Algún tiempo después iba por el mismo camino, pasado el estanque; había ido a cazar perdices, pero no encontré ninguna y «Pania» y yo estábamos desanimados. De pronto, «Pania» salió a todo correr hacia el más lejano de los árboles del bosquecillo, ladrando con gran excitación, luego vino como una flecha hacia mí y después volvió al árbol. Contenta de tener la escopeta conmigo y de que me fuera a encontrar un segundo serval, porque tienen una piel moteada muy bonita, me acerqué al árbol. Pero cuando miré hacia arriba había un gato doméstico negro sentado lo más alto posible y muy enfurecido, en la oscilante copa del árbol. Bajé la escopeta.
—«Pania» —le dije—, ¡tú eres tonto! Es un gato.
Mientras me volvía hacia «Pania» éste permanecía a cierta distancia, mirándome y desternillándose de risa. Cuando sus ojos se encontraron con los míos se lanzó sobre mí, danzó, movió su rabo, gimoteó, puso sus patas sobre mis hombros y su nariz en mi rostro, luego saltó hacia atrás otra vez para dar rienda suelta a su risa.
Se expresaba mediante una pantomima: «Ya sé. Ya sé. Era un gato doméstico. Lo supe siempre. Por supuesto tienes que perdonarme. ¡Pero si supieras qué pinta tenías lanzándote contra el gato con una escopeta!».
Durante todo aquel día, de vez en cuando, «Pania» tuvo la misma excitación y el mismo comportamiento; expresaba los sentimientos más abrumadoramente amistosos hacia mí, y luego se separaba un poco para reírse a sus anchas.
Había una nota insinuante en su amistad. «Sabes», decía, «que en esta casa sólo me río de ti y de Farah».
Hasta de noche, cuando estaba dormido frente al fuego, le oí que en sueños gruñía y gimoteaba de risa. Yo creo que recordaba el hecho mucho tiempo después, cuando pasábamos el estanque y los árboles.
Esa, al que se llevaron de junto a mí durante la guerra, volvió, después del armisticio y vivió pacíficamente en la granja. Tenía una esposa llamada Mariammo, una mujer delgada, negra y muy trabajadora, que traía leña a la casa. Esa era el sirviente más educado que tuve y nunca reñía con nadie.
Pero algo le había ocurrido a Esa en su exilio y había vuelto cambiado. A veces tenía miedo de que fuera a morirse poco a poco, como una planta a la que se le han cortado las raíces.
Esa era mi cocinero, pero no le gustaba cocinar, quería ser jardinero. Las plantas eran las únicas cosas hacia las que había conservado auténtico interés. Pero mientras que tenía otro jardinero, no tenía cocinero, e hice que Esa volviera a la cocina. Le había prometido que volvería a su trabajo en el jardín, pero lo iba retrasando de un mes a otro. Esa, por su cuenta, había desecado un trocito de terreno junto al río, rodeándolo de un murete y plantándolo para darme una sorpresa. Pero lo había hecho solo y ya no era un hombre fuerte. El murete resultó no ser lo bastante sólido y las grandes lluvias lo echaron abajo. La primera perturbación de su tranquila no-existencia le llegó a Esa cuando murió su hermano en la reserva kikuyu y le dejó una vaca negra. Entonces se hizo evidente todo lo que la vida había gastado a Esa, ya no podía soportar sus emociones más fuertes. Creo, sobre todo, que no aguantaba la felicidad. Pero pidió un permiso de tres días para ir a traer a la vaca, y cuando volvió me di cuenta que estaba intranquilo y agitado, con las manos y los pies de quien ha estado entumecido por el frío y lo llevan a una habitación caliente.
Todos los nativos son jugadores y bajo la ilusión de que la fortuna le sonreía, creada por la vaca negra, Esa comenzó a tener una terrible confianza en las cosas, a tener grandes sueños. Le pareció que la vida todavía le podía dar algo; decidió tomar una nueva esposa. Cuando me contó su plan ya estaba negociando con su futuro suegro, que vivía en la carretera de Nairobi y tenía una mujer
swaheli
. Intenté convencerle para que cambiara de idea.
