Read Memorias de un amante sarnoso Online
Authors: Groucho Marx
La moraleja de esta historia es de triple aspecto: si se tiene talento, pronto o tarde sale a relucir; no es remunerador ocultar el talento cuando se tiene, y, finalmente, si no se consigue por simple adición el efecto deseado, debe invertirse el sentido y probar por sustracción.
En muchas ocasiones, los gobiernos reflejan el pensamiento del pueblo.
Pero, en otras, cometen equivocaciones, que, a veces, son garrafales.
Una de las planchas más descomunales, ocurrió cuando el gobierno de los Estados Unidos notificó a los mormones que habían de abolir la poligamia, poco más o menos.
Si el lector ha estudiado la historia de América, cosa que dudo, sabrá que, originalmente, existían razones prácticas que imponían la poligamia entre los mormones.
La proporción de los varones, en relación con las mujeres, era muy reducida, y para asegurar una nutrida descendencia, no sólo se permitía, sino que se exigía, que cada marido tuviera un número indefinido de mujeres.
Para mi desgracia, no tuve la oportunidad de andar por allí en aquellos tiempos, de modo que mis conocimientos acerca de aquel período son algo escasos; sin embargo, jamás tuve noticia de que las mujeres mormonas se mostraran insatisfechas.
Lamento decir que esta pluralidad conyugal se halla en vías de extinción sobre toda la tierra.
En algunos países, existían harems, y, en otros, había concubinas.
En otros, aun, los hombres prescindían de eufemismos y permutaban simplemente sus mujeres, esperando siempre, como es natural, mejorar con el cambio.
Con todo esto, trato de demostrar que, en la mayoría de los países, el hombre sigue practicando un sistema transformado de poligamia, en el que lo único cambiado es el nombre.
En Francia, por ejemplo, lo más corriente es que el marido tenga esposa y querida.
Y es también normal, que, aparte de estas dos, traiga otra hembra al retortero; en este caso, el polifacético amante, el marido, hiere por igual los sentimientos de sus dos primeras mujeres y corre grave riesgo de morir a manos de cualquiera de las dos, con el cuchillo del pan clavado entre dos costillas.
En los países latinos, donde domina el pensamiento religioso, se hace virtualmente imposible obtener el divorcio.
No sé cómo se las componen los varones, pero el caso es que sus actividades extracurriculares no parecen, en modo alguno, disminuidas por las presiones a que están sometidos.
No existe freno capaz de detener a un hombre normal, de sangre caliente, en su inclinación hacia cualquier chica estupenda que se ponga a su alcance, e, incluso, un poco más allá.
Ya sé que lo que digo no es ninguna novedad, ni siquiera una observación original; es algo que todos los hombres comprenden y que la mayoría de las mujeres se niegan a creer o aceptar.
No poseo datos que me permitan afirmar que todos los maridos americanos engañan a sus mujeres.
Por el contrario, creo que, en su mayor parte, son fieles a sus esposas, desde su punto de vista.
Con ayuda de Ernest Dowson, Horacio dice: «Te he sido fiel, Cynara, a mi manera».
Esta afirmación es bastante condicionada y Horacio debería avergonzarse de ella.
Si cito a Horacio, es solamente para que el lector se entere de que, aunque no soy más que un humilde actor de vodevil que ha desperdiciado los mejores años de su vida trabajando por los peores pueblos de América, no por ello he dejado de echar una ojeada a los clásicos, en algún momento de aburrimiento y desesperación.
Así, el amado lector podrá darse cuenta de que, después de haber bebido en las fuentes de la sabiduría, puedo ofrecerle algo más que este mundano ensayo sobre el sexo y sus ramificaciones.
Y que me perdone el adjetivo mundano en relación con el amor.
¡Mundano!
¡Vaya palabreja para calificar esa gloriosa experiencia que la Madre Naturaleza improvisó para tener a la humanidad en pie, y, ocasionalmente, acostada!
En cualquier caso, sea por temor al ostracismo social y a las pensiones en concepto de alimentos, o sea por el deseo de mantener a la familia unida bajo un mismo techo, la mayor parte de los varones reprimen severamente sus normales y básicas apetencias.
A mi edad, estoy seguro de haber leído siete u ocho millones de palabras dedicadas a las ansias que, normalmente, el hombre siente por otras mujeres que no sean la propia.
Es bastante curioso, pero raramente he leído un artículo en el que la mujer anhelara el amor de un hombre que no fuera su marido.
Al marido típico, de frente cada vez más despejada, de lentes bifocales y de barriga prominente, no suele sucederle que su mujercita, Dios la bendiga, se estremezca también, aunque sea castamente, al contemplar cómo Rock Hudson o Tony Curtis le da un beso ardiente e interminable a la linda criatura que eventualmente está seduciendo.
