Memorias de un amante sarnoso (10 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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A los cinco minutos de discurrir por el laberinto que recibe el nombre de Bel Air, me hubiera dado igual admitir que me hallaba en el centro de las islas Salomón.

Quizá porque uso lentes bifocales, o, tal vez, porque no me he graduado la vista desde la Primera Guerra Europea, el caso es que mi sentido de la orientación es manifiestamente defectuoso.

Si Daniel Boone viviera aún, se mondaría de risa viéndome avanzar vacilante a través de una vecindad totalmente extraña para mí.

A título de ejemplo, explicaré que la pasada semana, habiendo ido a cenar a un lujoso hotel, franqueé una puerta que creí la de los servicios para caballeros.

Pude entonces comprobar que, si las criaturas que salían disparadas, presas de pánico, eran hombres, sus atuendos resultaban algo alejados de la moda actual.

Bel Air, estoy plenamente convencido, fue diseñado por algún diabólico sádico que prescindió deliberadamente de las proporciones y de la lógica. Marchó ya, a enredar y también al infierno con sus planos y sus trazados, pero yo me lo figuro en lo alto de una torre, dominando su creación y riendo histéricamente, mientras por un anteojo mira cómo sus víctimas se cruzan y vuelven a cruzar, en su desesperado caminar hacia el limbo.

Si se quiere tener una idea del trazado de las calles de Bel Air, basta con echar una docena de fideos bien hervidos sobre un plato, y después lanzarlo todo por la ventana.

El resultado de esta operación reflejará fielmente el plano de dicha zona.

Para acabar de aturdir al desgraciado conductor, sobre las diez de la noche asciende del océano una espesa niebla que hace invisible todo punto de referencia.

Así, pues, emprendimos el camino audazmente y al cabo de cinco minutos andábamos tan extraviados como si nos encontráramos en el Alto Nilo.

Seguimos rodando a lo largo de una hora, conversando sobre nuestro anfitrión, sobre política y sobre todos y cada uno de los países del mundo, sin olvidar los océanos.

Mrs. Luce tiene una brillante conversación y como mi diálogo se hacía cada vez más incoherente, empezó a dar muestras de impaciencia.

Al igual que la mayor parte de mujeres que han triunfado, Mrs. Luce es una persona práctica y perceptiva. Cuando precisamente estaba a medio explicar por qué las pinturas de Rembrandt carecen de vida, me interrumpió diciendo:

—Mr. Marx, no intento criticar su forma de conducir ni su sentido de la orientación, pero, me tomo la libertad de decirle que creo que no tiene la menor idea de dónde nos encontramos. ¿No le parece que podíamos pararnos en cualquier esquina para ver en el rótulo el nombre de la calle?

Indudablemente, Bel Air constituye uno de los jardines más pintorescos del mundo.

Los postes de la luz están rodeados de jardines ornamentales de regular elevación, para ocultar, probablemente, que se apoyan en la acera, como los de cualquier otra vulgar urbe.

La niebla se hacía cada vez más densa y la visibilidad era nula a más de dos metros.

Acepté la sugerencia de mi acompañante y me detuve en la primera esquina.

Salimos los dos del coche y a ruegos de ella me encaramé por el farol, como si fuera un ejercicio habitual en mí.

Los años que pasé en la
Navy
me fueron entonces de gran utilidad.

Al fin pude leer el nombre de la calle.

—Mrs. Luce —grité desde lo alto—. Ya no tiene por qué preocuparse. Sé perfectamente dónde estamos. Sin embargo, ahora que estoy aquí arriba, quiero aprovechar la ocasión para excusarme por haberme extraviado. La cosa es que, distraído con sus fascinantes opiniones acerca de las cuestiones internacionales, he conducido con menos atención de la debida.

Bajé ágilmente del farol y fui a reunirme con ella, entre húmedos matorrales.

En aquellos momentos, de la niebla emergió una figura cuyo rostro reconocí: se trataba de Charles Brackett, productor y escritor de la Twentieth Century-Fox.

Mr. Brackett reside en Bel Air y padece de insomnio, lo que hace que cada madrugada, a las dos, dé largos paseos por las colinas, acompañado de su perro.

Esto nos da una idea de la fascinante existencia que lleva la mayor parte de los productores cinematográficos, en este apartado rincón.

Mr. Brackett es un hombre lleno de dignidad que raramente se inmuta, pero puedo afirmar que en aquella ocasión quedó algo sorprendido, si no alarmado, al observar dos figuras semiocultas por el follaje a aquellas horas de la noche.

Nos examinó por un momento, como si no quisiera dar crédito a sus ojos, y luego se volvió a su perro y le dijo:

—Spyros, creía estar ya de vuelta de todo, pero, si alguien me hubiera dicho que llegaría a ver a la embajadora de los Estados Unidos en Italia y a Groucho Marx metidos en un parterre a las dos de la madrugada, no le hubiera hecho el menor caso.