—Tienes una esposa muy buena —le dije— y tu cabeza es ya gris, no puedes necesitar otra. Quédate con nosotros y vive en paz.
A Esa no le ofendieron mis palabras, el pequeño y cortés kikuyu permaneció ante mí muy erguido y, a su manera, mantuvo su decisión. Poco después trajo a su nueva esposa, Fatoma, a la granja.
Que Esa creyera que podía venirle algo bueno de su nuevo matrimonio demostraba que había perdido el juicio. La novia era muy joven, dura, malhumorada, vestida a la manera
swaheli
, con la lascivia de la nación de su madre, pero sin el menor asomo de gracia o de alegría. Pero el rostro de Esa estaba radiante de triunfo y de grandes planes; en su inocencia se comportaba como un hombre atacado por la parálisis. Mariammo, la paciente esclava, se mantuvo en segundo término, aparentemente despreocupada.
Es posible que Esa tuviera un corto período de grandeza y goce, pero no duró y su pacífica existencia en la granja se hizo pedazos con su nueva esposa. Ésta, un mes después de la boda, se escapó, y se fue a vivir a los cuarteles de los soldados nativos de Nairobi. Durante mucho tiempo Esa solía pedir un día de permiso para ir a la ciudad y traerla consigo, volviendo por la noche con su oscura y maldispuesta esposa. La primera vez se fue confiado y completamente decidido a traerla —¿no era acaso su esposa legal?—. Luego se ponía en camino en una azorada y triste búsqueda de sus sueños y de la sonrisa de la fortuna.
—¿Para qué quieres que vuelva, Esa? —le decía yo—. Déjala. Ella no quiere volver contigo y nada bueno va a salir de eso.
Pero Esa no quería dejarla. Hacia el final ya había renunciado a sus expectativas de vida y era tan sólo el valor monetario de su mujer lo que quería conservar. Los otros criados se reían de él cuando se iba penosamente en su busca y me decían que los soldados también se reían. Pero Esa nunca había prestado mucha atención a lo que la otra gente pensaba de él y en cualquier caso ahora no le importaba. Iba obstinada y fielmente a recuperar su propiedad perdida, como un hombre que busca a una vaca fugitiva.
Una mañana, Fatoma vino a decir a mis criados que Esa, estaba enfermo y que no podía cocinar ese día, pero que se levantaría al día siguiente. Ya entrada la tarde los criados vinieron a decirme que Fatoma había desaparecido y que Esa, había sido envenenado y se moría. Cuando salí habían sacado a Esa en su lecho, poniéndole en la plazoleta entre las cabañas de los criados. Estaba claro que no tardaría en morir. Le habían dado cierto tipo de veneno nativo, parecido a la estricnina, y debió de sufrir mucho en su cabaña bajo los ojos de su joven esposa y asesina, hasta que ésta supo con seguridad que había acabado con él y se marchó. Seguía teniendo unos espasmos que contraían su cuerpo, pero estaba rígido y frío, como un muerto. Su rostro había cambiado mucho y por las comisuras de su boca azulina salía sangre mezclada con espumarajos. Farah se había ido a Nairobi con el automóvil, de modo que no podía llevar a Esa al hospital, pero no creo que en cualquier caso hubieran podido hacer nada por él; nadie podía ayudarle.
Antes de morir Esa me lanzó una larga mirada, pero no sé si me reconoció. Con la conciencia en sus oscuros y animales ojos se iba el recuerdo del país tal y corno yo siempre había deseado conocerlo, cuando era corno en el Arca de Noé, con la caza mayor paseando al lado de los pastorcillos nativos que apacentaban las cabras de sus padres en la pradera. Torné su mano, una mano humana, una ingeniosa herramienta que había sostenido armas, plantado legumbres y flores, acariciado; a la que yo había enseñado a hacer tortillas. ¿Qué pensaría Esa, que su vida había sido un éxito o un fracaso? Sería difícil decirlo. Había caminado a lo largo de sus propios, lentos, revueltos senderos, pasando, entre muchas cosas, siempre corno un hombre apacible.
