adopción del niño Wamai. Decía que había comprado una medicina extraordinariamente buena para la enfermedad de Wamai cuando se hizo cargo de él. A veces le tenía que comprar arroz en la tienda india porque con el maíz no crecía. En una ocasión tuvo que pagar cinco rupias a un granjero blanco de las cercanías, que dijo que Wamai había tirado a uno de sus pavos al estanque. Esta última cantidad en dinero contante y sonante, que debió de costarle reunir, se había impreso en la mente de Jogona, pues volvía sobre ella una y otra vez. Por la manera con que se expresaba Jogona daba la impresión que por entonces se había olvidado que el niño no era suyo. Estaba trastornado por la aparición y las reclamaciones de los tres de Nyeri. La gente sencilla parece tener un talento especial para adoptar niños y los quieren como si fueran propios; los corazones sencillos de los campesinos europeos hacen lo mismo sin esfuerzo.

Cuando Jogona terminó su relato y yo terminé la trascripción, le dije que iba a leérselo. Se volvió como para concentrarse mejor. Pero apenas había leído su nombre, «y envió a buscar a Jogona Kanyagga, que era su amigo y vivía no muy lejos», se volvió rápidamente y me miró con ojos chispeantes, tan llenos de alegría que transformaron al anciano en un chico, en el mismísimo símbolo de la juventud. De nuevo cuando terminaba el documento y leía su nombre, que figuraba como comprobación debajo de la marca de su dedo pulgar, me miró otra vez con expresión vivaz, pero esta vez más profunda y calmada, con una nueva dignidad.

Una mirada como la que Adán lanzó al Señor cuando lo formó del polvo y éste lanzó en sus narices el soplo de la vida y el hombre se convirtió en un alma viviente. Yo lo había creado y le había mostrado como era: Jogona Kanyagga para siempre. Cuando le entregué el papel, lo tomó respetuosa y ávidamente, lo dobló en una esquina de su túnica y se quedó con la mano allí puesta. No podía permitirse perderlo, porque su alma estaba allí y aquella era la prueba de su existencia. Allí estaba lo que Jogona Kanyagga había hecho y que conservaría su nombre para siempre: la carne se había hecho palabra y vivía entre nosotros llena de gracia y de verdad.

El mundo de la palabra escrita se reveló a los nativos de África cuando yo vivía allí. Tenía, si quería, una oportunidad de atrapar el pasado por la cola y vivir un pequeño fragmento de nuestra propia historia: el período cuando se reveló la escritura al pueblo llano de Europa. En Dinamarca había ocurrido unos cien años antes y, por lo que me contaron personas muy viejas cuando era niña, me parece que la reacción en ambos casos había sido casi exactamente la misma. Raras veces los seres humanos pueden haber mostrado una devoción tan humilde y extática a los principios del arte por el arte.

Las cartas de los jóvenes nativos seguían siendo generalmente escritas por amanuenses profesionales, porque aunque algunos de los viejos se dejaban llevar por el espíritu de los tiempos y unos cuantos ancianos kikuyus asistían a mi escuela y trabajaban pacientemente su abecedario, la mayor parte de los de la vieja generación se mostraban en desacuerdo con el fenómeno. Sólo unos pocos de los nativos podían leer, y mis sirvientes, los aparceros y los jornaleros de la granja traían cartas para que yo se las leyera. Cuando las abría y estudiaba una carta tras otra, me maravillaba de su insignificancia. Cometía el mismo error que todas las personas civilizadas y con prejuicios. Era como tratar de herborizar la ramita de olivo que llevó la paloma al arca de Noé. Fuera cual fuera su aspecto, era más importante que el arca entera con todos los animales en ella; contenía un mundo nuevo y verde. Las cartas de los nativos se parecían mucho unas a otras, seguían muy de cerca las fórmulas sancionadas y sacralizadas, y eran más o menos como sigue: «Mi querido amigo Kamau Morefu. Tomo la pluma en mi mano», en un sentido no literal, porque era el escriba profesional quien lo hacía, «para escribirte una carta, porque hace mucho tiempo que quería escribirte. Yo estoy muy bien y espero que tú también estés, gracias a Dios, muy bien. Mi madre está muy bien. Mi esposa no está muy bien, pero espero que tu esposa esté muy bien, gracias a Dios, bien», aquí venía una larga lista de nombres, con una pequeña noticia de cada uno de ellos, la mayor parte de las veces insignificante, aunque otras completamente fantásticas. Luego acababa la carta. «Ahora, amigo Kamau, termino esta carta porque tengo muy poco tiempo para escribirte. Tu amigo Ndwetti Lori».

Para llevar similares mensajes entre jóvenes estudiosos europeos hace cien años, los postillones se subían a sus monturas, galopaban los caballos, sonaban las trompas del correo y se imprimía papel con bordes dorados y ligulados. Las cartas eran recibidas con ilusión, acariciadas y conservadas; yo he visto algunas de ellas. Antes de que aprendiera a hablar
swaheli
, mi relación con aquel mundo de cartas nativas tenía unas curiosas características: podía leer lo que escribían sin entender una sola palabra. La lengua
swaheli
no poseía un lenguaje escrito hasta que los blancos asumieron la tarea de crearlo; con cuidado se escribía como se pronunciaba y no tenía ninguna anticuada ortografía que engañe al lector. Me sentaba y leía sus cartas de la manera más ortodoxa, palabra por palabra, con los receptores de ellas escuchando con el aliento cortado en torno mío, y podía seguir el efecto de mi lectura sin entender nada de lo que decía. A veces estallaban en lágrimas ante mis palabras o se retorcían las manos, otras gritaban de alegría; la reacción más común era la risa y se doblaban convulsivamente mientras las leía.

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