Read Memorias de un amante sarnoso Online
Authors: Groucho Marx
No hubo objeción por parte de Mr. Blank. Después de todo, las cartas trucadas siempre serían cartas trucadas. Mientras pudiera valerse de ellas, igual le daba jugar al bacarrá que a la mona.
La puja en el
pinacle
es bastante parecida a la del bridge, y a los muchachos les resultó bastante fácil establecer una serie de señales para indicarse recíprocamente sus juegos y la forma de llevarlos adelante.
A la noche siguiente, cuando se sentaron ante la mesa de juego, Mr. Blank desenfundó dos barajas y dijo:
—Andando.
—Si no le importa, Larry —dijo Chico—, usaremos estas cartas nuevas, todavía precintadas, que hemos traído. Perdone, pero es que sufro una alergia que contraje en Oriente, y cada vez que huelo a cartas viejas me pongo a estornudar.
Mr. Blank se dio cuenta de que le acababan de clavar sus cañones, pero tenía la seguridad de que, con su instinto de tahur, podría pelar a aquellos infelices aun sin las cartas marcadas.
—Bueno —respondió—. Lamento lo de su alergia. También estuve en Hong Kong, y, verdaderamente, aquello apestaba.
Y tras este cortés comentario, añadió:
—¿Empezamos?
El apartamento de Mr. Blank era lo menos confortable que puede imaginarse. Contenía cuatro sillas, una mesa y una diminuta chimenea, donde ardían cuatro escuchimizados palitroques.
Si el lector está familiarizado con las incomodidades de las casas del Soho, le será fácil comprender las causas de la persistente decadencia del Imperio británico.
Desde medianoche hasta las tres de la madrugada, Mr. Blank perdió continuamente, y, por una extraña coincidencia, Chico y Harpo ganaron sin cesar.
Al cabo de las tres horas, se habían adueñado de buena parte del dinero de Mr. Blank, y estaban dispuestos a marcharse.
En cambio, Mr. Blank, poco acostumbrado a perder, estaba desesperado y les rogó que continuaran.
Ellos le contestaron que les gustaría seguir, pero le hicieron ver que, si bien la temperatura del piso resultaba apropiada para el patinaje sobre hielo, se prestaba poco para juegos de salón.
A pesar de todo, accedieron finalmente, con una sola condición.
Mr. Blank habría de aportar algo de leña para animar el esmirriado fuego de la chimenea.
—Son las tres de la mañana. A estas horas no veo la manera de conseguirla —objetó Mr. Blank.
Los chicos se levantaron disponiéndose a salir y dijeron:
—Lo sentimos, pero, en tal caso, la partida ha concluido.
—Esperen, muchachos —dijo él—. Los muebles que tengo son todos bastante viejos. Los compré ya hace años por una miseria. ¿Se avendrían a continuar si convierto en leña una de estas sillas?
—Conforme —respondieron.
Sabían que le tenían atrapado y que, cuanto más jugaran, más sería el dinero de Mr. Blank que cambiaría de manos.
Se produjo una hoguera alegre y reconfortante, pero al cabo de unos minutos, la silla se había consumido.
La habitación se fue enfriando de nuevo y se hizo preciso sacrificar una segunda silla.
Los muchachos seguían ganando; animados por el templado ambiente y por la elevada suma que le estaban soplando a Mr. Blank, se sentían enteramente felices.
Finalmente, la última silla pasó a la chimenea.
Continuaron entonces el juego arrodillados.
Si alguien hubiera entrado en la habitación en aquel momento, probablemente se habría creído hallarse ante tres píos mahometanos entregados a sus oraciones.
El fuego se extinguió finalmente y la temperatura descendió a niveles antárticos.
Nuestro trapacero amigo estaba desesperado. No podía comprender su persistente mala suerte. Nunca le había sucedido nada semejante.
¿Habrían señalado las cartas de forma que ni él mismo lo notaba? No, no podía ser. Había visto cómo rompían el precinto de las barajas con sus propios ojos.
Si, por lo menos, conseguía retenerlos un poco más, estaba seguro de que cambiaría su suerte y podría recuperar lo perdido.
Así fue como suplicó a los chicos en tono realmente patético:
—¿Por qué no juegan, siquiera, una horita más?
—Nos gustaría hacerlo, Larry —dijo Harpo—, pero mire cómo tengo los dedos: azules y entumecidos. Apenas puedo sostener las cartas.
Chico, por su parte, comentó:
—El otro día leí en la prensa que se aproxima la edad de hielo que venían anunciando desde hace siglos. Yo diría que ha llegado esta noche.
Mr. Blank esbozó una pálida sonrisa y dijo:
—Queda la solución de quemar también la mesa, si no les importa sentarse en el suelo y jugar sobre la alfombra. Es una mesa barata y nunca armonizó con el resto del mobiliario.
Dado que el resto del mobiliario se había disipado ya chimenea arriba, la cosa tenía muy poco sentido.