Cuando Farah volvió a casa se preocupó mucho de que Esa fuera enterrado de acuerdo con el ceremonial ortodoxo completo, porque había sido un piadoso mahometano. El sacerdote, que avisamos en Nairobi, no podía venir hasta la tarde siguiente, así que el funeral de Esa se celebró por la noche, cuando la Vía Láctea estaba en el cielo y la procesión fúnebre estuvo llena de faroles. Su tumba fue tapiada, al modo musulmán, bajo un gran árbol en el bosque. Mariammo se puso delante y ocupó su lugar entre las plañideras y lloró a Esa en voz alta en el aire de la noche.
Farah y yo tuvimos una reunión para discutir qué hacer con Fatoma y finalmente decidimos no hacer nada. Hubiera ido contra la voluntad de Farah hacer que una mujer fuera castigada por la ley. Farah me explicó por él que la ley mahometana no tomaba a la mujer en cuenta. Su marido es el responsable de lo que ella hace y debe pagar la multa por las desgracias que por su culpa acaezcan, como debe hacerlo si el causante es su caballo. ¿Pero qué pasa si el caballo tira al dueño y lo mata? Bien, dijo Farah, es un lamentable accidente. Después de todo Fatoma tenía razón en quejarse de su destino, ahora podía cumplido como había elegido, en los cuarteles de Nairobi.
La gente que espera que los nativos salten alegremente desde la edad de piedra hasta la época de los automóviles, olvidan las fatigas y trabajos que pasaron nuestros padres para traernos a través de la historia hasta donde estamos.
Podemos fabricar automóviles y aeroplanos y enseñar a los nativos a usados. Pero el verdadero arriar a los automóviles no se puede conseguir en los corazones humanos en un momento. Lleva siglos producido y en el proceso han sido necesarios Sócrates, las Cruzadas y la Revolución Francesa. Actualmente nosotros, que amamos a nuestras máquinas no podemos imaginamos cómo la gente en los tiempos antiguos podía vivir sin ellas. Pero no podemos hacer el Credo Atanasiano, la técnica de la misa, una tragedia en cinco actos y, quizá, ni siquiera un soneto. Y si no las hubiésemos encontrado, nos hubiésemos tenido que arreglar sin ellas. Sin embargo, podemos imaginar, porque están hechas, que hubo un tiempo en que los corazones de la humanidad ansiaban esas cosas, y cuando se hicieron satisficieron un deseo profundamente sentido.
Un día, el padre Bernardo con su rostro barbado resplandeciente de bendiciones y triunfo, llegó en ciclomotor para almorzar conmigo y comunicarme su gran alegría. Me contó que el día anterior nueve jóvenes kikuyus de la iglesia de la Misión escocesa se presentaron y le pidieron ser recibidos en la Iglesia Católica Romana porque después de meditaciones y discusiones habían aceptado la doctrina de la Transubstanciación de esa iglesia.
Todo el mundo, cuando les conté este hecho, se rió del padre Bernardo y me explicaron que los jóvenes kikuyus habían considerado la posibilidad de salarios más altos, menos trabajo o conseguir una bicicleta en la Misión francesa, y que así se inventaron su conversión en lo referente a la Transubstanciación. Porque si nosotros, decían, no podemos entenderla y si ni siquiera podemos pensar en ella, para los kikuyus debe de ser algo inadmisible por completo. Pero no era absolutamente seguro que fuera así; el padre Bernardo conocía bien a los kikuyus. Las mentes de los jóvenes kikuyus debían de estar ahora caminando por los sombríos senderos de nuestros antepasados, de los que no debíamos de renegar ante ellos, para los que la Transubstanciación era algo muy importante. A esa gente de hace cinco siglos les ofrecieron en su tiempo salarios más altos y promoción, mejores condiciones de vida, a veces amenazándoles de muerte, y a todo eso prefirieron sus convicciones sobre la Transubstanciación. No les ofrecieron una bicicleta, pero el padre Bernardo, que tenía una bicicleta de motor le daba menos valor que a la conversión de nueve kikuyus.
