Memorias de un amante sarnoso (8 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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La esposa ha descubierto un nuevo instituto de belleza y describe con minucioso realismo el procedimiento que utilizan para hacer la permanente; es verdaderamente revolucionario y ejercerá, sin duda, gran influencia en el progreso de la civilización.

El monólogo se prolonga durante más de diez minutos, pero, al fin, cesa.

Se produce una pausa que el anfitrión aprovecha para abrir de par en par la puerta de la calle.

—Adiós, buenas noches. Hasta la vista y que sea pronto…

¡Pobre idiota! Los está viendo y seguirá viéndolos durante una hora más, por lo menos.

Están, simplemente, en la iniciación del comienzo de lo que se dice empezar a marcharse.

El marido se vuelve entonces y cierra la puerta.

—¿No te he explicado las partidas de pesca que organizamos ahora? Vamos a un lago que hemos descubierto, en el que solamente pescan los indios… y ya sabes que los indios no son aficionados a la pesca.

—Sí, es cierto —contesta el anfitrión—. Parece extraño que los indios no sientan pasión por la pesca. Probablemente se deberá a su extraordinaria propensión al reumatismo.

El razonamiento es bastante absurdo, pero sirve para distraer la atención de la pareja, lo que permite al anfitrión abrir nuevamente la puerta.

Ellos se han subido el cuello del abrigo y respiran con satisfacción el aire fresco de la noche.

La esposa es ahora quien se arranca con una receta para cocinar el salmón, que descubrió bajo el respaldo de un sillón destripado arrinconado en el desván.

La charla divulgadora se prolonga durante quince minutos.

Entretanto, el vestíbulo se ha ido llenando de moscas, mosquitos, mariposas, libélulas y luciérnagas, atraídos por la luz de la casa.

Son cerca de las dos, cuando, con poco disimulados empujones, el anfitrión consigue finalmente librarse de la pareja.

Es entonces cuando realmente empieza su trabajo.

Ayudado por los otros invitados, empieza a aniquilar la bandada de insectos invasores, en cuya actividad ha de emplear más de una hora.

Por último, todo queda silencioso y tranquilo, y al cabo de un rato, el anfitrión yace descuidado en su cama, adormecido por el blanco aletear de un murciélago que, inexplicablemente, ha escapado a la matanza.

Estos cultivadores de la despedida a largos plazos tienen un compañero en el caballero que cada veinte minutos se levanta, en actitud de marcharse.

Cuando esto sucede, el dueño de la casa se levanta también y se pone de «muestra», como un
setter,
señalando la puerta del ropero.

Pero el infeliz no sabe que todo es en vano. Aquel cretino tardará horas y horas en marcharse.

Lo que pasa es que padece de pantalonfobia, que es una enfermedad que durante largos años ha traído de coronilla a sastres y psiquiatras.

La enfermedad, que sólo puede curarse durante la infancia, con los pantalones cortos, se manifiesta en la incapacidad de controlar los movimientos de las piernas cuando los pantalones se recogen hacia las pantorrillas.

Por otra parte, las muecas que el anfitrión interpreta como deseos de gritar del invitado, no reflejan otra cosa que los esfuerzos del enfermo por bajarse los pantalones.

Existe además la mujer madura, tipo bruja (suele ser la esposa del marido que llegó con una hora de anticipación), que llega en el preciso momento de entrar en el comedor y que sostiene entonces una áspera discusión con su marido (que, por aquel entonces, lleva ya una media lagartijera).

Al ver que los contertulios avanzan hambrientos hacia el comedor, la bruja advierte:

—Un momento, chicos.

(Ella llama chico a todo el mundo, con un total desprecio del sexo, al parecer porque no posee verdadera seguridad acerca del que le corresponde.)

—Un momento —gruñe—, ¿no vais a permitir que tome un trago?

—¿Whisky o martini? —pregunta solícito el anfitrión.

—Ya sabe que esas cosas me sientan mal. ¿Por qué no me prepara un bombercini especial?

El anfitrión preferiría prepararle un cóctel de salfumán, pero fiel a los deberes de la hospitalidad, sugiere amistosamente:

—¿Por qué no toma un poco de vodka?

—¡No me diga que no sabe preparar un bombercini especial! —dice, mientras mira al huésped con cara de lástima—. Seguramente no alterna usted mucho. Debe vivir completamente aislado.

(El anfitrión piensa que acaso fuera mejor.)

—La gente distinguida no bebe más que bombercinis. Rubirosa trajo la fórmula de la Argentina, y, aunque no lo crea, se bebe exactamente igual que si fuera leche. Anoche me tomé tres y tuve unos sueños de lo más excitantes. ¡Soñé con Paul Anka!

