Memorias de un amante sarnoso (15 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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Hace muchos años, en nuestros viejos tiempos del vodevil, nos instalamos una vez en una pensión de un pueblucho que se llamaba Orange, en Texas.

Además de los hermanos Marx, aquella
menagerie
comprendía seis picapedreros mexicanos, una patrona mexicana y su hija, también mexicana.

En todas las ficciones, la hija del terrateniente, lo mismo que la hija de la patrona, es inevitablemente una belleza irresistible.

Pero aquella hija, Pepita de nombre, era, desgraciadamente, un esperpento.

Entre sus atractivos mejores se contaban varias mellas en su sucia dentadura, un busto de escrofulosa y una nariz que parecía un mapa en relieve de los Andes.

A pesar de que éramos jóvenes y poco exigentes, Pepita era un desafío al que ningún hombre que estuviera en sus cabales hubiera respondido.

Cuando nos metimos en aquella casa de huéspedes no teníamos la menor idea de que su cocina había venido de más allá de Río Grande.

No es extraño que nos quedáramos algo sorprendidos al descubrir la primera mañana que el desayuno se componía exclusivamente de tamales y café mexicano.

Por si el lector no ha probado nunca esa especie de brebaje al que llaman café, lo describiré en pocas palabras.

Consiste en achicoria, a la que se mezcla un poco de arcilla para darle cuerpo; algo que nadie es capaz de beber.

Los tamales del desayuno nos parecieron un singular sustituto de los huevos.

Del mismo modo, tampoco estábamos acostumbrados a los fríjoles a la hora de almorzar.

No obstante, cuando en la cena la patrona nos sirvió carne con chile, como plato fuerte, llegamos al convencimiento de que, aunque no estábamos en México, nuestros estómagos se habían orientado decididamente en aquella dirección.

Aquella comida no nos sentó demasiado bien y pasamos casi toda la noche agitados, gruñendo y dando vueltas en la cama.

La comida que nos ofrecieron el martes y el miércoles, no difirió en una sola haba de la que comimos el lunes.

Al llegar el miércoles por la noche, habíamos ingerido tal cantidad de aquella ardiente bazofia, que nos pasábamos la mayor parte del tiempo bebiendo agua, en un vano intento de apagar el fuego interno que nos abrasaba las entrañas.

Después de nueve comidas mexicanas a lo largo de tres días, comprendimos que el agua en cantidades domésticas era una solución insuficiente para aquel problema.

Era preciso un chorro caudaloso y continuado, algo así como una buena manguera, pero, desgraciadamente, no había ninguna accesible; ni siquiera en el cuartel de los bomberos.

Los obreros mexicanos se tragaban la pitanza como si fuera comestible, y aún, pedían más.

Nosotros la comíamos porque no nos quedaba más remedio.

Aquella noche, mientras nos retirábamos a nuestra habitación, Harpo, con la ilusión de que saltando y moviéndose facilitaría la digestión del forraje, empezó a trenzar los primeros pasos de su creación
La cucaracha.

Nuestro dormitorio contenía dos camas, una palangana, una jarra, y una toalla para cada una de las víctimas.

Como que el agua corriente no había sido introducida todavía en aquella región de Texas, la que contenía la jarra desapareció rápidamente.

A pesar de que nos hallábamos en lo más crudo del invierno, el dormitorio no precisaba de calefacción.

Nuestros estómagos, cargados de pimienta, tabasco y habas coloradas, emitían calor suficiente, no sólo para nuestra habitación, sino para el edificio entero.

Llegué a creer que, entre los tres, podíamos haber mantenido templado el Madison Square Garden, en la noche más fría del año.

El miércoles por la noche, los efectos acumulativos de aquella dieta latina, empezaron a dejarse sentir.

Apenas pudimos pegar ojo, en medio del concierto de gruñidos, gorgoteos, imprecaciones y otros sonidos animales, que ambientó nuestra habitación.

El jueves por la mañana, nos sentíamos poco dispuestos a levantarnos para enfrentarnos otra vez con aquella especie de comida, en la que las especias abundaban más que la comida.

Hubiéramos ido a desayunar a una cafetería, pero no teníamos dinero.

En aquellos tiempos, los actores éramos gente sospechosa a la que se obligaba a pagar por adelantado, especialmente en las pensiones.

No nos quedaba, pues, otra alternativa que completar la semana a base de rancho mexicano o morir de inanición.

Cuatro muchachos desesperados celebraron consejo de guerra aquella mañana.

Como yo era el único que llevaba bigote, tomé primero la palabra.

—Chicos —empecé—, supongo que todos estamos dispuestos a admitir que somos jóvenes y sentimos apego por la vida. ¿No es así?

Mis hermanos asintieron con la cabeza, al unísono.

—Siendo así, he tenido una idea tan brillante que hasta mentira parece que se me haya podido ocurrir. Si da resultado, estos últimos días que nos quedan, no serán nuestros últimos días, y ya supondréis a qué me refiero.