Supongo que, en aquellos momentos, sus sesos se hallaban seriamente afectados por la impresión de su desacostumbrada mala suerte.
Los chicos, que seguían ganando, repusieron:
—De acuerdo. En realidad, casi preferimos jugar en el suelo.
Pedazo a pedazo, la mesa fue pasto de las llamas.
Cuando su último fragmento quedó convertido en cenizas, el frío volvió nuevamente, como un pariente pobre en Nochebuena.
Harpo empezó a estornudar y a Chico le castañeteaban los dientes.
Por último, éste dijo:
—Bueno, Larry, son las siete, nos estamos helando y, además, tenemos hambre. Nos volvemos al hotel, a deshelarnos y a comer algo.
Observaré, de paso, que Mr. Blank, sobre ser un cochino tramposo, no se distinguía precisamente por su hospitalidad. Mis hermanos llevaban allí siete horas y todo lo que les había ofrecido había sido una taza de Bovril y unas galletas.
Hacia las siete de aquella fría y húmeda madrugada, Mr. Blank llevaba perdidos seis mil dólares y todo su mobiliario, y los chicos habían ganado seis mil dólares y estaban flirteando con la pulmonía y la inanición.
El juego había de cesar. Iban sus vidas contra su dinero. Ya no quedaba nada que pudiera quemarse en la chimenea.
Mr. Blank, desesperado, llegó a pensar en sacrificar al fuego su propio cuerpo, pero, después de pensarlo, acabó por desistir. ¿Cómo iba a poder seguir jugando desde la chimenea? Así que, por vez primera en su prolongada y tortuosa carrera, Mr. Blank se vio forzado a admitir que había perdido la noche.
Antes de marcharse, Chico y Harpo le dieron veinte dólares, y le sugirieron que, si habían de volver a jugar allí, convendría que encargara algo de leña.
Mr. Blank era un tramposo, pero en cambio, no era idiota. De modo que tomó los veinte dólares y dijo:
—No creo que volvamos a jugar. Con esta vez he tenido bastante.
Ya en la escalera, Harpo y Chico cambiaron un jubiloso apretón de manos y se sumieron a tientas en la penumbra de la madrugada.
Consiguieron un taxi y encargaron al conductor que les llevara a toda prisa al restaurante más caldeado de Londres.
El chófer pareció extrañado por el requerimiento.
—Yo diría —dijo— que lo que quieren ustedes es un
buen
restaurante.
—No nos importa que sea bueno o no —dijo Harpo—. Limítese a llevarnos a uno que tenga buena calefacción. Cuando se reanude nuestra circulación sanguínea, decidiremos dónde comemos.
No creo necesario mencionar el nombre de la ciudad ni el del personaje.
Generalmente interpretaba teatro serio, pero la obra que presentaba se vino abajo y hubo de dedicarse una temporada al vodevil, uniéndose a la compañía en que estaba yo con mis hermanos.
Era apuesto y elegante, y se comportaba como lo que era: un presumido.
Le invitaron, al mismo tiempo que a nosotros, a uno de los más lujosos burdeles de la ciudad, y, aunque no nos agradaba mucho su compañía, no hicimos ninguna objeción por su presencia.
Como casi todos los egomaníacos, el hombre carecía totalmente de sentido del humor.
Pero, lo que le faltaba de humorismo, le sobraba de fanfarronería.
Apenas nos habíamos sentado en el salón, cuando él ya se había adueñado de la situación, acaparando las miradas de las chicas y de la madame.
Cuando en un lugar así se cae bien, le aprecian a uno.
Pero cuando se cae mal, lo mejor que uno puede hacer es largarse, antes de que surjan complicaciones.
De no obrar así, se corre el riesgo de que nos abran la cabeza de un botellazo o de que nos desaparezca la cartera.
Por otra parte, si nos excedemos en cualquier sentido, lo más probable es que madame requiera los servicios del matón de la casa, ducho en la expulsión violenta de indeseables.
Llegamos hacia las once y media, cantamos algunas canciones, y, luego nos tomamos unas cervezas y unos bocadillos.
Sobre la una, cuando ya nos despedíamos, la madame se acercó a nuestro amigo y con la mayor gentileza le invitó a que pasara allí la noche.
Él, con su acostumbrado tacto, preguntó cuánto le costaría la cosa.
Y la madame, con voz melosa, le contestó:
—Tratándose de ti, encanto, ni una perra. Todas las chicas están locas por ti. En toda la noche no han hecho más que hablar de ti, y ahora me han pedido que te invite a quedarte toda la noche, como invitado.
Al día siguiente, poco antes de la
matinée
, Shakespeare entró en nuestro vestuario.
Su rostro estaba más blanco que muchas sábanas sobre las que he dormido.
Entonces, empezó a relatarnos lo que le había acontecido la noche anterior.
Nos explicó que, después de irnos nosotros, se acercó a él la chica más estupenda de la casa y le dijo que la madame había organizado una especie de rifa.