Pero, cuando se dispone a explicar el sueño con pelos y detalles, el dueño de la casa dice pacientemente, con una sonrisa como la de Mona Lisa:

—Si me dice cómo se hace, le prepararé uno.

—Pues se compone de una parte de whisky escocés, un chorrito de ron, un tercio de granadina, unas gotas de angostura y diez gotas de crema.

El anfitrión replica:

—¿No podría añadirse una trufa y una aceituna rellena?

—Si es demasiada molestia —contesta acremente— me lo prepararé yo misma.

Sin esperar reacción alguna, se mete en la cocina, abre la nevera, se lía a gritos con la cocinera y desbarata enteramente todos los preparativos de la cena.

Otro tipo especial es el lobo solitario (tirando a ardilla).

Suele llegar solo y temprano, y se entretiene hasta la hora de cenar ingiriendo cantidades inmensas de almendras, avellanas, piñones, etcétera, hasta agotar las provisiones previstas.

Luego, casi harto, se enfrenta con la cena, en la que apenas toma un poco de caviar y cuatro trufas.

Terminada la cena se dedica a las golosinas y es capaz de hacer desaparecer dos o tres libras de bombones de los que van a dos dólares sesenta los cien gramos.

Que le den una ponchera llena de bombones y música de Bach, y el hombre es completamente feliz.

En su tarea, desarrolla una técnica especial.

No lleva los bombones a la boca con los dedos, sino que los proyecta hacia la misma desde una distancia de ocho pulgadas y ni por casualidad le falla la puntería.

Cuando ha acabado con las existencias de golosinas, se levanta bruscamente y se larga, probablemente para pasar la noche en la copa de un árbol.

Los métodos más sencillos acostumbran a ser los más efectivos para librarse de los invitados de fin de semana. Unas oportunas observaciones durante la cena, son, por lo general, de resultados seguros.

Por ejemplo, mientras se sirve el asado, podemos comentar en tono quejumbroso:

—¡Hay que ver cómo ha subido el precio de la carne! Hoy en día resulta difícil sacar adelante una familia, y eso sin contar los invitados…

Al llegar a este punto, conviene echar una rápida mirada al amigo de turno.

Si éste tiene algo de dignidad (y son bien pocos los que la tienen) se dirigirá inmediatamente a su habitación y recogerá su equipaje.

Si por el contrario, se trata de un gorrón habitual, tales sutilezas constituirán una absoluta pérdida de tiempo y se hará preciso servirse de procedimientos más enérgicos, llegando incluso al empleo de la fuerza.

De todos modos, no es prudente recurrir a la violencia, a menos que el invitado sea una mujer o un hombre muy enclenque. (Al seleccionar los invitados, hay que tener siempre en cuenta este detalle: elegir personas del menor peso posible.)

No obstante, si se presenta el caso de tener que tratar con personas de talla y peso normales, pueden utilizarse pequeñas argucias, como, por ejemplo, cortar el suministro de agua o pegarle un tijeretazo al cable del teléfono.

También puede quemarse su correspondencia, aunque, si la que tienen es como la mía, la acción puede ser contraproducente.

Gran número de personas son alérgicas a los petardos en la cama y, tras pasar por la experiencia, suelen salir pitando a la mañana siguiente, con un aspecto semejante al de una chuleta empanada.

(En cambio, tuve una vez un invitado que se divertía la mar con los estampidos, hasta el extremo de que reclamó los petardos una noche que me olvidé de ponérselos.)

En caso de que alguno de mis amigos llegara a leer esto y se creyera aludido en uno u otro personaje de este ensayo, que tenga en cuenta que estoy bromeando.

Y si desean invitarme a cenar, podemos encontrarnos mañana a las seis en punto en el Joe’s Coffee Pot, en la esquina de Main y la Quinta Avenida.

Cómo situarse en la escala social

Hubo una época en que, cuando me hallaba ante una hilera de cuatro o cinco cubiertos distintos sobre la mesa de un banquete por todo lo alto, me sentía enteramente desconcertado.

Pero esto era mucho antes de que me introdujera verdaderamente en sociedad, hasta ser conocido por el Elsa Maxwell de Hollywood.

Amigos que entonces se burlaban de mí cuando participaba en alguna cena, vienen ahora a rogarme que les aconseje en materia de etiqueta.

Las amas de casa me consultan acerca de qué vino deben ofrecer con las alcaparras y me preguntan dónde deben colocar al invitado de honor que acaba de meterse en el bolsillo tres cucharas de plata.

Pero el cumplido que más agradecí, fue el que me dedicó la propia Amy Vanderbilt.

Observando mi actuación durante una cena elegante, confesó que, a mi lado, ella no entendía de etiqueta.

Sus palabras exactas, las recuerdo bien, fueron:

—Si ese Mr. Marx sabe una pizca de etiqueta, yo soy domadora de leones.