¿No parece concebible que mientras está sentada en aquel cine, comiendo cacahuetes y tratando de limpiar la suela del zapato izquierdo de un chicle que ha pisado al entrar, también ella pueda sentir el deseo de hallarse en brazos de Rock o de Tony, reemplazando a la descolorida ingenua que, uno u otro, tratan de violar públicamente a través de insinuaciones?
Imaginemos a una familia corriente en las primeras horas de la mañana, cuando el marido sale hacia el trabajo.
Antes de marchar deposita, incierto, un beso en el rostro de la esposa, que, invariablemente, va a parar a su oreja izquierda.
Hay que reconocer que esto no es un sustitutivo de aquellos besos, llenos de fuego, que le daba cuando eran novios, en la trasera de aquel Buick pasado de moda.
Pero el marido sale corriendo hacia la oficina, donde tratará de persuadir a la ninfomaníaca que tiene a sus órdenes como secretaria, de que, a menos que se trague las píldoras anticonceptivas que subrepticiamente ha comprado en la farmacia del barrio, tanto él como ella se verán despedidos y acaso tengan que pasar juntos el resto de sus vidas, subsistiendo de la mísera pensión que el gobierno asigna a los desempleados.
Entretanto, ¿no sería posible que, en el hogar, la mujercita, por su parte, después de tantas sesiones de Rock y Tony estrechando entre sus brazos a vírgenes supuestas, echará de menos a algún hombre más joven y más atractivo que su marido? ¿A alguien de menos vientre y de más pelo? (Me refiero al pelo de la cabeza, y no al del vientre).
Mientras se está divirtiendo en la oficina, el marido no piensa ni por asomo que también su mujer, especialmente si los chicos están en la escuela, puede tener innumerables tentaciones al cabo del día.
Ella tiene, como él, unos corpúsculos rojos que fluyen a través de sus venas.
También a ella le gustaría experimentar una vez más la sensación de sentirse estrechada entre unos brazos velludos y musculosos.
Ya no siente emoción alguna cuando la besa mecánicamente por la mañana ni cuando regresa indiferente por la noche, después de un agitado día de trabajo.
Y allí están el carnicero, el lechero, el cartero y el mecánico de la televisión.
(Este último, por lo menos en mi casa, pasa más tiempo en nuestra sala de estar que en la suya).
Algunos de ellos son jóvenes, afables y aptos para la aventura.
Acaso no vistan tan bien como Rock y Tony, y su cabello no esté tan bien cuidado como el de ellos; tal vez sus palabras sean menos románticas, pero bajo su apariencia profesional, también ellos son hombres y sienten las mismas pasiones y los mismos deseos que los héroes de la pantalla más cotizados.
«El placer del amante, como el del cazador, se basa, desgraciadamente, en la caza, y la belleza más rutilante pierde la mitad de su encanto, como la flor su perfume, cuando la mano anhelante puede alcanzarla con demasiada facilidad. Ha de haber duda; deben existir dificultades y peligros.» (
Sir
Walter Scott).
Estoy muy reconocido a
Sir
Walter.
Es éste un fragmento clásico como pocos he encontrado en mi larga vida, y me alegro de que sea del dominio público, porque así no tengo que pagar a ningún cochino editor por transcribir la cita.
Sir
Walter dice en cinco líneas lo que yo he estado intentando explicar en cinco páginas.
Es evidente que el tipo medio del varón no ha experimentado grandes cambios desde que
Sir
Walter escribió estas inmortales palabras.
Sigue siendo malo.
Continúa teniendo la moral del más promiscuo mestizaje.
Espero que el lector comprenda que cuanto he escrito sobre las esposas, no es, en su mayor parte, más que una conjetura, y que, por lo tanto, no ha de ser tomado demasiado en serio.
En el fondo, creo que la mujer se halla relativamente satisfecha con su propio mundillo: las amígdalas de los chicos, las notas de la escuela, alguna película, el
bridge
o el
gin rummy
, y su marido, el patán que, mientras escribo esto, está boca arriba en el diván, roncando de un modo estremecedor.
¿Y qué vamos a decir de ese bruto que yace ahí inquieto, con la boca abierta y los brazos colgando? De vez en cuando, emite un gruñido más fuerte, que refleja alguna idea que cruza por su magín.
Si el lector es aficionado a los animales, sabrá que los perros suelen gemir y moverse convulsivamente mientras duermen; esto significa que están soñando en aquellos viejos tiempos en que eran lobos y la gozaban cazando.
Y esto es, amigo mío, lo que precisamente está soñando el cabeza de familia antes mencionado.
El hombre es incorregible.
Su primer contacto con la chica de sus sueños puede tener lugar en la iglesia un domingo por la mañana, en una partida de tenis o en el restaurante donde acostumbra a almorzar diariamente (con postre, 25 centavos más).