Ella había sido la agraciada e iba a tener el placer de pasar con él toda la noche.
—Nena —murmuró él— ve arriba y espérame un momento. Yo subo enseguida, nena.
(Lo de nena era el típico nombre cariñoso que se empleaba en aquellos lugares.)
—Subí a la habitación que me había indicado —siguió diciendo— y quedé extrañado al observar que no había en ella mueble alguno, con excepción de un viejo catre de campaña. No había alfombra ni sillas ni armario.
De repente, oí el girar de una llave en la cerradura.
Me acerqué a la puerta y traté de abrirla.
Estaba cerrada.
Esto es una broma —pensé entre mí—, y lo mejor que puedo hacer es seguirla. Me consta que la chica está loca por mí. Estoy seguro de que no tardará en abrir la puerta para llevarme a un dormitorio de ensueño.
La habitación estaba bastante oscura, pues sólo la iluminaba una débil bombilla que colgaba del techo.
Bueno, pensé, no es cuestión de quedarse aquí plantado. Me desnudaré y me echaré en el catre.
A falta de armario, coloqué en el suelo la ropa, después de doblarla cuidadosamente. Luego, me quedé mirando hacia la puerta, esperando que se abriera de un momento a otro.
En aquel momento percibí un extraño rumor procedente del otro extremo de la habitación.
A pesar de la poca luz, pude observar que, de un agujero de la pared, salía una rata enorme.
Corrí a la puerta, y empecé a golpearla y a gritar que me dejaran salir.
Pero nadie me contestó.
Me senté entonces en el borde del catre, con el pulso algo alterado.
El rumor continuaba.
Cogí un zapato y se lo tiré a la rata, pero fallé la puntería.
Sin embargo, la rata desapareció y yo me sentí algo aliviado.
Me eché otra vez en el catre, y, al cabo de poco, volví a oír el mismo ruido. Aquella vez tiré el otro zapato afinando más la puntería.
Quince minutos después había arrojado en aquella dirección toda mi ropa y las ratas empezaban a aparecer desde seis puntos distintos de la habitación.
Me sentía invadido por el pánico. Las ratas siempre me han asustado. Creo que preferiría enfrentarme con un león a tocar tan sólo una rata.
Corrí de nuevo a la puerta, gritando que la abrieran. Hice girar el pomo desesperadamente, y, con gran extrañeza, comprobé que la puerta se abría. Era evidente que mientras yo gritaba alguien la había abierto.
Dando voces para espantar a las ratas, fui hasta el extremo de la habitación y precipitadamente recogí mis ropas y zapatos.
Me encaramé en el catre y allí me vestí rápidamente.
Bajé luego corriendo las escaleras y, por fin, salí a la calle.
Me paré un momento en la acera, todavía trémulo, y entonces pude escuchar unas alegres carcajadas.
Miré hacia arriba, y, en una ventana del segundo piso, vi asomadas a madame y sus seis chicas, riendo a mandíbula batiente.
Salí a la carrera hacia el hotel, me encerré en mi habitación y me tragué cinco píldoras somníferas. Así, finalmente, conseguí dormitar un poco.
Aunque no teníamos simpatía alguna por él, he de admitir que sentimos pena ante su macabra historia.
Nunca había visto a nadie tan demudado.
Cuando, al cabo de unos minutos, se repuso un poco, salió en busca del director para advertirle de que, en el estado en que se hallaba, no se veía capaz de actuar en la viñeta shakesperiana que venía representando para los lugareños.
Aquella misma tarde tomó un tren y regresó a Nueva York.
No sé cómo se las compondrían la madame y sus chicas, pero resulta difícil comprender que pudiera haber tanta rata en una casa de zorras.
Al frente de una de las principales agencias publicitarias de Nueva York, se hallaba un holandés de Pennsylvania, alto y desangelado, que tenía la mujer y los hijos acostumbrados a las normales oficinas fastuosas en Madison Avenue y en Hollywood.
Cada dos meses, más o menos, los negocios le obligaban a tomar un avión para llegar hasta la Costa Occidental.
Preparaba estos viajes con gran anticipación, pues, aunque amaba a su esposa, nuestro hombre era algo mujeriego. Y California, para él, era algo así como un coto de caza privilegiado.
Como era una potencia dentro de la televisión, estaba siempre invitado a las mejores fiestas. Sin embargo, no tardó en descubrir que en aquellas reuniones no había mucho que aprovechar. La mayoría de las mujeres estaban ya casadas, o, si no, a punto de hacerlo.
Nuestro holandés invitaba de vez en cuando a alguna de las empleadas de su oficina, pero, al poco tiempo, la mayoría de las chicas acabaron por rechazar sus invitaciones.
Había circulado el rumor de que, aunque ofrecía espléndidas cenas, el paso inmediato era, inevitablemente, acompañarle a la
suite
que tenía en el hotel.