Los blancos modernos en África creen en la evolución y no en un repentino acto creador. Podrían traer a los nativos, mediante una corta y práctica lección de historia, adonde estamos nosotros ahora. Conquistamos estas naciones no hace todavía cuarenta años; si comparamos ese momento con el nacimiento del Señor y les damos, para ponerse a nuestra altura, tres años por cada ciento, es tiempo ya de enviad es hasta San Francisco de Asís y dentro de unos años a Rabelais. Amarán y apreciarán mejor a ambos que nosotros en nuestro siglo. Les gustaba Aristófanes cuando hace unos años les traduje el diálogo entre el granjero y su hijo de
Las nubes
. En veinte años podrían estar listos para los enciclopedistas y podrían llegar, en otros diez, hasta Kipling. Debemos dejar que tengan sus soñadores, filósofos y poetas para que preparen el terreno al señor Ford.
¿Dónde nos encontrarán entonces? ¿Les habremos cogido entre tanto por el rabo, sujetándolo sin soltado, en nuestra búsqueda de alguna penumbra, de alguna sombra, mientras tocan el tam tam? ¿Podrían entonces adquirir nuestros automóviles al precio de coste como pueden hacer ahora con la doctrina de la Transubstanciación?
Un año, cerca de Navidad, tuvimos un terremoto; fue lo suficientemente fuerte como para que se vinieran abajo un cierto número de cabañas nativas; es probable que tuviera la fuerza de un elefante irritado. Llegó en tres temblores, cada uno de los cuales duró unos cuantos segundos y hubo una pausa de otros segundos entre ellos. Esos intervalos le dieron tiempo a la gente para formarse una idea de lo que había sucedido.
Denys Finch-Hatton, que estaba en ese momento acampado en la reserva masai y que dormía en su camión me contó, cuando estuvo de vuelta, que cuando le despertó el temblor pensó «Hay un rinoceronte debajo del camión». Yo estaba en mi dormitorio disponiéndome a meterme en cama cuando se produjo el terremoto. A la primera sacudida pensé: «Hay un leopardo sobre el tejado». Cuando se produjo el segundo temblor pensé: «Me voy a morir, así es como se siente una cuando se va a morir». Pero en la corta calma entre el segundo y el tercer temblor, me di cuenta de que era un terremoto y que nunca había creído que pudiera vedo. Durante un momento creí que el terremoto había pasado. Pero cuando llegó el tercer y último temblor, tuve un sentimiento de alegría tan grande que no recuerdo que nunca en mi vida me hubiera sentido tan repentina y completamente arrebatada.
Los cuerpos celestiales, en su curso, tienen el poder de llevar a las mentes humanas hasta desconocidas cumbres de delicia. En general no somos conscientes de ello; pero cuando bruscamente recordamos su idea y es actualizada para nosotros, abre unas tremendas perspectivas. Kepler escribió contando lo que sintió cuando, después de muchos años de trabajo, encontró al fin las leyes de los movimientos de los planetas: «Me abandoné a mi éxtasis. Los dados estaban echados. Nunca había sentido nada como aquello. Temblaba, mi sangre saltaba. Dios había esperado seis mil años por un observador de su obra. Su sabiduría es infinita, tanto lo que ignoramos como lo poco que sabemos vive en ella». Era exactamente la misma clase de arrebato que se apoderó de mí y me conmovió en el momento del terremoto.