Las chicas, como todos sabemos, se encuentran en todas partes, y, por lo tanto, en cualquiera de ellas puede recibir el hombre el flechazo del amor.
¿Qué fue lo que le atrajo? ¿Sus ojos? ¿Sus piernas? ¿Fue algo misteriosamente femenino que poseía ella y las demás no? Es joven, linda y romántica, y tiene una conversación muy inteligente.
A medida que se conocen más íntimamente (en el buen sentido, claro), van descubriendo ambos que se sienten felices hasta el éxtasis cuando están juntos y enormemente desgraciados cuando están separados.
Y luego, oh, feliz momento, si ella es bastante lista y no le presenta a su madre antes de tiempo, acaban por contraer matrimonio.
No importa que conozcan muchos matrimonios, felices y desgraciados; a ellos les parece que nada puede alterar la felicidad que sienten ahora con su mutua compañía.
Estoy seguro de que si llegaran a tener alguna duda o algún presentimiento acerca de su felicidad futura, ni el padre de la novia sería capaz de arrastrarles al altar.
Nadie ignora que el amor juvenil es una forma pasajera de locura y que su único tratamiento eficaz es el matrimonio.
Cuando se piensa en las trampas y los obstáculos que les esperan, parece increíble que haya tantas parejas que sigan casadas.
Hay tantas contrariedades que superar: la intromisión de los niños en momentos inoportunos, la intrusión de los niños en todo momento, el vuelco del cubo de la basura, y el dinero.
No hay que desdeñar nunca la importancia que tiene el dinero.
A menudo se dice que el dinero no hace la felicidad, y es una verdad innegable, pero, en igualdad de circunstancias, siempre es agradable no andar escasos de ese elemento.
Cuando el matrimonio cobra serenidad, la cuestión sexual retrocede a sus normales proporciones.
¿O acaso no es así? Bueno, diremos que ya no tiene la importancia que tuvo durante aquellos tres maravillosos días pasados en las cataratas del Niágara, o aquel fin de semana en un motel de San Antonio.
En todo caso, yo opino que en el promedio de los hogares con más de cinco años de existencia, hay más discusiones y disgustos por el dinero, que por cualquier otra cuestión.
Un conocido doctor, uno de mis amigos más cínicos, me explicaba en cierta ocasión que uno de sus amigos más cínicos (un famoso Casanova europeo), se envanecía de su feliz matrimonio, atribuyéndolo al hecho de que había practicado constantemente el adulterio.
En su singular
patois
vienés, el amigo del doctor explicaba:
—Aunque estoy enamorado de mi mujer, considero que el matrimonio es una cuestión práctica.
»Cuando soy infiel a mi mujer, como es natural, me siento culpable.
»Y cuando me siento culpable, alivio mi conciencia comprándole un buen regalo: una joya, tal vez un nuevo coche o, si se tercia, un abrigo de pieles.
»Si no me siento culpable, todo lo que mi conciencia me permite, en el mejor de los casos, es gastarme unas libras comprando caviar ruso.
»Estoy convencido de que ella ignora mis indiscreciones, pero, aunque no fuera así, ¿no sale ella mejor librada que la mayoría de las esposas, cuyos maridos les son fieles, pero nunca les regalan nada?
Es posible que éste sea un caso excepcional. El promedio de los maridos no están en condiciones de calmar su conciencia por medio del soborno. Ésta es una artimaña que sólo pueden permitirse los que son muy ricos.
Concluiré este capítulo con una cita de Lord Chesterfield, que lleva muchos años fabricando uno de los mejores cigarrillos de América, y que, aunque estuvo tentado de hacerlo varias veces, nunca ha dejado de producir cigarrillos con filtro.
Decía el Lord: «Existen dos objetivos en el matrimonio: amor y dinero. Si te casas por amor tendrás, sin duda, tus días felices, y si te casas por dinero, no tendrás días felices, ni, probablemente, días apurados».
En mis buenos tiempos, había leído sentencias más iluminadas, pero no hay que olvidar que Lord Chesterfield está metido en el negocio de la reventa del tabaco y es probable que tenga los sesos algo turbios a consecuencia de sus propios humos.
Cada año leo artículos entusiastas y optimistas, en los que se describen los nuevos automóviles que aparecerán la temporada siguiente.
Se vaticina que llevarán el motor detrás, que los asientos serán de formaldehido, las carrocerías de molibdeno y los volantes de repostería (para casos de hambre en viajes largos).
Y yo me pregunto, si esa gente de Detroit es capaz de sacar un modelo nuevo cada año, ¿por qué no fabrica nadie un nuevo hombre? Si hay algo en el mundo que precisa ser mejorado, ese algo es sin duda el hombre.