Pero, aun así, hasta el aplauso y la adulación llegan a hacerse fastidiosos.

Resulta molesto tener a todas horas gente que quiere saber cómo ha conseguido uno triunfar en el juego social… especialmente si en aquel momento uno está besando la mano a una rusa blanca emparentada con los grandes duques.

(Creo estar seguro de que era rusa blanca porque nunca he tropezado con una rusa que fuera de otro color.)

Naturalmente, podría remitir a los consultantes a los manuales corrientes de urbanidad.

Sin embargo, éstos son de escaso valor práctico para el hombre que, como yo, vive sin
valet de chambre,
sin tres vinos distintos en la cena y sin caviar para desayunar.

Lo conseguido por mí es simplemente el resultado de observar unas pocas reglas muy sencillas y de mantener constantemente limpias mis narices.

Es de subrayar que en 1959, asistí a 336 cenas, con invitación expresa para doce de ellas.

Como es natural, uno tiene que invitar a la gente también.

Pero no profundizaré sobre esto, porque, si se tiene un poco de cuidado al planear las reuniones, puede lograrse que las invitaciones lleguen a sus destinatarios cuando se encuentran fuera de la ciudad.

Como ya digo, esto requiere un cuidadoso
planing
.

En cierta ocasión, hallándome en Nueva York, organicé una cena para doce amigos que, según los periódicos, asistían a una convención en Minneapolis.

Lo malo es que los periódicos estaban equivocados y solamente cuatro de ellos habían acudido a la convención.

Los otros ocho vinieron a casa y, créanlo o no, se disgustaron aún más que yo por la falta de exactitud del periodismo moderno.

En toda la casa no había más que cordilla para el gato, y ni siquiera estaba el gato.

Yo mismo tampoco estaba en casa, porque estuve, sin previa invitación, en una cena que se celebraba en Brooklyn.

Menciono esta circunstancia porque se refiere a un extremo que no ha merecido la debida atención de otros especialistas en etiqueta social.

Aludo, naturalmente, al intruso, al comensal que no ha sido invitado, o, dicho de otro modo, al gorrón.

Mi consejo, a este respecto, es el siguiente: cuando el anfitrión, por una u otra razón, ha olvidado invitarnos a la fiesta a que concurrimos, no es necesario ponerle en evidencia llamándole la atención sobre este detalle.

Sólo una persona de bajos sentimientos entrará en el hogar donde no ha sido llamado diciendo:

—¡Vaya fineza la suya! ¡Mire que dar una fiesta y no invitarme! He estado a punto de no venir…

En tales circunstancias, aconsejo, por el contrario, mostrarse alegre y risueño.

Por otra parte, me parece más adecuado entrar por la puerta principal, que hacerlo por la del servicio o a través de la escala de incendios (esta última forma de ascender socialmente me parece francamente reprobable).

Resulta prudente mantenerse alejado del bar en los primeros momentos, no tanto por delicadeza, como por el hecho de que, al principio, allí se sirven licores baratos destinados a los invitados.

La experiencia me ha demostrado que sacrificando un dólar o dos en beneficio del mayordomo, éste nos proporcionará la bebida que consume él mismo (y el anfitrión, claro está).

Dado que las ropas hacen al caballero, hay que poner especial atención en la forma de vestir.

Generalmente, en las invitaciones se especifica si la cena es o no, de etiqueta.

Esta advertencia ha de ser lo más clara posible, pues, de otro modo pueden surgir contrariedades.

Recuerdo a un miembro de una de las primeras familias de Nueva York (la primera a la derecha, conforme se entra en la Décima Avenida) que puso en sus invitaciones: «No es preciso vestirse».

Por desgracia, una de las invitadas, una dama encantadora, excelentemente modelada, tomó la advertencia al pie de la letra.

(Quisiera saber por qué habré puesto «Por desgracia».)

Normalmente, para una mujer, resulta adecuado llevar un sencillo traje de tarde por la tarde y un traje de noche por la noche.

Respecto a los hombres, el problema es, aún, menos delicado.

La corbata negra resulta siempre apropiada, siempre y cuando no se prescinda del cuello.

En cuanto al frac y el chaqué, no sé por qué, pero me sugieren la idea de un rabo parecido al de los perros.

El gorrón experimentado procura ser siempre el primero en sentarse a la mesa.

Así, si el vecino de uno u otro lado no son de su agrado, tiene tiempo de cambiar las tarjetas de sitio.

De ser sorprendido en la operación, es mejor no exponer las razones que le impulsaron a hacerlo.

Es preferible adoptar una actitud constructiva, observando alegremente:

—Se trata simplemente de que deseo sentarme junto a la condesa Rittenhouse. Los amigos del club me dijeron que uno se desternilla de risa cuando consigue hacerla beber unas cuantas cervezas.

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