Oíd atentos.

—Todos hemos visto y evitado a Pepita, la repulsiva hija de la patrona, a pesar de que, tanto como actores, como por hermanos Marx, no es costumbre nuestra ignorar a ninguna mujer joven, mientras no sea infrahumana. Sin embargo, si queremos sobrevivir, uno de nosotros tiene que someterse al supremo sacrificio. En otras palabras, uno de nosotros tiene que conquistar a Pepita. Tendrá que decirle que está locamente enamorado de ella y que lo único que podrá separarlos es la comida extranjerizante que nos dan. Habrá de hacer que Pepita persuada a su madre, para que nos suministre comida a la americana durante el resto de la semana. Entre amorosas caricias, habrá de susurrar junto a sus orejas de a palmo, que no puede vivir sin ella, pero que las vituallas de su madre están quemando vivas nuestras entrañas. Mientras la abrace estrechamente, habrá de prometerle que si puede solventar este problema, él, por su parte, hará por ella lo que ningún hombre ha hecho por una mujer, desde los tiempos del Paraíso.

El malestar que sentíamos a consecuencia de la comida no hizo más que agravarse, ante el pensamiento de tener tratos amorosos con Pepita.

En aquel instante, Harpo, aún bajo la idea de que agitándose endiabladamente conseguiría aliviar los ardores de su tubo digestivo, se puso a bailar
La cucaracha
.

—Ahora, caballeros… o hermanos, si lo preferís así —continué—, todos sabemos que en el ejército, cuando existe una misión muy arriesgada, se piden, ante todo, voluntarios. Pero, afortunadamente, no estamos en el ejército, y, por otra parte, es evidente que, después de conocer a Pepita, nadie va a ofrecerse voluntariamente. Por lo tanto, ya que todos somos hombres de honor, os propongo que lo juguemos al palillo más corto. Quien resulte afortunado, y valga el sarcasmo, tendrá el placer de pasar la noche, haciendo lo que, en verdad, es antinatural, con esa monstruosa adolescente. ¿Tenéis que hacer alguna objeción?

Oí algunas expresiones obscenas que respondieron a mi pregunta, pero no me parece oportuno reproducirlas. No he de olvidar que este libro puede caer en manos inocentes.

—Concretando, pues —seguí—, esta noche, el señalado por la suerte, no sólo rescatará a sus hermanos y a sí mismo de la muerte por envenenamiento, sino que pasará una noche de amor, que me atrevo a decir que no olvidará en toda su vida.

En cuanto cesaron los exabruptos, preparé los cuatro palillos, y, cerrando los ojos, deseé con todas mis fuerzas no ser la víctima propiciatoria.

Mi bondad natural me prohibe mencionar el nombre del desgraciado hermano al que el hado señaló con el dedo.

Los supervivientes, locos de alegría por haber escapado al contacto físico con Pepita, se apresuraron a animar y dar buenos consejos al condenado.

Éste gimoteó un poco, aunque sin esperanzas, pues bien sabía que no quedaba otra salida. Si hubiera tratado de desertar, los tres más afortunados lo hubieran vapuleado hasta convertirlo en fosfatina.

El jueves por la mañana, mientras conteníamos las náuseas ante una gran fuente de tamales, el que sacó el palillo más corto (le llamaremos hermano X) inició su campaña, mirando con ojos de cordero agonizante a la doncella mexicana.

Decir que se sintió sorprendida y adulada, sería decir muy poco.

En aquella casa superpoblada por diez hombres jóvenes y apasionados, era la primera vez que un varón la miraba sin ostensibles arcadas.

Mujer al fin, no tardó en tragar el cebo, mirándole con los ojillos entornados y dedicándole sonrisas que evocaban la halitosis.

El flirteo y los intercambios amorosos continuaron durante el almuerzo.

Después del inevitable chile vespertino, mi hermano X le preguntó, con un estremecimiento, si podrían verse después de la representación.

Pepita, como era de suponer, le dijo que si quería algo, no tenía más que pedirlo.

—Pero, antes —susurró— quiero sentirme en brazos de mi apuesto caballero.

Aunque la sugestión le causó espanto, mi hermano X no era cobarde ni mucho menos.

—Ten paciencia, mi rosa de México. Luego tendrás mis brazos y cuanto quieras de mí (supongo que se refería a lo poco que quedaba de él, después de cuatro días de aquella dieta infernal). Pero antes quiero decirte una cosa. Ya sabes que tanto mis hermanos como yo, adoramos a los mexicanos. Nos gustan vuestros modales y vuestras costumbres, y siempre os hemos admirado en vuestra lucha por la independencia. Pero la comida que prepara tu madre, aunque es mejor que la que dan en muchos restaurantes del Este, no es la clase de alimentación a que estamos acostumbrados, y perjudica seriamente nuestras digestiones y nuestras libidos.