Luego, saludó con el sombrero a Mrs. Luce y, pacientemente, nos guió a través de aquel laberinto, que, de haber sido más pequeño hubiera podido servir para entrenar ratas.

Después, dio media vuelta y se desvaneció en la oscuridad.

Mrs. Luce dijo alegremente:

—Bueno, míster Marx, con esas instrucciones, llegaremos a casa en pocos minutos.

La buena señora desconocía lo escaso de mi capacidad de concentración e ignoraba, naturalmente, que había olvidado enteramente cuanto nos acababa de decir míster Brackett.

Entretanto, los amigos con quienes vivía Mrs. Luce se sintieron inquietos por su prolongada ausencia y telefonearon al anfitrión de la cena.

Éste les informó que había salido de su casa a la una en punto y que debió llegar a la de ellos sobre la una y cuarto.

Alarmados entonces, llamaron a la policía, que al momento despachó dos coches-patrulla para registrar el sector.

A las cuatro cuarenta nos localizaron.

Mrs. Luce estaba plantada en el centro de un parterre y yo, como de costumbre, encaramado en un farol.

Supongo que fue mera coincidencia, pero, al día siguiente, Mrs. Luce partió hacia Italia y yo regresé a la M.G.M.

En años posteriores, por una razón u otra, nunca me ha vuelto a pedir que la acompañara a casa.

Velada de espiritismo en el hogar

Con la posible excepción de los trapos, los institutos de belleza y Frank Sinatra, existen pocas cuestiones sobre las que coincidan las mujeres.

Uno de los tópicos que parece ejercer sobre ellas una insana satisfacción es la magia.

Las esferas de cristal, las adivinadoras de porvenir, los posos del té, los quirománticos, las sesiones de espiritismo y otras paparruchas por el estilo, las enajenan.

Todo esto sirve para demostrar que la civilización femenina no se aparta más de quince años de la pura caverna.

No obstante, ello forma parte de sus encantos, lo mismo que sus tacones altos, sus prendas de nylon y su blanca dentadura.

Yo las he visto horas y horas en torno de un velador, febriles y con la mirada extraviada, y si alguien se hubiera atrevido a decirles que eran ellas mismas las que lo movían, sin ayuda de ninguna fuerza sobrenatural, le hubieran mostrado sus nacarinas dentaduras y le hubieran mandado que se callara y se fuera.

Al llegar a Hollywood por primera vez, fui a vivir a una vieja casa de las colinas que estaba medio derruida.

En aquellos tiempos, uno no podía echar a perder la noche atendiendo a la televisión y había que buscar otros medios de pasar las largas y tristes veladas en que no se ofrecía ninguna cena fuera de casa.

El sexo había sido descubierto y abandonado por la mayor parte de mis amigos.

Cierta noche, un cuarteto de esposas de amigos míos estaba sentado alrededor de la chimenea de mi cuarto de estar.

Eran mujeres olvidadas de la juventud, con hijos mayores y cabellos recogidos hacia arriba.

Pero ¿qué estaban haciendo? Apoyaban la punta de los dedos sobre un objeto de madera semejante a un pequeño velador.

La noche era calurosa y en la chimenea no había más que unos periódicos viejos y unos leños semiquemados del invierno anterior.

Y allí estaban ellas, pobres imbéciles, dándole empujoncitos a aquel endiablado objeto, ajenas a cuanto las rodeaba y en plena excitación.

Estoy seguro de que un buen terremoto no hubiera conseguido apartarles de su concentración.

Al cabo de un rato, me acerqué y amistosamente les pregunté cuál era la causa de su actitud.

Una de ellas me mandó callar.

Otra, más ocurrente, murmuró:

—¿Por qué no revientas?

La tercera me increpó:

—¡Lárgate, cretino!

La cuarta, más comprensiva y explícita me indicó:

—¡Has de saber que estamos en contacto con el espíritu de George Washington, so memo!

¿George Washington? Aún, si hubieran dicho George Raff, acaso las hubiera comprendido.

¡Pero, Washington! Lleva muerto casi doscientos años (y probablemente está más atareado que nunca), y allí estaban aquellas cuatro microcefálicas tratando anhelantes de entrar en contacto con él.

Hubiera llegado a comprender que intentaran ponerse en contacto con su esposa, pero ¿qué demonios podían tener en común con George?

Pero aquellas ya maduras vírgenes seguían dando empujoncitos al leñoso artefacto.

Finalmente, una de ellas dijo:

—George, estamos tratando de llegar hasta ti. ¿Percibes nuestras señales? ¿Nos oyes?

No sé si George las oyó o no, pero el caso es que de la chimenea salió una rata de tamaño regular y las cuatro mujeres entre desmesurados chillidos fueron a refugiarse sobre el piano.

Nunca pude convencerlas de que la rata no era precisamente el padre de la nación americana, y, bien pensado, tal como van las cosas, es posible que sí lo fuera.

Entre extraños médiums

Hace años, cuando vivíamos en el South Side de Chicago, dicho barrio se había hecho bastante populoso.

De entonces a acá la mayor parte de los nativos adinerados han emigrado, desplazándose más al sur o tomando las carreteras del North Side, que, si uno se descuida, pueden conducirle hasta las cercanías del polo.

A medida que sus grandes mansiones fueron enmoheciéndose y arruinándose, avanzó su invasión por parte de sastres, fontaneros, corredores de fincas, doncellas equívocas y otros personajes de pareja alcurnia.

En uno de aquellos caserones se albergaba una señora dedicada al espiritismo.

Su publicidad alcanzó los más recónditos lugares del South Side.

No recuerdo textualmente el contenido de sus prospectos, pero recuerdo que estaban redactados en un tono confortante. En grandes letras escarlatas, venían a decir:

«¿Le gustaría comunicarse con sus seres queridos que ya no pertenecen a este mundo? Recuerde que la persona a quien amó le echa de menos.

»Permita que le ayudemos a comunicarse con ella.

»Damos respuesta a cualquier pregunta acerca del futuro.

»Consulta diaria de 8.30 a 11 de la noche, en Mystic Hall.»

Seguí la dirección y firmaba «Madame Ali Ben Mecca, Supremo Exponente de las Ciencias Ocultas de Arabia».

Mi pasada experiencia y mis largos años de trifulcas domésticas me indicaban que pronto o tarde me vería obligado a asistir a una de aquellas sesiones de espiritismo.

Realmente, hubiera sido más inteligente consentir en ello a la primera insinuación. Así me hubiera ahorrado varias semanas de peloteras, recriminaciones y altercados.

Llegamos cuando la sala, espaciosa y sombría, estaba ya casi llena.

Sobre el altar había dos urnas en las que quemaban incienso. Era un olor de los más peculiares que he conocido.

Mis años de actor de vodevil me permitieron identificar al momento aquella mezcla de olores, que correspondían, por partes iguales, a opio, coliflor y excremento de perro.

Mi primer impulso fue desmayarme.

No obstante, mi acompañante femenina, veterana en muchas guerras sin cuartel y habitual de las liquidaciones de gangas, me acomodó rápidamente en un taburete y se puso a abanicarme.

Tuvo algunas dificultades, pero al fin, consiguió reanimarme a base de puntapiés en las canillas.

Mientras me sacudía como un perro de Terranova cuando sale del agua, pude ver ante el altar a un zombie alto y anémico, que vestía uniforme de general ruso y cubría su cabeza con un gorro de seda que alargaba aún más su figura.

El zombie nos previno de que habíamos de ser pacientes.

Con entonación aterciopelada, nos explicó que, antes de aparecer, Madame había de sintonizar su ectoplasma con el mundo de los espíritus.

Siguió diciendo sandeces del mismo estilo durante un rato, mientras el humo de las urnas iba llegando hasta mí con efectos soporíferos.

Pero mi compañera, por su parte, estaba resuelta a mantenerme despierto.

Cada vez que inhalaba una bocanada de aquella aromática porquería, daba una cabezada, e, inmediatamente, mi pareja me propinaba una patada en la espinilla.

Al poco rato, además de sentirme intoxicado, tenía los tobillos doloridos y llenos de hematomas.

De repente, resonó el batir de un címbalo y la «Madame de Arabia» apareció en toda la magnificencia de sus ochenta kilos.

Vestía vaporosas ropas terminadas en una cola que sostenían sus dos cetrinos ayudantes.

La
Madame
bien podía ser de Arabia, tal como anunciaba, pero para cualquiera que estuviera familiarizado con el Sur, su estampa parecía escapada de
La cabaña del tío Tom
. Sólo le faltaba el ambiente de una plantación de algodón.

Su entrada fue acompañada de un violento codazo en las costillas que me atizó mi acompañante.

Antes de que me diera cuenta de lo que hacía, había echado tres dólares en la escudilla que uno de los ladrones subalternos paseaba por toda la sala.

Cuando la obesa adivina de la Arabia se hubo sentado con toda la ceremonia requerida por su rango, el zombie nos anunció que los tres dólares que habíamos entregado no nos conferían derecho alguno en relación con cualquier comunicación astral.

Solemnemente, explicó que aquello no era más que el derecho de entrada, añadiendo después que, por cinco dólares más, Madame se pondría en contacto con cualquier amigo o pariente que hubiera tenido la fortuna de palmarla.

—Si no tienen difunto a quien invocar, Madame reponderá a cualquier pregunta que le hagan sobre el tema que sea: cotización de acciones, resultados deportivos, longevidad u otra cuestión que pueda interesarles. La Reina lo ve todo y todo lo sabe.

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