—Amor mío —dijo mimosa—, siento mucho que haya pasado esto. Pero dime qué es lo que quieres comer y mamá lo preparará. Bésame, corazón, que me tienes loca.

Al ver que se acercaba, él, instintivamente, se echó atrás.

—Amada mía —dijo en medio de la retirada—. Bastará con que tu madre, que por cierto es casi tan linda como tú, nos prepare huevos, chuletas, pollos y alguna verdura de la temporada.

Y ahora, amable lector, echaremos un tupido velo sobre lo que hubo de ser el encuentro más desigual habido en el mundo desde que David venció a Goliat.

El viernes amaneció un día radiante.

Ni una sola nube manchaba la inmensidad azul del cielo.

Una suave brisa de poniente acariciaba el paisaje y llevaba, de paso, a nuestras pituitarias el grato aroma de los huevos con jamón que nos esperaban en el comedor.

Me resisto a citar el nombre del hermano que sacrificó parte de la noche a aquel espantajo, pero he de reconocer que su gesto no fue estéril.

A la hora de almorzar, nos dieron pollo asado y pasteles, y en la cena, tuvimos chuletas, patatas hervidas y melón con mantecado.

Fue inútil que los tres restantes interrogáramos al mártir sobre la noche anterior, y le gastáramos las clásicas bromas, naturales en aquellas circunstancias.

Mi hermano X, como todos los que tienen la grandeza de sacrificarlo todo, permaneció silencioso. Se limitaba a sonreír desmayadamente.

Pepita, en cambio, se mostraba excitada y parlanchina, y no desperdiciaba ocasión de coquetear con mi hermano. Éste apartaba la vista cada vez que le miraba.

Cuando le servía la comida, se arrimaba a él, tratando de sentir otra vez el contacto de su cuerpo.

Pero él no era tonto, y cuanto más se acercaba ella, más echaba él su silla hacia atrás, dispuesto a echar a correr o a meterse debajo de la mesa, si se hacía preciso.

En cuanto hubo tomado la última cucharada de mantecado, mi hermano X, ignorando las insinuaciones y los avances de Pepita, salió corriendo y no paró hasta llegar al teatro.

Ya en el vestuario, todos sus hermanos lo cubrimos de elogios.

Con nuestros estómagos liberados de aquella horrible dieta mexicana, ofrecimos una actuación excepcional.

Durante toda la obra seguimos cubriendo de halagos y de palmadas en la espalda a nuestro héroe.

He de reconocer que, con nuestra actitud, teníamos algo desconcertado al público, pero, como que esto es cosa que sucede normalmente en nuestras representaciones, no le dimos ninguna importancia.

Después de actuar, regresamos a la pensión.

Allí estaba Pepita, ansiosa de otra noche de éxtasis, sentada ante la puerta olfateando una rosa y esperando a su amante.

Pero nuestro héroe estaba alerta y al observar la presencia de aquella especie de gárgola, se deslizó por la parte trasera de la casa, se coló por una ventana y corrió a encerrarse en nuestro cuarto.

Antes de que abriera, tuvimos que esforzarnos mucho para convencerle de que no éramos Pepita.

Aquella noche tuvimos un sueño suave y tranquilo. Tras ella, llegó la mañana del sábado (como sucede casi siempre, después de la noche del viernes).

Nos chupábamos los dedos pensando en las deliciosas comidas que nos esperaban.

Nos vestimos precipitadamente y descendimos en tumulto hasta el comedor.

Hasta que apareció Pepita y echó sobre la mesa una fuente de tamales, no comprendimos que la peor furia del averno es preferible a una mujer desdeñada.

En el almuerzo nos sirvió fríjoles.

¿Y en la cena? ¡Justamente! ¡Carne con chile y café mexicano!

Así queda bien claro, que, a pesar de Enrique VIII, el camino del corazón no pasa necesariamente por el estómago.

En aquel caso, el camino de nuestros estómagos pasaba por el corazón de nuestro hermano X.

Y tengo motivos para decirlo, porque el hermano X era yo.

QUINTA PARTE
La filosofía marxista según Groucho
Lo que este país realmente necesita

Debo advertir ante todo que no soy candidato a nada.

Me gusta, simplemente, que se hable de mí.

El eslogan de «Marx como vicepresidente» no mereció nunca mi apoyo, ni, por otra parte, progresó mucho en ningún momento.

Fue lanzado por un oscuro californiano que carecía de experiencia política, y que, incidentalmente, estaba completamente borracho.

La cosa en sí sucedió de un modo espontáneo.

Estaba en aquella tediosa cena charlando sobre los problemas mundiales, cuando aquel tipo gritó de repente:

—¡Propongamos a Groucho Marx para la Vicepresidencia!

Naturalmente, me sentí aludido, y pregunté por qué había sido elegido para tal honor. ¿Qué causa impulsaba a mis amigos a presentarme como candidato?

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